Ante esta nueva situación, mi naturaleza me obligaba a preguntarme: ¿a qué se debía este cambio en mis sentimientos hacia ellos? O, más bien: ¿por qué habían cambiado ellos?
De repente, tuve la corazonada de que mis padres difuntos acababan de quitarme una venda de los ojos y me hacían ver con claridad el mundo. En el fondo de mi corazón, sentía que mis padres, después de desaparecer del mundo, me seguían queriendo igual que cuando vivían. Creo que, desde entonces, nunca me ha faltado mucha lógica. Aún así, en mi sangre había también una fuerte dosis de superstición heredada de mis antepasados. Y hoy todavía me parece que sigo con ella.
Fui a la colina y me arrodillé ante la tumba de mis padres. Me arrodillé para expresar en parte gratitud hacia ellos y en parte tristeza por su pérdida. Recé para que protegieran mi destino, como si ellos, bajo la fría losa, aún tuviesen en sus manos la llave de mi destino. Tal vez sonrías al leer esto; comprendería muy bien que así lo hicieras. Pero entonces yo era así.
El mundo dio un vuelco ante mis ojos. Pero no fue la primera vez.
Creo, en efecto, que ya a los dieciséis o diecisiete años me había asombrado al descubrir en el mundo la existencia de la belleza. Muchas veces, dudaba de lo que veía y frotándome los ojos exclamaba: «¡Qué hermoso!». Es a los dieciséis o diecisiete años cuando los chicos y las chicas llegan a la pubertad. Al entrar en ella, descubría la belleza en las chicas por primera vez. Mis ojos, hasta entonces ciegos a las mujeres, acababan de reparar de repente en su existencia. Mi mundo se había renovado por completo.
Quizás pasara lo mismo cuando me di cuenta de la actitud de mi tío. De improviso, sin ningún presentimiento ni transición, me di cuenta. Así, sin más ni más, mis ojos percibieron a mi tío y a su familia bajo una luz totalmente distinta a la de antes. Me asusté y sentí que, si dejaba las cosas como hasta entonces, mi futuro no estaría nada seguro.
8
Hasta ese momento yo había dejado en manos de mi tío la administración de mi patrimonio. Pero entonces sentí que si no me informaba del estado de esa administración, no podría encontrar palabras de excusa ante la memoria de mis padres muertos.
Mi tío decía estar tan ocupado que no pasaba dos noches seguidas en la misma casa. Si se quedaba dos días en mi casa, los dos siguientes los pasaba en la ciudad. Vivía así entre dos casas y su expresión mostraba inquietud. La frase «estoy ocupado» ya era rutinaria en él. Cuando yo no tenía dudas sobre él, daba crédito a que realmente estaba muy ocupado. También pensaba irónicamente que si uno no está muy ocupado, no sigue la moda. Pero ahora que le observaba con intención de sentarme con él y pedirle cuentas sobre mi herencia, eso de estar siempre tan ocupado no me parecía más que un pretexto para evitarme. No era nada fácil, por lo tanto, sentarse a hablar con él.
Me llegó el rumor, a través de un antiguo compañero del colegio, de que mi tío tenía una amante en la ciudad. Tener una amante no era de extrañar conociendo a mi tío, pero no dejé de sorprenderme porque en vida de mi padre no había habido nunca un rumor así. Ese mismo compañero me contó más cosas. Por ejemplo, que todo el mundo sabía que mi tío estaba al borde del fracaso en los negocios, pero en los últimos dos o tres años se había recuperado. Mis dudas iban ya tomando cuerpo.
Por fin, me enfrenté a él. «Enfrentarse» suena exagerado, pero en vista del cariz que iba tomando el asunto, no se me ocurre otra palabra mejor. Mi tío insistió en tratarme como a un niño y yo desde un principio mantuve una actitud recelosa. No había forma de llegar a una solución amistosa.
Lamentablemente, la prisa que ahora mueve mi pluma no me permite describir con pormenores aquel asunto con mi tío. Quiero, en efecto, llegar a temas mucho más importantes. Hace tiempo que mi pluma quiere tocar esos otros temas y yo intento ponerle freno para que vaya más lenta. Perdí para siempre la ocasión de verte y de contarte todo. Además, no estoy acostumbrado a escribir y debo ahorrar un tiempo precioso. En fin, veo que debo pasar por alto algunas cosas por muchas ganas que tenga de contártelas.
Quizás te acuerdes todavía de que una vez te dije que en el mundo nunca hay personas que hayan sido moldeadas como malas. Muchas personas buenas se convierten bruscamente en malas en un momento determinado. Por eso jamás hay que descuidarse. Me dijiste entonces que yo estaba excitado y me preguntaste en qué casos los buenos se convierten en malos. Al responderte que la razón era el dinero, pusiste cara de disgusto. Me acuerdo muy bien de esa cara que pusiste. Ahora te confieso que, en ese momento, estaba pensando en este tío mío. Pensaba en él como un ejemplo del bueno bruscamente transformado en malo a la vista del dinero, y también como un ejemplo de que en el mundo no existe nadie en quien poder depositar la confianza. Sí, pensaba en mi tío con odio. Mi respuesta creo que te resultó insatisfactoria porque tú estabas más interesado en profundizar en el mundo de las ideas. Y, de hecho, ¿acaso no te mostraste alterado cuando te di esa respuesta? La mía fue una respuesta tal vez banal, pero para mí era una respuesta viva. Yo creo que dar una opinión banal con el corazón caliente es más vivo que dar una opinión original con la cabeza fría. El cuerpo se mueve gracias a la sangre. Las palabras vivas no sólo sirven para hacer vibrar el aire, sino que también pueden agitar poderosamente el corazón humano.
