Por fin había comprendido por qué decía ella que no le gustaba a
sensei
.
18
Estaba asombrado de su capacidad de comprensión. Su actitud, que no correspondía exactamente a la de una mujer tradicional japonesa, me pareció incluso intelectualmente estimulante. Además, ella casi nunca deslizaba esas palabras «modernas», tan de moda entonces.
Yo era un joven inexperto que no había tenido ninguna relación profunda con una mujer. Pero tal vez debido a mi instinto de hombre, siempre soñaba con las mujeres como objeto de un anhelo, un anhelo que se puede sentir vagamente en el corazón cuando uno ve esas hermosas nubes de un cielo de primavera. Por eso, cada vez que estaba con una mujer real cara a cara, mis sentimientos podían tomar un giro muy brusco. En lugar de sentir atracción hacia ellas, experimentaba más bien un extraño rechazo. Pero nada de esto me ocurría con la mujer de
sensei
. Tampoco observaba esa permanente diferencia de ideas que existe entre hombres y mujeres. En realidad, me olvidaba de que ella era mujer. Simplemente veía en ella a una simpatizante crítica y sincera de
sensei
.
—Señora, el otro día, cuando le pregunté a usted por qué
sensei
no salía ni tenía actividades en la sociedad, usted me dijo que él antes no era así, ¿verdad?
—Sí, recuerdo que lo dije. Ciertamente, no era así.
—¿Cómo era?
—Pues un hombre digno de confianza como tú y yo deseamos que sea.
—Entonces, ¿a qué se debió ese repentino cambio?
—¡Oh, no! No fue repentino. Cambió poco a poco.
—Y todo ese tiempo, usted estaba con él, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. Formamos pareja…
—En tal caso, debe saber la razón de ese cambio, ¿no?
—Por eso justamente me siento tan mal. Si me dices esto, me siento de verdad mal, porque no tengo ni idea de cuál podría ser la causa de ese cambio. ¡Cuántas veces le habré pedido que me cuente todo!
—¿Y qué dice él?
—Pues que no tiene nada que decirme, que no hay nada de lo que yo deba preocuparme y que lo único que ha pasado es que ha cambiado su carácter. Y, bueno, no me hace caso.
Me quedé callado. Ella también se calló. De la habitación de la criada tampoco llegaba ningún ruido. Me había olvidado por completo del ladrón.
—¿No creerás que yo tengo la culpa de todo? —me preguntó de improviso.
—No —contesté.
—Dímelo, sin ocultar nada, por favor. Si lo creyeras así, si creyeras que soy yo la culpable, sentiría más dolor que si me cortaran la carne en vivo. A pesar de todo —añadió—, creo que estoy haciendo todo lo que puedo por él.
—Eso lo reconoce el mismo
sensei
. Se lo aseguro. No se preocupe. Esté tranquila, por favor.
Aireó las ascuas del brasero. Después, añadió más agua a la tetera de hierro fundido, que dejó ya de hacer ruido.
—Una vez que ya no podía aguantar más, le pedí que me dijera todo lo que no le agradaba de mí sin ocultarme nada. Le dije que trataría de cambiar cualquier defecto que viera en mí. Me dijo entonces que yo no tenía ningún defecto, sino que él y sólo él era quien tenía defectos. Ahora, cuando pienso en esto, me pongo muy triste. Se me saltan las lágrimas y siento todavía más ganas de preguntarle qué hay en mí que no le agrada.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
19
Al principio, yo la trataba como a una mujer comprensiva. Pero a medida que conversábamos, su manera de expresarse iba cambiando gradualmente; y, en lugar de dirigir mi mente, empezó a mover también mi corazón. Entre ella y su marido no existía ninguna reserva ni frialdad, pero aún así, ella sentía que había algo. En consecuencia, trataba de reconocer ese algo con los ojos muy abiertos, pero sin ver nada. Esta era la clave de su sufrimiento.
Al comienzo había dicho que la mirada de
sensei
hacia la sociedad era muy pesimista y que, por lo tanto, ella no era del agrado de
sensei
. Pero, al decir esto, no las tenía todas consigo. En efecto, en el fondo le asaltaba el pensamiento contrario, es decir, que el mundo entero no era del agrado de
sensei
a causa de ella, a causa del desagrado que ella le inspiraba. Sin embargo, nunca pudo tener una prueba de que esto fuera verdad. La actitud de
sensei
hacia ella era siempre la de un buen marido: amable y tierno. Pero ella tenía oculto en el fondo de su pecho un haz de dudas envuelto en el cariño de su marido. Esa noche iba a desatar ese haz ante mí:
—¿Qué opinas? —me preguntó—. ¿Ha sido por mi culpa por lo que ha cambiado tanto o simplemente a causa de sus ideas sobre la vida? Responde sin ocultarme nada.
No tenía yo la intención de ocultarle nada. A pesar de eso, sabía que, existiera o no un hecho por mí ignorado, mi respuesta nunca le resultaría satisfactoria. Y estaba seguro de que había algo que yo no sabía.
