Kokoro (27 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Finalmente, le propuse que se viniera a vivir conmigo a fin de recorrer juntos ese camino de superación y esfuerzo. A causa de su terquedad, por tanto, no me había quedado más remedio que someterme a él y de esa forma conseguir traérmelo a la casa donde yo vivía.

23

Anexo a mi habitación había una especie de antesala o cuartito de cuatro
tatami
. Para acceder a mi habitación desde la entrada principal, yo siempre tenía que pasar por este cuarto, por lo que me resultaba bastante incómodo. A K le instalé en este cuarto. Al principio pensaba poner dos mesas de estudio en mi habitación, el doble de amplia que la suya, para compartir con él mi espacio. Él prefirió, sin embargo, estar solo aunque fuera en un lugar tan reducido.

Como te comenté anteriormente, al principio la señora no se mostró de acuerdo con este plan:

—Si fuera una pensión, pues sí; incluso, mejor dos inquilinos que uno, y todavía mejor tres que dos. Pero ya sabes que yo no hago de esto un negocio. Y sería mejor evitarlo.

Yo le dije:

—Sí, pero mi amigo es una persona fácil y ya verá usted cómo no le ocasiona ninguna molestia.

—No se trata de eso —me contestó—. Simplemente, es que no quisiera meter bajo mi mismo techo a alguien que no conozco bien.

—Pero, era el mismo caso conmigo, ¿no?

—No, tu caso era diferente. Desde el principio ya te conocía bien.

Me reí con ironía. Entonces, la señora cambió de táctica y dijo:

—Además, por tu propio interés, no te conviene traer a esa persona a mi casa.

—Pero ¿por qué? —pregunté yo.

Esta vez fue ella la que se rio con ironía.

En realidad, yo no tenía necesidad de insistir tanto en que K viniera a vivir conmigo. Pero sabía que él vacilaría si yo le ofreciese cada mes un dinero con el que pagar el alquiler. ¡Tenía un espíritu tan independiente!

Por eso me había parecido mejor pagarle a la señora los gastos de nosotros dos sin él saberlo. Tampoco tenía intención de decir una palabra a la señora sobre los problemas económicos de mi amigo. Me limité a contarle algo acerca de sus problemas de salud. Le dije que si le dejaba solo, corría peligro de volverse más y más raro. Le conté también todo lo que le había ocurrido con su familia adoptiva y su ruptura con su familia de origen. Le dije, además, a la señora, que pensaba hacerme cargo de él, tomarle entre mis brazos como se toma a alguien que está ahogándose y darle calor con mi cuerpo. Le pedí, finalmente, que ella y su hija tratasen a mi amigo con amabilidad. Al llegar a este punto, ya la había convencido.

De esa conversación no le dije nada a K y me alegré de que no llegara a enterarse de las circunstancias en que iba a pasar a vivir con nosotros. Cuando hizo la mudanza, le recibí con aire distraído, como si tal cosa. La señora y su hija le ayudaron amablemente a poner cada cosa en su sitio. Yo estaba muy contento pues comprendí que toda esa amabilidad procedía de su simpatía hacia mí. K, por su parte, mostraba su habitual expresión de indiferencia.

Cuando le pregunté a K su opinión sobre su nuevo domicilio, me dijo simplemente:

—Bueno, no está mal.

En mi opinión, creo que el lugar merecía algo más que ese seco «no está mal», sobre todo teniendo en cuenta donde vivía él antes: un cuarto sucio y húmedo orientado al norte. Su alimentación entonces estaba acorde con la calidad del cuarto. Al trasladarse a mi casa, su situación cambió radicalmente. Era como un pájaro que sale de una profunda sima y se sube a un árbol alto. El no apreciarlo era debido a su obstinación y también a sus principios. Habiendo sido educado en medio de las enseñanzas budistas, pensaba que permitirse ciertos lujos en la comida, vestido y vivienda era algo inmoral. Tal vez por haber leído historias de bonzos virtuosos y de santos cristianos, estaba inclinado a considerar el cuerpo y el alma como entidades separadas. Posiblemente, sentía que si maltrataba la carne, iba a aumentar el grado de iluminación de su espíritu.

Yo adopté la línea de no oponerme a él en lo posible. La táctica era sacar el hielo al sol para que se derritiera y transformara en agua tibia. De esa forma, él mismo vendría a darse cuenta.

24

Yo mismo había sido tratado de esa manera por la señora, con el resultado de que me había vuelto poco a poco más alegre. Conociendo la eficacia de tal trato, deseaba aplicárselo a K. Naturalmente, hacía mucho que conocía bien la diferencia entre nuestros caracteres, pero pensé que, al igual que mis nervios se habían sosegado después de entrar en esta casa, el corazón de K igualmente encontraría sosiego.

K tenía más fuerza de voluntad que yo. Estudiaba también el doble. Además, poseía una inteligencia natural muy superior a la mía. Ahora que habíamos elegido distintos campos de estudio en la universidad, no podría asegurarlo con certeza, pero, mientras estudiábamos en la misma clase, en la enseñanza media, K siempre sacaba mejores notas que yo. Por mi parte, era consciente de no poder estar a su altura en ningún tipo de estudio. En cambio, cuando insistía en llevarle a esta casa, estaba convencido de tener mucho más sentido común que él. En mi opinión, él confundía resistencia con paciencia.

