Cuando vino a verle un amigo suyo de la infancia llamado Saku y que vivía a unos cuatro kilómetros, mi padre, volviendo su mirada turbia hacia él, dijo:
—Bienvenido, Saku. ¡Cómo envidio tu salud! Yo ya no puedo más…
—¡Vamos, vamos, no digas eso! Tú, con dos hijos graduados universitarios, no debes quejarte por tener una tontería de enfermedad, hombre. Fíjate en mí. La mujer se me murió, hijos no tengo. No me queda más que vivir así, sin más ni más. Por sano que esté, ¿qué alegría puedo hallar ya en la vida?
Fue dos o tres días después de la visita de Saku, cuando le pusieron la lavativa. Él se alegró diciendo que se sentía muy aliviado gracias a la intervención del médico. Recuperó su humor como si estuviera resignado a su muerte. Mi madre, que estaba a su cabecera, quizá llevada por este buen humor o para animarle, mencionó el asunto del telegrama de
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como si yo ya hubiera conseguido el deseado trabajo en Tokio. Como yo estaba cerca de los dos, me sentí incómodo, pero tampoco quise interrumpir a mi madre y me limité a escucharla en silencio. El enfermo puso una cara alegre:
—Eso está muy bien —dijo mi cuñado.
—¿Sabes ya de qué trabajo se trata? —preguntó mi hermano.
Yo había perdido las ganas de negar todo sobre ese tema, pero me levanté después de dar una contestación tan vaga que ni yo mismo entendí bien.
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El mal de mi padre avanzaba inexorablemente hacia su desenlace final, pero parecía vacilar antes de dar el último paso y asestar el golpe definitivo. Cada noche, toda la familia nos acostábamos pensando en la sentencia del destino y con la pregunta «¿sería esta noche o mañana?».
Mi padre no sentía ninguna clase de dolor que a nosotros pudiera hacernos sufrir. En este sentido, no era muy difícil cuidarle. Por precaución, siempre había alguien turnándose para estar despierto a su lado. Fuera de esto, el resto de la familia se acostaba a la hora de siempre y cada uno en su habitación. Una noche que, por alguna razón, no podía conciliar el sueño, pensé haber oído gemir al enfermo. Me levanté para asegurarme. Esa noche estaba de guardia mi madre. Pero ella, al lado de mi padre, dormía profundamente, apoyada en su brazo doblado a modo de almohada. También mi padre estaba muy tranquilo, como si le hubieran sumido en un profundo sueño. De puntillas volví a la cama.
Yo compartía el mosquitero con mi hermano. El marido de mi hermana, en cambio, que recibía trato de huésped, ocupaba él solo la mejor habitación, una estancia apartada.
—Lo siento por Seki que está quedándose tantos días, sin poder volver a su casa —dijo mi hermano.
Seki era el apellido de nuestro cuñado.
—Bueno, pero puede permitirse seguir aquí porque no está tan ocupado, ¿verdad? Tú, en cambio, lo tienes peor, ¿no? Tanto tiempo aquí…
—Aunque lo tengo peor, ¿qué le vamos a hacer? Esto de nuestro padre está por encima de todo.
Mi hermano y yo, que dormíamos uno al lado del otro, charlábamos así antes de dormimos. En la cabeza de mi hermano y en la mía existía la misma convicción: nuestro padre no tenía ninguna esperanza. También pensábamos que, si no iba a vivir, era mejor que el fin llegara cuanto antes. Era como si estuviéramos acechando su muerte. Nuestro deber filial, sin embargo, nos impedía reconocerlo. Así y todo, sabíamos muy bien lo que pensaba el otro.
—Padre todavía parece que cree que va a curarse —dijo mi hermano.
Ciertamente, había razones que me hacían compartir la impresión de mi hermano. Por ejemplo, si era anunciada la visita de algún vecino, nuestro padre siempre insistía en recibirla y no dejaba de decirle lo mucho que lamentaba no haberle podido invitar a la fiesta de mi graduación. Incluso añadía que, cuando se curase de su enfermedad, haría esto y lo otro.
—La verdad es que me alegro por ti de que se haya suspendido tu fiesta de graduación. En la mía, vamos, ¡qué mal lo pasé!
Mi hermano me despertó aquellos recuerdos y me reí con cierta amargura recordando el aspecto de la fiesta animada por el alcohol. Me vino también la imagen desagradable de un padre insistiendo a sus invitados para que comieran y bebieran.
No éramos exactamente hermanos que mantuvieran términos muy íntimos. De pequeños nos peleábamos a menudo y yo, el menor, acababa siempre llorando. La diferencia en los estudios que uno y otro habíamos elegido reflejaba la diferencia de nuestros caracteres. Siendo yo estudiante universitario y especialmente después de conocer a
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, cuando pensaba en mi hermano, que vivía tan lejos, siempre me lo representaba como una clase de persona ruda y primaria. Además, como no le había visto desde hacía mucho y él vivía lejos, el tiempo y la distancia lo habían alejado todavía más de mí. Aún así, al verle después de tanto tiempo, el cariño fraternal parecía brotar de forma natural entre nosotros. Tal vez las circunstancias de este encuentro eran las responsables de que surgiera este sentimiento. Es decir, ante un padre común y agonizante y estando los dos a su cabecera, era natural, en fin, que nuestra relación se estrechara.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó mi hermano. Yo le respondí preguntándole a mi vez cosas que nada tenían que ver con su pregunta.
