Kokoro (10 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Esa noche tomé cerveza con
sensei
. Él solía beber poco. Tenía un límite para beber que, cuando no se sentía bien, jamás traspasaba.

—Hoy esto no marcha —y diciendo esto, sonreía con amargura.

—¿No puede ponerse algo alegre? —le pregunté yo sintiendo su preocupación.

En mi mente seguía muy vivo el asunto de antes. Yo sufría como si tuviera clavada una espina en la garganta. Estaba muy confuso. En algún momento, sentí el impulso de hablar de ello con él, pero, por otro lado, me parecía mejor callar. Esta confusión mía hacía que me mostrara nervioso.

—Pareces un poco raro esta noche —dijo
sensei
—. Pero bueno, la verdad es que yo también estoy un poco raro. ¿No se me nota?

No pude contestar nada. Y siguió diciendo:

—Hace un rato tuve una pequeña riña con mi mujer. Me he agitado inútilmente.

—¿Y a qué ha sido debida la…?

Pero no pude pronunciar la palabra «riña».

—Bueno, mi mujer no me entiende bien. Aunque le diga que está equivocada, no se lo toma en serio. Sin darme cuenta, me he enfadado con ella.

—¿Cómo es eso de que no le entiende bien?

Pero
sensei
no intentó contestar esa pregunta. Y dijo:

—Si yo fuera un hombre como mi mujer cree, no sufriría tanto.

¡Cuánto sufría
sensei
! Ni siquiera podía imaginarlo.

10

En silencio caminamos más de doscientos metros de regreso a casa. Entonces,
sensei
volvió a hablar:

—He hecho mal. Salí de casa disgustado y seguro que ella debe estar muy preocupada. Pensándolo bien, las mujeres son dignas de lástima. Mi mujer, por ejemplo, no tiene a nadie en el mundo en quien confiar excepto a mí.

Sus palabras se cortaron. Pero, sin esperar ningún comentario mío, continuó:

—Así dicho, parece que los maridos somos tan fuertes que parecemos un poco ridículos. ¿Tú qué crees? ¿Parezco yo una persona fuerte o débil?

—Me parece que usted está en el medio —contesté yo.

Creo que no esperaba esta respuesta.
Sensei
enmudeció y echó a caminar en silencio.

Para volver a su casa, había que pasar al lado de mi pensión. Me pareció mal despedirme de él en aquella esquina cerca de mi pensión. Así que le dije:

—¿Le acompaño hasta su casa? —pero
sensei
hizo un gesto negativo con la mano.

—No, es muy tarde. Vete ya. Yo también volveré enseguida. Es por ella, por mi mujer.

Esas palabras, «por mi mujer», añadidas por
sensei
al final, me transmitieron una sensación cálida. Después, de vuelta en mi pensión, gracias a ellas pude dormir plácidamente esa noche. Desde entonces y por mucho tiempo, no olvidaría ese «por mi mujer».

Comprendí que el incidente producido aquel día entre
sensei
y su mujer no había sido nada serio. También pude suponer que casi nunca, pues yo iba a seguir visitándole continuamente después de aquel día, volvería a ocurrir tal incidente. Incluso una vez me comentó:

—En este mundo, a la única mujer a la que he conocido es a mi esposa. No me atraen otras mujeres. Ella también siente que yo soy su único hombre en este mundo. En este sentido, debemos ser la pareja más feliz del mundo.

Ya he olvidado de qué hablábamos antes y después de ese comentario. Por lo tanto, no sé exactamente su motivo para hacérmelo oír. Pero recuerdo que su actitud, al decirme esto, era seria y su tono bajo. En mis oídos resonó de forma extraña aquella última frase, «debemos ser la pareja más feliz del mundo». ¿Por qué no habría dicho «somos» sino «debemos ser»? Me resultaba extraño ese matiz de obligatoriedad en el hecho de ser felices. ¿Eran o no eran felices? ¿No eran tan felices como debieran serlo? No había más remedio que dudarlo. Pero esa duda, con el paso del tiempo, quedó enterrada no sé dónde.

Entretanto, en el curso de una visita en la cual
sensei
no se hallaba en su casa, tuve ocasión de hablar cara a cara y a solas con su mujer. Aquel día,
sensei
no estaba porque había ido a Shinbashi
[51]
a despedir a un amigo suyo que iba a partir al extranjero en barco desde Yokohama
[52]
. Era la costumbre de entonces tomar el tren de las ocho y media de la mañana desde Shinbashi para tomar el barco en Yokohama. Yo necesitaba consultar con
sensei
el pasaje de un libro y había ido a su casa a la hora por él indicada, las nueve. Su salida a Shinbashi fue imprevista, pues ese amigo sólo el día anterior le había visitado para advertirle de su partida.
Sensei
quiso devolverle la cortesía y despedirle en la estación. Por eso, me había dejado un mensaje en su casa diciéndome que iba a volver pronto y pidiéndome que le esperase. Fue durante la espera en la sala de estar cuando pude hablar con su mujer.

11

Yo entonces era ya estudiante universitario. Comparándome con aquel colegial que le había visitado por primera vez, ahora me sentía mucho más mayor. Asimismo, me había hecho bastante amigo también de su mujer. A su lado no me sentía nada incómodo. Entonces pudimos hablar cara a cara de diversos temas casi siempre intrascendentes y que ya he olvidado. Sin embargo, hay algo que quedó en mi memoria. Pero, antes de contarlo, he de hacer un comentario.

Sensei
se había graduado en la Universidad Imperial
[53]
. Eso yo lo sabía desde el principio. Llegué a saber, pasado algún tiempo desde mi vuelta a Tokio, que no trabajaba en nada. Me preguntaba cómo podría vivir sin hacer nada.

Sensei
no era un hombre conocido. Sus ideas, su filosofía, excepto por mí, que le conocía bien, no eran tenidas en cuenta por nadie. Yo le decía a menudo que era una lástima, pero él no me hacía caso y contestaba:

—Una persona insignificante como yo no debe dirigirse al mundo.

Esta explicación tan humilde yo la interpretaba al contrario, es decir, era como si él criticara de esa forma tan fría a la sociedad, al mundo. De hecho, a veces, censuraba abiertamente a personas conocidas que habían sido sus compañeros de clase. Una vez le expresé con claridad mi oposición a esta actitud suya, una oposición nacida no de rebeldía hacia él, sino de mi rabia porque la gente no llegara a conocerle. Después de oírme,
sensei
dijo con voz deprimida:

—Es inútil, pues yo no tengo ningún derecho a moverme en sociedad.

En su cara apareció grabado un gesto profundo que no pude determinar si expresaba decepción, queja o simplemente tristeza, pero cuya intensidad me impidió seguir hablando. Me quedé, por tanto, sin valor para añadir nada.

Volviendo al día en que hablé con su esposa, recuerdo que nuestra conversación sobre
sensei
recayó de forma natural en este asunto.

—¿Por qué
sensei
sólo estudia y piensa en casa, sin trabajar fuera?

—Eso de trabajar fuera no le va. No le gusta.

—Pero se dará cuenta de que esto es absurdo, ¿no? —dije.

—No sé si se da cuenta o no. Bueno, como soy mujer no entiendo muy bien, pero quizá no desee trabajar en ese sentido. Creo que está deseando hacer algo. Pero no puede. Y esto me da pena.

—Pero bueno, tampoco tiene ningún problema de salud, ¿verdad?

—No, está sano. No padece ni achaques, ni nada.

—Entonces, ¿por qué no puede hacer nada?

—Eso es lo que tampoco yo entiendo. Si lo supiera, no estaría tan preocupada. El no saberlo me resulta insoportable.

En el tono de su voz se reflejaba mucha compasión, aunque de sus labios no desaparecía cierta sonrisa. Yo, en cambio, permanecía mucho más serio, silencioso, con el rostro algo tenso. Entonces, como si se hubiera acordado de repente de algo, dijo:

—Cuando era joven, no era así. Era totalmente distinto. Ahora ha cambiado por completo.

—Cuando era joven… Pero ¿a qué época de su vida se refiere usted? —pregunté yo.

—Cuando era estudiante.

—¿Usted le conoce desde entonces?

Inesperadamente, se puso colorada.

12

Su mujer era de Tokio. Esto lo sabía porque
sensei
me lo había dicho. Lo sabía además por ella misma. Ella decía: «La verdad es que soy un poco de todo». Su padre era de Tottori o cerca
[54]
, pero su madre había nacido en el barrio de Ichigaya
[55]
de la antigua Edo. Por eso decía en broma que era un poco de todo.
Sensei
, en cambio, procedía de la provincia de Niigata, en otra dirección totalmente distinta
[56]
. Por consiguiente, si ella había conocido a
sensei
en la época en que este era estudiante, estaba claro que no era por proceder ambos de la misma provincia. Tuve la impresión ese día de que a ella no le gustaba seguir hablando del tema, pues se había sonrojado. No quise, por lo tanto, insistir más.

Desde que conocí a
sensei
hasta su muerte yo había estado en contacto con sus ideas o sentimientos por diversas razones, pero de su situación cuando se casaron no me había contado nada. A veces, eso lo atribuía a una buena intención por parte de él. Pensaba yo que, como
sensei
era una persona mayor, tal vez por decoro no le gustaba hablar de recuerdos sentimentales a un jovenzuelo como yo. Otras veces, lo atribuía a razones opuestas. No solamente
sensei
y su esposa, sino todos los de su generación, por haberse criado en las viejas costumbres de antes, no tenían el valor de expresarse con libertad sobre temas amorosos. Pero todo esto no eran más que suposiciones mías que, de una u otra forma, me permitían presentir la existencia de una brillante historia de amor en torno a su casamiento.