Esto especialmente va también para ti. Tanto el cuerpo como el espíritu tienen capacidad para desarrollarse o para arruinarse dependiendo de los estímulos exteriores. Así y todo, es necesario aumentar estos estímulos gradualmente; de lo contrario, se corre el gran riesgo de ir por un mal camino e incluso de arrastrar a personas del propio entorno. Los médicos dicen que no hay cosa más perezosa que el estómago de una persona. Si uno come sólo papilla, se pierde la capacidad de digerir alimentos más fuertes. Por eso, aconsejan que nos acostumbremos a comer alimentos variados. Y no creo que la razón esté únicamente en facilitar la digestión. Al aumentar poco a poco la fuerza del estímulo, también crece la capacidad de resistencia de los órganos digestivos. Por el contrario, si se debilita la capacidad del estómago, ¿cuál será el resultado? Es fácil imaginarlo, ¿verdad?

K era mejor que yo, pero ese punto se le escapaba por completo. Él creía que, una vez acostumbrado a las dificultades, se volvería insensible a ellas. Tenía la creencia de que yendo de dificultad en dificultad por la vida, por la sola virtud de la repetición, llegaría un momento en que no habría de sentir dificultad alguna.

Todas esas cosas deseaba explicárselas a K para poder convencerle. Sabía, sin embargo, que si le decía algo, él protestaría aduciendo ejemplos de la historia. Entonces, yo tendría que marcar las diferencias entre K y esos personajes históricos. Tomaría mis comentarios como un reproche e intentaría demostrar su teoría con más agresividad. Todo, diría él, para poder realizar su vida a su modo. En este sentido, K era realmente un rival grandioso, tremendo. Era como si avanzara hacia su destrucción. Aunque era impresionante sólo en el sentido de que destruía sus propios logros, no puede decirse que fuera una persona ordinaria.

En fin, conociendo bien su carácter, preferí no decirle nada. Además, me parecía que era víctima de un estado de neurastenia. Era evidente que mi intento de convencerle se estrellaría contra su furor. Tampoco es que me importara pelearme con él, pero se me partía el corazón al pensar que mi buen amigo podría acabar en la misma soledad que yo había sufrido dolorosamente en mi reciente pasado. Avanzar un paso más y dejarle caer en esa soledad era una idea que no soportaba. Por todo eso, después de mudarse él a la casa, no le dije nada parecido a un reproche durante bastante tiempo. Simplemente observaba cómo le afectaban las circunstancias del nuevo ambiente.

25

En ausencia de K, un día pedí a la señora y a la señorita que hablasen con mi amigo lo más posible. No cabía duda: el mutismo en el que se había encerrado le perjudicaba a todas luces. No podía dejar de creer que su corazón, como un trozo de hierro en desuso, había acabado oxidándose.

La señora se reía diciendo que K era una persona poco acogedora. La señorita, a modo de ejemplo, lo explicó contando un encuentro con él. Un día que le preguntó si tenía fuego en el brasero de su habitación, él respondió:

—No.

—¿Quieres que te traiga un poco? —le preguntó ella.

—No —volvió a responder K.

—Pero, ¿es que no tienes frío?

—Sí, pero no quiero fuego en el brasero.

Y no añadió más.

Yo no podía limitarme sólo a reír por incidentes así. Lo sentía por ellas y sentía que era mi deber explicarles la conducta de mi amigo. Era primavera y, por lo tanto, tampoco había tanta necesidad de tener fuego en el brasero. Pero, aún así, ellas tenían razón al decir que K era poco acogedor.

Yo me esforzaba lo más posible, por consiguiente, en hacer que estas dos mujeres se comunicasen con K. Intentaba aproximarles a los tres, por ejemplo, llamándolas a ellas cuando K y yo estábamos hablando; o, cuando ellas y yo estábamos en el mismo lugar, trayendo a K. Buscaba, en fin, el medio mejor para cada caso. Por supuesto, a K no le agradaba demasiado mi táctica.

En una ocasión, se levantó y se fue. En otra, no se presentó pese a llamarle repetidas veces.

Me decía:

—¿Es que te diviertes hablando de tonterías?

Yo me limitaba a sonreír. Pero en mi corazón comprendía muy bien que K me despreciara.

Tal vez, en cierto modo era yo merecedor de su desprecio. Sus miras eran seguramente mucho más elevadas que las mías. No lo niego. Pero, tener la mirada puesta en las alturas y no poder ver otras cosas, ¿no es propio de un minusválido? Pensé que, en primer lugar y por encima de todo, tenía que ayudar a K a ser más humano. Descubrí que, aunque su cabeza estuviese llena de imágenes de santos y de grandes hombres, si él mismo no se convertía desde dentro en un gran hombre, todo era inútil. El primer paso para hacerle más humano consistía en sentarle al lado de una mujer. Hacerle respirar aquel ambiente y con sangre nueva renovar su oxidada sangre.