—¿Qué pasará con la herencia y la casa?
—No sé. Padre no ha dicho nada aún. Pero bueno, sumando todo, no debe de ser mucho dinero.
Mi madre, por su parte, seguía preocupada por el silencio de
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.
—¿Todavía no te ha llegado ninguna noticia? —me preguntaba con molesta insistencia.
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—¿Y quién es ese tal
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? —me preguntó mi hermano.
—Te lo dije el otro día, ¿no? —le respondí. Me desagradó que mi hermano me preguntara por algo que había olvidado tan rápidamente.
—Bueno, sí que te lo oí, pero…
Añadió que no se había enterado bien de quién era
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, pese a haberme oído hablar sobre él. Tampoco yo tenía ninguna necesidad de que entendiera bien quién era. Aun así, me disgusté. Pensé que otra vez mi hermano había vuelto a revelar su verdadera naturaleza.
Mi hermano creía que, como yo mostraba respeto a esa persona llamándole
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, tenía que tratarse de alguien socialmente importante, como mínimo, un profesor universitario o algo así. Si no fuera famoso ni trabajara en nada, ¿qué valor podría tener tal persona? La forma de pensar de mi hermano era, en ese punto, exactamente igual a la de mi padre. Pero con una diferencia. Mi padre sacaba la rápida conclusión de que
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no hacía nada porque no sabía hacer nada, mientras que mi hermano opinaba que la persona que, pudiendo hacer algo, no le da la gana de hacer nada, es porque es un inútil.
—No está bien ser egoísta —dijo mi hermano—. Vivir sin hacer nada es engañar a la sociedad. Si uno tiene alguna capacidad, tiene que hacerla útil al máximo.
Tuve ganas de preguntarle si de verdad entendía el sentido de la palabra «egoísta»
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. Y añadió:
—Pero bueno, si consigues algún trabajo por medio de él, pues no tengo nada que objetar. Padre también creo que se alegrará por ello.
Sin haber recibido una carta de
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, yo no podía compartir el optimismo de mi hermano, ni tampoco tenía el valor de confesar la verdad. Tras la precipitada conclusión de mi madre y de haberlo pregonado a los cuatro vientos, yo ya no podía ahora negarlo así de repente. Seguí, por tanto, a la espera de la famosa carta de
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, aunque sin sentir el apremio de mi madre. Y recé para que esa carta trajera la noticia sobre el trabajo que tanto esperaban todos en mi casa: mi padre, que estaba muriéndose; mi madre, que ansiaba tanto calmarle; mi hermano, con su opinión de que si uno no trabajaba no era una persona; e, incluso, mi cuñado, mi tío, mi tía, en fin, todos a los que había que contentar. De esa manera, para lograr esa posición material de la que hasta entonces me había desinteresado, yo debía ahora luchar hasta el límite de mis nervios.
Cuando mi padre vomitó una extraña sustancia amarilla, me acordé del peligro del que me habían advertido
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y su mujer.
—Tanto tiempo acostado, no me extraña que el pobre tenga el estómago destrozado.
Fue mi madre quien dijo esto. Mirándola a la cara, se me hizo un nudo en la garganta ante su ingenuidad.
Cuando me quedé solo con mi hermano, me dijo:
—¿Has oído?
Se refería a las palabras que había dicho el médico momentos antes de marcharse. No me hacía falta que el médico me explicara nada: sabía bien el significado de esos vómitos.
—Por cierto, ¿no tienes intención de establecerte aquí en el pueblo y administrar la propiedad familiar? —me preguntó mi hermano, volviendo ligeramente la cabeza hacia mí. Yo no contesté nada.
—¿Qué va a hacer madre aquí sola? —añadió mi hermano. Estaba claro que a él no le importaba en absoluto que yo me fuera pudriendo lentamente en medio de los olores de la tierra.
Si lo que quieres es leer libros, lo puedes hacer muy bien aquí en casa. Además, no te hará falta trabajar. No está mal para ti, ¿no crees?
—¿No eres más bien tú quien debería volver a casa e instalarse aquí?
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—pregunté yo.
—¡Cómo voy a ser yo! —exclamó, negándose en redondo a la idea. Todo su cuerpo rebosaba deseos de llevar una vida activa.
—Si no eres tú, tendremos que pedírselo al tío. Pero de madre debemos encargarnos uno de los dos.
—El problema principal será si va a estar dispuesta a moverse de aquí —dije yo.
Fue así como los dos discutíamos en vida de nuestro padre acerca de lo que ocurriría después de su muerte.