No me había equivocado en mi presentimiento, aunque lo que podía haber imaginado sobre su amor era sólo una cara de la moneda. En la otra cara, detrás de esa bella historia de amor, existía una terrible tragedia. Además, su mujer no sabía nada acerca del grado de infelicidad padecida por su esposo a causa de esto. Tampoco lo sabe ahora.
Sensei
murió habiéndoselo ocultado. Antes de destruir la felicidad de su esposa, prefirió destruir su vida. No voy a contar ahora nada de esa tragedia, una tragedia nacida del amor entre los dos. Tampoco ellos me contaron casi nada de ese amor. Ella por pudor y él por razones mucho más profundas.

Pero hay algo que recuerdo bien. Un día, en la época en que florecen los cerezos, fui al parque de Ueno con
sensei
. Allí nos fijamos en una atractiva pareja. Iban caminando tiernamente juntos bajo los cerezos en flor. Como el lugar era público, había más gente mirándolos a ellos que a las flores.

—Parecen recién casados —dijo
sensei
.

—Y que se quieren mucho —añadí yo.

Sensei
ni siquiera sonrió con amargura. Seguimos andando hasta perder de vista a aquella pareja. Entonces me preguntó:

—¿Alguna vez te has enamorado?

Yo le contesté que no.

—¿Y no te gustaría enamorarte?

No contesté nada.

—No me digas que no te gustaría…

—Pues sí —dije yo.

—Acabas de burlarte de esa pareja, ¿no? En tu burla había una vocecilla que se quejaba de no poder conseguir a nadie a quien amar, ¿a que sí?

—¿Ha oído usted esa voz?

—Sí, la he oído decir eso. La persona que ha saboreado la satisfacción del amor se habría referido a ellos en un tono más cálido. Sin embargo, el amor es un delito. ¿Entiendes esto?

De repente, me asusté y no contesté nada.

13

Nos rodeaba mucha gente, gente de aspecto alegre. Hasta después de haber pasado entre tanta gente y flores y de habernos adentrado en un bosquecillo del parque, no tuvimos ocasión de seguir con ese tema.

—¿Es el amor un delito? —pregunté yo bruscamente.

—Sí, lo es. Ciertamente lo es —y al contestarme, el tono de su voz era fuerte, como antes.

—¿Por qué?

—Pronto lo comprenderás. O creo que ya lo comprendes. Hace tiempo que el amor está moviendo tu corazón.

Yo consulté a mi corazón y la verdad es que sentí que más o menos estaba vacío. No había en él nada parecido al enamoramiento.

—En mi pecho no tengo ningún objeto de amor. Y no le oculto nada, ¿eh,
sensei
?

—Claro, como no tienes objeto de amor, tu corazón se mueve. Está buscando un objeto donde poder acomodarse, se está moviendo.

—Bueno, yo creo que ahora mismo no está muy activo.

—Justamente porque estabas insatisfecho, te moviste para venir a mí.

—Tal vez sea así. Pero eso es distinto al enamoramiento.

—Estás ya en la escalera que sube al peldaño del enamoramiento. Viniste hacia mí como si hubieras estado en el escalón que precede al abrazo de la mujer.

—Bueno, a mí me parece que son dos cosas muy distintas, ¿no?

Sensei
respondió:

—No, son lo mismo. Yo soy un hombre que nunca podrá contentarte. Además y por una razón muy particular, no podré darte ninguna satisfacción. Y la verdad, lo siento mucho. Aunque te alejaras de mí, no me quejaría. Al contrario, creo que lo estoy deseando. Aunque…

Me sentí extrañamente triste.

—Bueno, si lo cree así, yo no puedo decir nada, pero nunca se me había pasado por la cabeza alejarme de usted.

Sensei
no me escuchaba. Y siguió diciendo:

—Bien, tú debes ir con cuidado porque el amor es un delito. Estando conmigo, aunque yo no te contente, tampoco hay peligro. ¿Sabes tú acaso cómo se siente uno cuando tiene el corazón atado al cabello largo y negro de una mujer?

Yo lo sabía en mi imaginación, pero no por experiencia. De todos modos, no entendía bien ese sentido del delito, y lo que me decía me resultaba muy vago. Además, empecé a sentirme molesto.


Sensei
, acláreme un poco eso del delito. O, mejor, dejémoslo ya, hasta que yo pueda comprender todo por mí mismo.

—Perdón, he hecho mal. Pensaba que te estaba diciendo la verdad. Pero en realidad sólo he conseguido impacientarte. Perdona.

Seguimos caminando con paso tranquilo por detrás del Museo Nacional de Tokio en dirección al barrio de Uguisudani. Entre los setos que rodeaban el museo, había en una parte del amplio jardín frondosos bambúes enanos que transmitían una profunda sensación de sosiego.

—¿Sabes por qué visito todos los meses aquella tumba de Zoshigaya donde está enterrado mi amigo?

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