9
Por decirlo en pocas palabras: mi tío me había estafado. Le había resultado fácil hacerlo mientras yo estaba en Tokio esos tres años. Ante la gente, yo había pasado por un verdadero idiota por haber dejado tranquilamente que mi tío dispusiera de todo a su aire. Más allá de esa opinión de la gente, podría decirse que mi exceso de confianza tenía el sello de una pureza digna de veneración. Recordando cómo era yo entonces, ahora me pregunto por qué no habría nacido más canalla. Siento un gran despecho hacia mí mismo por haber sido tan ingenuo. Pero, por otro lado, ¿acaso no he sentido nunca el anhelo de volver a nacer con mi antiguo yo y recuperar mi alma infantil con todo su candor natural? Acuérdate. El yo que tú conoces es el resultado de una personalidad ensuciada con el polvo del camino de la vida. Si se puede llamar «respetables hermanos mayores» a los que estamos así de sucios y envejecidos, entonces ciertamente yo soy tu «respetable hermano mayor».
Si me hubiera casado con la hija de mi tío, tal como él deseaba, ¿qué resultados materialmente ventajosos hubiera sacado? La respuesta, como puedes ver, sobra. Mi tío, con sus mañas, había querido casarme con su hija movido no por el deseo de hacer feliz a dos familias, sino por su interés egoísta. El problema es que yo no amaba a mi prima, aunque tampoco la malquería.
Ahora que lo pienso, haberme negado a ese compromiso matrimonial me produce cierta diversión consoladora. La estafa ha sido la misma, naturalmente, pero al no haber consentido en esa unión, le estropeé sus planes y, al menos en esto, me salí con la mía. En fin, es un consuelo mínimo y prácticamente insignificante. Y a ti especialmente, que nada tienes que ver con todo esto, te parecerá una pequeña y absurda satisfacción del amor propio.
Entre mi tío y yo se entremetieron otros parientes, parientes en los que tampoco tenía ya ninguna confianza. No solamente desconfiaba de ellos, sino que los consideraba enemigos. Al comprender que mi tío me había engañado, deduje que los demás también iban a hacerlo. Si mi tío, al que mi padre profesaba tal admiración, había resultado así, ¿cómo serían los otros? Tal era mi lógica.
No obstante, esos parientes mediadores hicieron el inventario de todos los bienes que me quedaban. En dinero, resultó muchísimo menos de lo que imaginaba. Sólo dos opciones me quedaban: aceptar esa cantidad de dinero sin rechistar o presentar una denuncia contra mi tío. Estaba exasperado e indeciso entre una y otra opción. Ponerle un pleito me supondría tener que esperar mucho tiempo. Además y por ser estudiante, no deseaba perder demasiado de mi precioso tiempo de estudios. Después de mucho pensar, tomé la decisión de liquidar todos mis bienes y conseguir así, a través de la gestión de un antiguo compañero que vivía en la ciudad, dinero en efectivo. Este compañero me aconsejó, sin embargo, que disponer del dinero era menos rentable que dejar los bienes sin vender. Pero no le hice caso, pues tal era el deseo que tenía de alejarme de mi pueblo. En mi corazón juré no volver a ver nunca más la cara de mi tío.
Antes de partir del pueblo, volví a visitar la tumba de mis padres. No he vuelto desde entonces a visitarla, ni volveré a tener ocasión de hacerlo más veces.
Ese amigo me arregló todo tal como yo le pedí, aunque esto no fue hasta mucho después de haber regresado a Tokio. En los pueblos no resulta tan fácil vender las tierras. Cuando se necesita vender con urgencia, el precio de venta baja mucho. Así, la cantidad finalmente cobrada por las ventas resultó bastante inferior al precio de mercado. Te confieso que mi fortuna se reducía a unos cuantos bonos del Estado que me llevé conmigo al salir del pueblo y a ese dinero que mi amigo me fue mandando posteriormente como resultado de la venta de los bienes. La herencia dejada por mis padres había mermado considerablemente. Una merma que, por no haber sido ocasionada por mi culpa, me hacía sentir todavía peor.
Pero para mi vida de estudiante era un capital más que suficiente. En realidad, yo no podía gastar ni la mitad de los intereses producidos por esa suma. Precisamente esa vida desahogada de estudiante iría a provocarme una situación que nunca hubiera imaginado.