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Mi padre empezó a delirar. Lo hacía en ocasiones. Con la voz entrecortada y sin mediar nada, decía cosas como:
—Disculpe, general Nogi. Me siento avergonzado… Sí, claro, claro, yo también iré enseguida detrás de usted…
A mi madre estas frases le daban miedo. Ella quería que estuviéramos todos constantemente a la cabecera de nuestro padre. En momentos de lucidez, mi padre se mostraba frecuentemente triste, pero al vernos a todos juntos parecía cobrar ánimos. Cuando recorría la habitación con su mirada, si no encontraba a mi madre, no dejaba de preguntar:
—¿Y Omitsu?
Y, aunque no lo preguntara, sus ojos lo decían. Entonces, yo me levantaba y salía a llamarla. Cuando mi madre entraba en la habitación, dejando lo que estaba haciendo, y preguntaba qué quería, él a veces no decía nada y sólo la miraba. Otras veces, pronunciaba palabras sin sentido. En otras ocasiones, decía cosas dulces como:
—Omitsu, te agradezco tanto todo…
En tales momentos, mi madre se deshacía en lágrimas. Entonces parecía acordarse de lo distinto que era mi padre cuando estaba sano:
—Ahora dice estas cosas tan tiernas, pero antes era muy duro.
Y contó cuando él le pegó en la espalda con una escoba. Mi hermano y yo, que habíamos oído muchas veces contar esta historia, esta vez y a la vista de las circunstancias, recibíamos el relato de nuestra madre con cierto fervor, como si nos regalara recuerdos de un padre ya difunto.
Mi padre, pese a tener ante sus ojos la sombra tenebrosa de la muerte, aún no había manifestado nada que se pareciese a un testamento.
—¿No convendría preguntarle ahora que hay tiempo? —dijo mi hermano mirándome.
—Bueno… —contesté yo. Pensaba que no sería muy bueno para el enfermo sacar ese asunto. Incapaces de decidir entre nosotros, consultamos con nuestro tío. Nuestro tío expresó vacilación y movió la cabeza:
—Sería una lástima que se muriera antes de decir lo que quiera decir sobre ese tema, pero apremiarle nosotros, tampoco estaría bien…
Antes de que pudiéramos llegar a una decisión, nuestro padre cayó en estado de coma. Mi madre, con su candor de siempre, creyó que se trataba de un simple sueño y se alegró:
—¡Qué bien que pueda quedarse dormidito tan tranquilo! Así será más fácil cuidarle.
De vez en cuando, el enfermo abría los ojos y preguntaba por ciertas personas. Eran personas que siempre habían estado a su cabecera hasta hacía un momento. En su mente había un lado oscuro y otro lúcido. El lado lúcido se asemejaba a un hilo blanco con el que se cosían a regulares puntadas los espacios oscuros. Era natural que mi madre se equivocara y tomara el estado de coma por un sueño normal.
También empezó a trabársele la lengua. En ocasiones remataba el final de una frase con un murmullo incoherente que hacía imposible que le entendiéramos. Pero, cuando empezaba a hablar, siempre lo decía con una voz fuerte, una voz impropia de un enfermo en coma. Naturalmente, nosotros teníamos que hablarle en un tono mucho más alto que el habitual acercando los labios a su oído.
—¿Te sientes bien si te enfriamos la cabeza?
—Sí…
Le cambié la almohadilla hidráulica con ayuda de la enfermera y puse sobre su cabeza la bolsa con hielo nuevo. Mientras que los trozos del puntiagudo hielo de la bolsa se asentaban sobre su cabeza, yo la sostenía suavemente sobre la piel de la amplia frente de mi padre. Fue en ese momento cuando mi hermano se acercó desde el pasillo y me entregó una carta sin decir nada. La recibí con la mano izquierda que tenía libre y enseguida me sentí intrigado. Pesaba tanto… Tampoco venía en un sobre corriente, ni su volumen era tal que pudiera contenerse en uno ordinario. Venía envuelta en un papel fino, con las juntas cuidadosamente pegadas. Al dármela mi hermano, me di cuenta de que era una carta certificada. Le di la vuelta y vi el nombre de
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escrito en letras discretas. Como no podía soltar la otra mano, incapaz de abrirla, me la metí en la escotadura del quimono.
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Ese día el estado del enfermo parecía haber empeorado. Cuando me levanté para ir al servicio, me crucé en el pasillo con mi hermano.
—¿Dónde vas? —me preguntó con el tono de un centinela. Y añadió:
—Lo veo bastante mal, así que tienes que estar a su lado todo el tiempo posible, ¿de acuerdo?
Estaba de acuerdo, de modo que sin tocar siquiera la carta, volví a la habitación del enfermo.
Mi padre preguntó a mi madre por los nombres de las personas que allí estaban. Ella se las fue nombrando. A cada nombre mi padre asentía con la cabeza y, cuando no asentía, mi madre se lo repetía:
—Es fulano de tal… ¿Has entendido?
—Muchas gracias por cuidarme —dijo mi padre. Y volvió a entrar en coma.