—No lo sé.
Por un instante, su semblante expresó decepción por una respuesta inesperada. Me apresuré a añadir:
—Pero le aseguro que usted no le desagrada a
sensei
. Le estoy diciendo lo que he oído de boca de
sensei
. Y él no miente nunca, ¿verdad que no?
No me contestó. Al cabo de un rato dijo:
—A decir verdad, recuerdo algo que podría estar detrás de todo esto.
—¿Se refiere detrás de su cambio de carácter?
—Sí, detrás de todo. Una razón que, por estar fuera de mí, me hace sentir un gran alivio…
—¿Y cuál es?
Se miraba las manos, que mantenía colocadas sobre las rodillas, mientras parecía titubear.
—Te la diré y tú me darás tu opinión.
—Así lo haré.
—De todos modos, no te puedo decir todo. Si te lo contara todo, él me regañaría. Sólo te diré las cosas que a él no le importa que te cuente.
Sentí tensión y tragué saliva.
—Siendo todavía estudiante en la universidad, tenía un amigo muy íntimo. Este amigo suyo murió poco antes de graduarse. Murió de repente.
Y, acercándose a mi oído, me susurró en voz baja:
—La verdad, no fue una muerte natural.
Su manera de decirlo me empujó a preguntarle.
—¿Por qué?
—No puedo decirte más. Desde aquello, él empezó a cambiar poco a poco. No sé la causa de su muerte. Quizá tampoco mi marido la sepa. Pero no hay razón para negar que, desde entonces, empezó a no ser el mismo.
—¿Es ese el amigo cuya tumba visita en Zoshigaya?
—Tampoco puedo decirte eso porque se lo he prometido. Pero la cuestión es: si una persona pierde a su mejor amigo, ¿es posible cambiar tanto? Eso es lo que desearía saber y sobre lo que me gustaría saber tu opinión.
Mi opinión se inclinaba a una respuesta negativa.
20
Intenté consolarla lo mejor que pude dentro de mi conocimiento limitado de los hechos.
También ella parecía que deseaba ser consolada por mí. Por eso seguimos hablando los dos largamente sobre este asunto. A pesar de todo, fui incapaz de llegar a la raíz. Su ansiedad se originaba en unas dudas semejantes a esas nubes finas que andan flotando por el cielo. Sobre la verdad del asunto tampoco ella sabía mucho y, de lo que sabía, no podía decirme gran cosa. Así, yo consolándola y ella dejándose consolar, nos asemejábamos a dos náufragos a merced de las olas que flotaban en el mar de una vasta inseguridad. Y en tal situación, ella alargaba al máximo los brazos para aferrarse a mis opiniones, igualmente desprovistas de apoyo.
A eso de las diez, oímos las pisadas de
sensei
en la entrada. Su mujer, levantándose de repente como si hubiera olvidado todo y dejando mi compañía, salió a recibirle. Me quedé solo y después la seguí. Sólo la criada, que probablemente estaba dormida, no salió.
Sensei
estaba más bien de buen humor. Pero su mujer parecía aún más alegre. Recordé el brillo de sus lágrimas agolpadas en sus bonitos ojos y la arruga formada en la raíz de sus negras cejas cuando hablábamos poco antes. Observé con atención tan extraño cambio de actitud. Realmente no parecía haber sido insincera, pero me sentí inclinado a pensar que pudo haber sido todo la táctica de una mujer con ganas de poner en juego sus sentimientos con los míos. En ese momento, sin embargo, no tenía ninguna intención de criticarla. Y la verdad es que me sentí aliviado al verla transformarse así. Me di cuenta de que no había habido motivos para haberse preocupado por ella.
Sensei
, sonriendo, me dijo:
—Gracias por guardar la casa. ¿Así que el ladrón no ha venido? —Y añadió—: ¿No estarás decepcionado, verdad?
La señora me despidió, inclinándose ligeramente y diciendo:
—Perdón por las molestias.
Sonaba más bien como una broma, es decir, sonaba como si sintiera más que no se hubiera presentado el ladrón que el haberme molestado a mí, quitándome mi tiempo. Con esas palabras, envolvió en un papel los pasteles que habían sobrado y me los puso en la mano. Yo los metí dentro de la amplia manga de mi quimono y, saliendo de su casa, apresuré mis pasos a través de las callejas frías hasta una zona más animada de la ciudad.
He descrito con detalle todo lo que he podido rescatar de mi memoria sobre aquella noche. Y lo he hecho porque sentía la necesidad de hacerlo, aunque aquella noche, cuando volví a casa con los pasteles que ella me había dado, no consideraba tan importante nuestra conversación. El día siguiente, cuando regresé de la universidad para comer en casa, al ver el paquete de pasteles sobre la mesa de estudio, enseguida me comí uno. Era de bizcocho y color marrón, con chocolate encima. Mientras lo comía, pensaba que esas dos personas que me habían dado ese pastel existían en este mundo como una pareja feliz. Con este convencimiento, saboreé el pastel.
