Kokoro (25 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Si poco les contaba de mi pueblo, absolutamente nada les conté de aquel incidente. Sólo pensar en ello me producía malestar. Yo me limitaba a escuchar a la señora, sin contarle cosas mías. Pero ella, no contentándose con eso, deseaba saber a toda costa mis asuntos familiares. Al final, acabé contándoselo todo. Cuando les confesé que jamás volvería a mi pueblo por no quedarme allí más que la tumba de mis padres, la señora se mostró profundamente emocionada. La señorita lloró. Me sentí bien por habérselo contado. Me quedé alegre.

Después de haber escuchado toda mi historia, la señora actuaba como si su intuición sobre mí hubiera sido certera y pasó a tratarme como si fuera un pariente joven. Este trato no me desagradaba; antes bien, me resultaba divertido.

Pero no pasó mucho tiempo sin que mi recelo volviera a despertarse.

Empecé a sospechar de la señora por algo insignificante. A base de cosas insignificantes, sin embargo, la duda se va arraigando. No sé cómo, pero di en pensar que la señora trataba de acercarme a su hija en el mismo sentido que lo había intentando mi tío con la suya. En ese instante, la persona, que hasta entonces había sido un dechado de amabilidad, empezó a presentar rasgos de una intrigante astuta. Yo me mordía los labios.

La señora decía a todo el mundo que su interés en tener un inquilino en casa se debía a que se sentía muy sola. No es que creyera que mentía. Después de haber intimado y contarnos nuestros respectivos pasados, no lo dudada. Sin embargo, su economía en general no era nada del otro mundo y establecer un vínculo permanente conmigo no sólo no le resultaba indiferente, sino que era a todas luces deseable para sus intereses.

Así que, de nuevo, me puse en estado de alerta. Pero, ¿qué podría conseguir estando alerta hacia la madre y amando al mismo tiempo tan fuertemente a la hija? Me reí de mí mismo. Había veces en que me insultaba y me llamaba idiota. Pero si mis dudas se hubieran quedado ahí, no habría sufrido tanto.

La agonía comenzaba cuando me asaltaba la duda de si la señorita sería una intrigante como su madre. Si imaginaba a las dos maquinando todos los detalles y haciendo teatro ante mí, me invadía de repente la angustia y el sufrimiento. No era una sensación de disgusto, sino de un sufrimiento de vida o muerte para el que no había salida. Por otro lado, sin embargo, yo creía ciegamente en la señorita. Por eso, en un momento dado, me quedé paralizado, sin poder moverme, entre la fe y la duda. Ambos estados eran producto de mi imaginación, pero también de la realidad.

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Seguía asistiendo a clase en la universidad. Pero las clases que daban los profesores parecían sonar tan lejos… Cuando estudiaba, me pasaba lo mismo. Las letras, que me entraban por los ojos, se esfumaban como el humo antes de penetrar en la mente. Me volví más callado. Dos o tres amigos entendieron mal mi silencio y corrieron la voz de que había caído en una especie de estado de meditación filosófica. Lejos de tratar de deshacer el malentendido, me alegré de que me hubieran prestado una máscara tan conveniente. De todos modos, había ocasiones, por ejemplo cuando me acometían accesos de repentino jolgorio, en que me mostraba desequilibrado y mis compañeros se asustaban.

Las visitas de conocidos o parientes no abundaban en la casa donde yo vivía. Tampoco es que parecieran tener muchos parientes. A veces, venían compañeros de colegio de la señorita, pero casi siempre hablaban en voz tan baja que apenas podría saberse si estaban allí o no, y no tardaban en irse. ¡Cómo iba a saber yo entonces que hablaban tan bajo para no molestarme! En cuanto a los compañeros que a mí me visitaban, no es que fueran especialmente ruidosos, pero tampoco ponían tanto cuidado en no molestar a la gente de la casa. Así que el amo de la casa más parecía yo, y la señorita más parecía la inquilina.

Todo esto lo voy escribiendo como de pasada, según se me viene a la memoria, aunque la verdad es que no es nada importante. Pero hubo algo que sí lo fue. A veces se oía inesperadamente una voz masculina que venía de la sala de estar o de la habitación de la señorita. Era una voz de tono muy bajo, distinta a la de mis compañeros. Tan bajo era el tono que no se podía entender nada de lo que hablaba. El no entender me ponía nervioso. Primero, sentado con inquietud, pensaba: ¿será un pariente o un conocido? Y si es conocido, ¿de quién? Después seguía pensando: ¿será joven o mayor?

Sentado en mi habitación, era evidente que jamás podría responder a esas preguntas, pero tampoco podía levantarme así por las buenas y abrir la puerta y asomarme. Mis nervios, más que temblar, estaban a merced de las embestidas de grandes olas que me lastimaban. Después de irse este misterioso huésped, yo no dejaba de preguntar por su nombre. Y cada vez que lo hacía, la madre y la hija se limitaban a darme su nombre. Era indudable que mi expresión reflejaba decepción, pero tampoco tenía valor para exigir ninguna respuesta satisfactoria. ¿Con qué derecho iba yo a exigirles tal cosa? Además, ni el orgullo ni la dignidad, que me venían por la educación recibida, me lo permitían.

Pero, junto a eso, yo me presentaba ante ellas con una mirada que contradecía esa propia autoestima mía. Las dos se reían. ¿Es que se burlaban de mí? ¿O estaban simplemente siendo amables? Yo había perdido momentáneamente la calma necesaria para poder discernir la verdad. Cada vez que me hallaba en esa situación, no dejaba de repetirme mucho tiempo después en mi corazón esta misma pregunta: «¿Me estarán tomando el pelo?».

Disponía de toda la libertad del mundo. No necesitaba consultar con nadie si quisiera dejar los estudios o dónde vivir o si deseara casarme. Algunas veces, llegué a la decisión de hablar con la señora y pedirle la mano de su hija. Pero en esos momentos, me asaltaba la vacilación y no daba el paso. Y no era por miedo a ser rechazado. En el caso de que me rechazaran, no sé cómo iría a cambiar mi destino. Seguramente, habría tenido que ver el mundo desde otra óptica, para lo cual sí que tendría el coraje necesario. No, no era por eso. Era porque no deseaba pensar que estaban embaucándome. Odiaba ser manipulado. Después de haber sido estafado por mi tío, había decidido no volver a dejarme engañar nunca jamás, pasara lo que pasara.

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Observando que no compraba más que libros, la señora me aconsejó un día que me surtiese de más ropa. De hecho, tan sólo tenía quimonos de algodón que habían sido tejidos en el pueblo. En aquella época, los estudiantes no vestían quimonos de seda. Entre mis compañeros, había uno cuya familia se dedicaba al comercio en Yokohama y vivía a lo grande. Un día, su familia le mandó un chaleco de seda. Todos los compañeros se rieron y él, avergonzado, se apresuró a dar explicaciones. Acabó metiendo el chaleco en el fondo del arca para no ponérselo nunca. Pero entonces todos protestamos y conseguimos que se lo pusiera. Después, los piojos invadieron por desgracia el chaleco y un día, este compañero, seguramente encantado por el pretexto, cogió el chaleco, lo enrolló, se fue a pasear y lo tiró a una gran cloaca de Nezu. Yo ese día estaba con él y me quedé sobre el puente mirándole divertido. En ningún momento lamenté la suerte del chaleco.

De aquel incidente a entonces, yo había madurado. Pero todavía no me había hecho a la idea de surtirme de un quimono formal. Tenía la extraña noción de que tener ropa buena o empezar a dejarse bigote eran cosas que venían después de graduarse uno. Por eso, le dije a la señora:

—De los libros, sí que tengo necesidad, pero de ropa no tanto.

Ella repuso:

—Pero esa cantidad de libros que compras… ¿Los lees todos?

No supe qué contestar. Entre los libros que compraba había diccionarios y otros que, aunque naturalmente algún día tendría que abrirlos, ni siquiera les había cortado todavía las páginas. Me di cuenta de que siendo objetos innecesarios, lo mismo daba que comprara libros o quimonos.

Además, y con la excusa de agradecer a la señora todas las atenciones recibidas en esta casa, deseaba regalar a su hija un
obi
o un rollo de tela de su agrado para hacerse un quimono. Así que le pedí que se ocupase de todo este asunto de mi ropa. Pero ella no dijo que iría sola. Antes bien, dispuso que fuera yo con ella y que su hija nos acompañara.

Nosotros, criados en un ambiente distinto al de ahora, no teníamos la costumbre siendo estudiantes de salir con mujeres jóvenes. Entonces yo era aún más esclavo que ahora de las costumbres; así que vacilé, pero al final me decidí y salí con las dos mujeres.

La señorita se había arreglado bien y con la blancura natural de su tez, realzada por los polvos de arroz liberalmente aplicados en su rostro, atraía bastante las miradas. La gente, luego de mirarla a ella, desviaba extrañamente los ojos hacia mí. Fuimos a Nihonbashi
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e hicimos las compras. A medida que íbamos viendo artículos, solíamos cambiar de idea sobre lo que queríamos comprar. Esto nos hizo tardar más de lo que yo esperaba. La señora a veces me llamaba por mi nombre para preguntarme:

—¿Qué te parece esto?

Otras veces le pedía a su hija que se pusiera un rollo de tela del hombro al pecho y me decía:

—Retrocede dos o tres pasos y dime qué te parece esta tela…

Yo, haciendo mi papel de entendido, decía:

—No, no me gusta.

O bien:

—Esta sí que le sienta de maravilla.

Así se nos pasó el tiempo. Cuando acabamos con las compras, ya era hora de cenar. La señora dijo que en agradecimiento deseaba invitarme a cenar. Nos llevó a un restaurante llamado Kiharadana situado en una calleja donde había un antiguo
yose
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. El restaurante era tan pequeño como estrecha era la calleja donde estaba. Yo, totalmente ignorante de estos lugares, me sorprendí de lo bien que la señora los conocía.

Era ya de noche cuando regresamos a casa. El día siguiente era domingo y lo pasé todo él metido en mi cuarto.