Poco a poco esta prueba fue saliendo bien. Al principio parecía muy difícil, pero finalmente juntarse se fue haciendo poco a poco una realidad. K parecía ir reconociendo la existencia de un mundo aparte del propio.

Un día incluso me dijo que las mujeres no eran tan despreciables. Creo que, en un principio, había exigido de las mujeres los mismos conocimientos y estudios que tenía yo. Como no pudo encontrarlos, no tardó en experimentar desdén por ellas. Hasta entonces, K no había sabido que hay una forma diferente de juzgar a hombres y a mujeres. Observaba a unos y otras bajo el mismo prisma. Le dije que, si nosotros dos seguíamos discutiendo solos, no podríamos hacer otra cosa que avanzar en la misma recta. Me contestó que tenía razón.

Entonces yo estaba tan enamorado de la señorita que esas palabras mías brotaban naturalmente. Pero de ese amor, sumergido bajo la superficie de mi alma, no le dije a K ni una palabra.

Me resultaba muy divertido ver cómo K, que parecía estar encerrado en los muros de sus libros, iba poco a poco saliendo fuera. Desde el comienzo, ese había sido mi propósito, así que no podía dejar de alegrarme. No le participé esa alegría, pero sí a las dos mujeres, a quienes conté lo que yo pensaba; y ellas, por su parte, también parecían alegrarse.

26

Aunque K y yo estábamos en la misma facultad de la universidad, nuestros estudios eran distintos. También lo eran nuestros horarios. Cuando yo volvía a casa antes que él, simplemente pasaba por su cuarto vacío, pero si era al revés, siempre yo pasaba por allí dándole un simple saludo. En este caso, K solía alzar la vista del libro, me miraba un momento mientras yo abría la puerta corredera y me decía:

—¡Ah! ¿Ya has vuelto?

A veces, le contestaba con una inclinación de cabeza, otras veces respondía que sí y me metía en mi cuarto.

Un día tuve que ir hasta Kanda
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y regresé a casa mucho más tarde de lo normal. Con pasos apresurados llegué hasta la puerta principal y abrí la puerta corredera de la entrada. Al abrir, hice un poco de ruido pero, al mismo tiempo, pude oír la voz de la señorita que venía del cuarto de K. Cuando se entra directamente por la puerta principal, primero está la sala de estar y luego la habitación de la señorita; entrando a mano izquierda está el cuarto de K y mi habitación
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. Como yo ya llevaba en esta casa bastante tiempo, conocía muy bien la distribución de las habitaciones y podía saber quién hablaba en cualquier parte de la casa. Rápidamente, cerré la puerta principal y entonces la voz de la señorita cesó. Mientras me quitaba las botas, pues en esa época yo había empezado a calzar unos botines de cordones de moda por entonces, no me llegaba ningún sonido desde el cuarto de K. Me extrañó y pensé que me había equivocado de voz. Pero al abrir la puerta del cuarto de K, como hacía siempre para pasar a mi habitación, los vi allí sentados.

K me dijo como de costumbre:

—¿Qué? ¿Ya has vuelto?

La señorita también me saludó y, sentada, exclamó:

—¡Hola!

Me pareció, por lo menos a mi excesiva atención así se lo pareció, que su sencillo saludo era algo seco. En el fondo de mis oídos, me sonó como falto de naturalidad. Yo le pregunté a ella dónde estaba su madre. Era una pregunta sin demasiada razón; simplemente que, como la casa estaba tan silenciosa, se me ocurrió preguntárselo. Su madre no estaba. La criada también se había ido con ella, dejando solos a la señorita y a K. Moví la cabeza con extrañeza. Hasta entonces, la señora nunca se había ausentado, dejando a su hija sola conmigo. Así que volví a preguntarle:

—¿No habrá sido por algún asunto urgente?

La señorita por toda respuesta se echó a reír.

No me gusta que las mujeres se rían por estas cosas. Si reírse sin razón es lo habitual entre las chicas jóvenes, pues no hay más que decir. Pero la señorita estaba también entre esas que gustan de reírse de cualquier cosa.

Al fijarse en la cara que yo había puesto, recuperó su expresión normal y me contestó seriamente:

—No, no es nada urgente. Ha salido a un recado.

Un inquilino como yo no tenía derecho a preguntar más, así que me quedé callado.

Justo al sentarme, después de haberme cambiado de ropa, volvieron la señora y la criada. Pronto llegó la hora de la cena en la que nos veíamos todos a la mesa. Al empezar a vivir en esta casa, fiel a mi condición de huésped, la criada me traía cada vez la comida a mi habitación. No sé desde cuándo me fui acostumbrando a comer donde ellas. Cuando K se instaló con nosotros, insistí en que se le tratase igual que a mí. Yo había regalado a la señora una mesa plegable de maderas finas. Hoy en día, ese tipo de mesa se utiliza en cualquier casa, pero entonces no había casi ninguna familia que comiera alrededor de una mesa así. Me tomé la molestia de encargar esa mesa en una carpintería de Ochanomizu para que la hicieran según mi diseño.

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