10
Con mi poder económico recién adquirido, se me ocurrió la idea de alquilar una casa individual y abandonar la ruidosa pensión en que había vivido hasta entonces. Pero para eso, necesitaría comprar enseres domésticos y buscarme una mujer que cuidara de la vivienda, una mujer honrada a la que poder dejar confiadamente sola allí… En fin, no era un plan fácil de realizar.
Un día, con la intención de buscar una casa sin prisa, fui paseando por la cuesta de Hongo en dirección oeste y subí directamente por la cuesta de Koishikawa hacia el templo de Dentsuin. Con el paso del ferrocarril, esa zona ha cambiado mucho, pero por entonces a la derecha estaba la tapia de adobe de una fábrica de armas y a mano izquierda unos terrenos cubiertos de hierbas que eran mitad colina, mitad pradera. En medio de esa pradera me quedé de pie, mirando sin atención el barranco que había al otro lado. Ahora tampoco ofrece mal aspecto aquella zona, pero entonces la parte oeste era muy distinta. Hasta perderse de vista, el paisaje, cubierto de verde espesura, tenía un efecto tranquilizador. ¡Ah, si solamente pudiera encontrar una casa adecuada por aquí! Atravesé toda la pradera y me metí por un caminito en dirección norte. Todavía hoy no se han construido calles decentes por allí y las casas estaban entonces dispuestas irregularmente. Anduve dando vueltas por unas callejas y al final acabé preguntando a la dueña de una tienda de golosinas.
—¿No sabrá usted, señora, de alguna casa pequeña que se alquile por este barrio…?
—Una casa, ¿eh?
Se quedó un rato pensando con la cabeza inclinada y después dijo:
—Una casa que se alquile… No sé…
Verdaderamente la mujer no tenía aspecto de saber gran cosa y me dispuse a alejarme cuando me preguntó:
—¿No le iría bien una pensión de familia?
Mis planes cambiaron algo. Se me ocurrió entonces que no estaría nada mal eso de vivir en una tranquila pensión de familia sin preocuparse de tener una casa. Me senté en la tienda de golosinas, escuchando detalles sobre esa pensión.
Se trataba de la familia de un militar fallecido en la Guerra Sino-Japonesa
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o algo así. Hasta hacía más o menos un año, esta familia había residido en el barrio de Ichigaya, cerca de la Academia Militar, en una casona que, con su establo para los caballos, resultaba demasiado grande. Por eso la vendieron y se habían trasladado allí. Se sentían, sin embargo, algo aisladas en la nueva casa y habían pedido a esta mujer de la tienda que si sabía de alguien adecuado con quien poder compartir la casa, que se lo presentara. La familia se componía de la viuda, su hija, una criada y nadie más.
En mi corazón pensé:
—¡Qué bien! Podría encontrarme muy tranquilo.
Pero por otro lado, si me presentaba de repente en esa casa, cabía la posibilidad de ser rechazado por ser un estudiante desconocido. Por un momento, pensé en desistir. Pero bueno, tampoco tenía yo un aspecto tan incorrecto para ser estudiante. Además, llevaba la gorra que me identificaba como alumno de la Universidad Imperial
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. Vas a sonreír al pensar que qué tendría que ver la gorra de universitario, pero entonces no era como ahora. Los universitarios, por serlo solamente, inspiraban confianza en la sociedad. En aquella ocasión incluso sentí una especie de orgullo por esa gorra cuadrangular.
A indicación de la señora de la tienda, sin ninguna presentación de por medio, me dirigí a la casa de la familia del difunto militar.
Conocí a la viuda y le expliqué el propósito de mi visita. Me interrogó sobre mi identidad, mi universidad, mis estudios, etc. Creo que algo de mí debió de inspirarle confianza pues, sin más preámbulo, me dijo que podía trasladarme a su casa cuando quisiera. Se trataba de una mujer recta y clara en sus decisiones. Me causó cierta admiración y me pregunté si todas las esposas de militares eran así. Al mismo tiempo que la admiré, me pareció extraño que una mujer con ese carácter pudiera sentirse sola por no tener más gente en la casa.
11
Me instalé enseguida. Alquilé el salón de la casa, es decir, la estancia en donde había hablado con la viuda y que era la mejor de la casa. Conocía bien las condiciones en que un estudiante podía alquilar los mejores cuartos. Pero el que ahora acababa de ocupar era mucho más lujoso que todos los cuartos posibles. Al principio, me pareció demasiado para un estudiante como yo.
El tamaño de la estancia era de ocho
tatami
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. Al lado del
tokonoma
había dos estantes y al otro lado, cerca del pasillo, un armario empotrado de un
ikken
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. No había ventanas propiamente dichas, pero por la puerta corredera que daba al sur entraba mucha luz solar. El día que me trasladé vi unas flores dispuestas en el
tokonoma
y un
koto
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al lado. Ni las flores ni el
koto
me gustaron. Criado con un padre que practicaba la ceremonia del té y la caligrafía y que componía poesía, yo poseía unos gustos perfectamente sobrios en materia de arte. No podía evitar, por tanto, cierto desdén hacia esa decoración amanerada y femenina.