El lunes fui a clase desde primera hora de la mañana y ya, a esa hora, un compañero en tono burlón me dijo:

—¡Vaya! ¿Cuándo te has casado? Por cierto, hay que reconocer que tu esposa es realmente guapa.

Debió de habernos visto a los tres en Nihonbashi aquel día.

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Cuando volví a casa, les conté a la señora y a su hija el comentario de mi compañero. La señora se rio y mirándome dijo:

—Eso ha tenido que molestarte mucho, ¿verdad?

En ese momento pensé que una manera así es la que emplean las mujeres para sondear el corazón de los hombres. En la mirada de la señora había suficientes motivos para hacerme pensar así. ¡Ah, cuánto mejor hubiera sido decirle en ese momento todo lo que sentía! El problema es que la duda que había anidado firmemente en mi corazón, me impedía hacerlo. La verdad es que iba a confesarle todo, pero de repente me eché para atrás y, bruscamente, cambié el tema de conversación.

Quise borrarme a mí mismo de la escena y decidí sondear las intenciones de la señora a propósito del casamiento de su hija. Como respuesta, me dijo claramente:

—Bueno, a mi hija ya le han salido dos o tres pretendientes. Pero ¡es tan jovencita! ¿Qué prisa tiene por casarse? ¡Si es todavía una colegiala!

Tenía conciencia de la belleza de su hija y, quizá por eso, añadió:

—Puede casarse cuando le apetezca y con quien más le guste.

Por ser hija única era evidente que le daba pena tener que separarse de ella. Tuve la impresión de que no estaba segura de si sería mejor casar a su hija para que formara parte de otra familia o bien casarla con alguien que entrara a formar parte de su misma casa.

Esta conversación, al tiempo que me había dado ocasión de recibir diversos conocimientos de la señora, había malogrado la ocasión de decirle todo lo que yo pensaba. Ni siquiera había podido expresarle una palabra de mis sentimientos. Quise entonces poner fin a la conversación y me preparé para retirarme a mi habitación.

Hasta hacía un momento, la señorita estaba con nosotros y participaba en la conversación dejando escapar alguna que otra exclamación de modestia; pero, sin saber exactamente desde cuándo, me di cuenta de que se había retirado a un rincón de la estancia y ahora nos daba la espalda. Al girar la cabeza y levantarme, vi su espalda. Naturalmente, es imposible leer el pensamiento de alguien a través de su espalda, así que no pude ni imaginar qué opinión tendría ella sobre este tema. Estaba sentada ante un armario. Sacó algo de la puerta corredera del armario, abierta unos treinta centímetros, y, poniéndolo sobre sus rodillas, pareció quedarse contemplándolo. Por mis ojos entraron aquellos rollos de tela para quimono comprados dos días antes, que descansaban en el fondo del espacio abierto del armario. Las telas para mi quimono y el de la señorita estaban juntas en aquel rincón, una encima de la otra.

Cuando ya me iba sin añadir nada más, la señora me preguntó, de improviso y en tono formal, mi opinión acerca del tema. Su manera de preguntármelo era tan ambigua que tuve que preguntarle, a mi vez, a qué se refería.

Al saber que se refería a si sería mejor casar a su hija pronto o tarde y preguntarme mi opinión al respecto, le dije:

—Creo que más tarde será mejor, ¿no?

—Pues sí. Yo también estoy de acuerdo —dijo ella.

La relación entre la señora, su hija y yo iba por esos derroteros cuando tuvo que entrar en nuestro entorno otro hombre. El hecho de recibirle en la casa como si de un miembro más de la familia se tratase, supuso un terrible giro en mi destino. Si ese hombre no se hubiera cruzado en mi vida, creo que no habría hecho falta escribirte una carta tan larga como esta. Era como haber esperado a que pasase el diablo ante mí sin darme cuenta que su sombra iba realmente a oscurecer el resto de mi vida.

Debo confesar que fui yo mismo quien metió a este hombre en la casa. Por supuesto, era necesario el permiso de la señora. Yo le expliqué todo sin ocultar nada y le pedí su consentimiento. Ella me dijo que no lo hiciera. Le expuse todas las razones que tenía para traerlo a vivir con nosotros. La señora, en cambio, no tenía ninguna razón lógica para negarse. Yo, por mi parte, insistía en pedirle lo que me parecía correcto.

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Voy a referirme a él aquí como K, por conveniencia. K y yo éramos amigos desde la infancia. Si te digo desde la infancia, ya imaginarás que éramos del mismo pueblo. K era hijo de un bonzo de la escuela budista Shin-shu
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. Por no ser el hijo mayor, sino el segundo, fue adoptado por otra familia, la familia de un médico. En mi región, ese grupo budista ejercía mucha influencia y sus miembros gozaban de una próspera situación económica. Por ejemplo, si uno de los bonzos tenía una hija en edad de casarse, los feligreses del templo siempre encontraban para ella un buen partido. Además, ni siquiera pagaban los gastos de la boda. Es fácil entender, por tanto, que los templos de este grupo budista casi siempre eran ricos.

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