El otoño se iba y hasta la llegada del invierno no ocurrió nada. Cuando visitaba a
sensei
, aprovechaba para pedir a la señora que me lavara o cosiera algún quimono. Hasta entonces, yo no me había puesto nunca el
juban
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de cuello negro. Decía ella que, como no tenía hijos, a su salud le convenía ocuparse de estos quehaceres para no aburrirse.
—Este quimono está tejido a mano, ¿verdad? Nunca había cosido un género tan bueno. Sólo que resulta dificilísimo de coser. Ya he roto dos agujas de lo bueno que es.
Aunque decía cosas así, no ponía nunca mala cara.
21
Al llegar el invierno, tuve que regresar a mi pueblo inesperadamente. En la carta recibida de mi madre, se mencionaba la enfermedad de mi padre, una enfermedad que, aunque de momento no revestía gravedad, hacía aconsejable mi regreso habida cuenta de la avanzada edad de mi padre.
Hacía tiempo que mi padre padecía de los riñones. Como muchos hombres de edad mediana o avanzada, su enfermedad ya era crónica. Pero, como se cuidaba bien, tampoco parecía haber un peligro inminente. Eso era, al menos, lo que pensábamos sin dudar la familia y él mismo. Mi padre decía, en efecto, a todo el mundo que sólo por cuidarse bien había podido seguir viviendo. Mi madre en su carta escribía que, estando un día mi padre ocupado en el jardín, se había desvanecido de repente. La familia pensó que se trataba de una ligera hemorragia cerebral y le dieron el tratamiento correspondiente. Pero luego el médico dijo que no parecía ser ese el problema, sino que era el resultado de su enfermedad. A partir de entonces, todos empezaron a asociar siempre desvanecimiento y enfermedad de los riñones.
Para las vacaciones de invierno
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faltaba todavía tiempo. Pensé que a mi padre no le pasaría nada hasta el fin del trimestre y dejé pasar uno o dos días. Pero durante ese par de días, empezó a asaltarme la imagen de mi padre acostado o de la cara preocupada de mi madre, etc. Me sentía mal con estos pensamientos y, finalmente, decidí volver al pueblo. Para ahorrar tiempo y evitar a mis padres la molestia de tener que mandarme dinero para el viaje, decidí visitar a
sensei
para despedirme y pedirle prestado el dinero necesario para el viaje.
Sensei
se encontraba resfriado y no tenía ganas de pasar a la sala de estar. Así que me recibió en su estudio. Por el cristal de la ventana entraba una luz solar blanda pocas veces vista ese invierno y que caía sobre el paño de la mesa. En ese soleado cuarto estaba
sensei
, que había colocado un gran brasero sobre el cual había un trípode con una palangana llena de agua que exhalaba vapores benéficos para la respiración.
—No es nada grave. Total, un simple catarro. Pero resulta más molesto que una enfermedad en toda regla —y, diciendo esto,
sensei
me miró sonriendo con amargura.
Sensei
era del tipo de personas que no conocen las enfermedades. Al escucharle sentí ganas de reír.
Y dije:
—Yo, si es un catarro, lo aguanto; pero más, no. Usted también, ¿no? Si llega a ponerse realmente enfermo, lo comprenderá muy bien.
—¿Crees tú? Bueno, si he de ponerme enfermo, pues que sea mortalmente enfermo.
No presté mucha atención a lo que dijo. Pasé enseguida a hablarle de la carta de mi madre y le pedí dinero.
—No hay problema. Si es esa cantidad, la tengo en casa y te la podrás llevar ahora mismo.
Llamó a su mujer y le pidió que me diera el dinero. Ella sacó el dinero de un cajón del aparador y, envolviéndolo en un papel fino de caligrafía, me dijo:
—Debes estar preocupado, ¿verdad?
—¿Se ha desmayado ya muchas veces? —preguntó
sensei
.
—Bueno, en la carta no dice nada… Pero, ¿tantas veces se puede desmayar?
—Pues sí.
Supe entonces que su suegra había muerto de esa misma enfermedad.
—Es difícil de curar, ¿no? —pregunté yo.
—Bueno. Si pudiera estar en lugar de tu padre, no me importaría. ¿Tiene vómitos?
—No sé. La carta no dice nada de vómitos. Seguro que no los tiene.
—Mientras no tenga vómitos, seguirá bien —dijo la señora.
Partí de Tokio en el tren de esa noche.
22
La enfermedad de mi padre no era tan grave como imaginaba. Al llegar a casa, me lo encontré sentado en la cama con las piernas cruzadas. Me dijo:
—Como todo el mundo se preocupa tanto de mí, tengo que estar aguantando aquí quieto, pero ya puedo levantarme, ¿sabes?
A partir del día siguiente y sin hacer caso a mi madre que deseaba que estuviera más tiempo en la cama, se levantó. Mientras doblaba con desgana el grueso edredón , dijo mi madre: