Kokoro (17 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

—Tiene aspecto de estar bien… Veo que hasta se ocupa del jardín… ¿No habrá problema?

—Parece que se siente bien. Creo que ha mejorado mucho.

Mi madre no estaba, pues, tan preocupada como yo pensaba. Como suele pasar entre las mujeres que viven entre arrozales y bosques, lejos de la ciudad, no tenía ni idea de asuntos médicos. Sin embargo, me extrañó su actitud, comparada con el susto y la preocupación de aquella ocasión en que mi padre se desmayó la última vez.

—Pero aquella vez el médico dijo que esta enfermedad era insuperable, ¿no?

—¿Qué quieres que te diga? ¡Es tan raro el cuerpo humano! Los médicos nos lo pusieron muy negro, pero ¡fíjate qué bien está ahora! Al principio, sí, yo también estaba asustada y le cuidaba para que no se moviese mucho. Pero, bueno, ya sabes lo terco que es tu padre. Como haya algo que le parezca bien, no importa lo que le digas, no renuncia a ello por nada del mundo.

Recordé la última vez que estuve con ellos, la actitud y el aspecto de mi padre cuando se había levantado de la cama, afeitado, y se había quejado, diciendo:

—¡Ya estoy bien! ¡Tu madre es tan exagerada!

Recordando esto, no podía ahora acusar a mi madre de las imprudencias de mi padre. Iba a decirle a ella: «Pese a todo eso, tenemos que andar con cuidado». Pero me contuve y no dije nada. Tan sólo, le conté algo de las características de esta enfermedad tal como me habían informado
sensei
y su esposa. Mi madre, sin embargo, no mostró interés alguno en especial y se limitó a exclamar: «¡Vaya! ¿Así que se murió de la misma enfermedad esa mujer? ¡Qué lástima! ¿Y cuántos años tenía?».

Como alertar a mi madre parecía una empresa imposible, acudí directamente a mi padre. Me tomó más en serio.

—Tienes razón —dijo—. Todo lo que dices es cierto. Pero mi cuerpo es mi cuerpo y sé mejor que nadie cómo cuidarme. No en vano llevamos juntos tantos años.

Al escucharle, mi madre se rio sin ganas y dijo:

—¿Lo ves? ¿No te lo había dicho yo?

Cuando volví a quedarme a solas con ella, le dije:

—A pesar de todo lo que dice, está resignado a morir. Por eso se alegró tanto cuando me vio de vuelta en casa con los estudios terminados. Él creía que no iba a ser posible verme graduado. Cuando me vio con el diploma, no cabía en sí de gozo. Eso fue lo que él mismo me dijo.

—Claro, eso lo dice siempre con la boca, pero en el fondo del corazón piensa que va a vivir mucho más —dijo mi madre.

—¿De veras?

—¡Claro! Él se da todavía diez o veinte años más de vida. Pero, de vez en cuando, a mí también me dice cosas tristes, como que ya no va a vivir mucho o que si se muere, qué voy a hacer yo, o si voy a quedarme a vivir en esta casa sola.

De repente, imaginé esta enorme y vieja casa de campo, muerto mi padre, con mi madre sola en ella. Cuando mi padre desaparezca, ¿cómo será esta casa? ¿Qué hará mi hermano? ¿Qué dirá mi madre? ¿Y yo? ¿Podré vivir tranquilamente en Tokio tan lejos del pueblo? Mirando a mi madre frente a mí, me acordé por casualidad de aquel consejo de
sensei
de pedir a mi padre mientras estuviera vivo la parte de la herencia que me correspondía.

No hay que preocuparse, hijo. Los que andan diciendo «¡Ay, que me voy a morir, que me muero!» son precisamente los que nunca se mueren. También tu padre es de los que andan con esa cantinela; así que no sabemos cuántos años le toca vivir. Los que se callan y pasan por sanos, esos son los que están más en peligro.

Yo, mudo, me limitaba a escuchar sus opiniones manidas y sin apoyo de ninguna teoría o estadística.

3

Para celebrar mi graduación, mis padres empezaron a poner en marcha el plan de una fiesta. Era algo que desde el mismo día en que regresé a casa ya me temía. De inmediato, expresé mi negativa:

—Por favor, no desorbitéis las cosas.

La gente del pueblo a la que se invitaba me disgustaba. Pertenecían al tipo de personas que acuden por cualquier motivo, siempre que haya algo para comer o beber. Desde que era niño, la presencia de esa gente me molestaba. Y si, además, todo iba a ser en mi honor, mi disgusto era aún mayor. Ante mis padres, sin embargo, y para no alborotarlos, no me atreví a decirles que no invitaran a esa gente. Así que me limité a insistir en que no deseaba exageraciones de ninguna clase.

—Exageraciones, exageraciones, dices tú. ¿Pero no te das cuenta de que no es nada exagerado? Uno no se gradúa en una universidad dos veces en la vida. Lo más normal del mundo es celebrarlo con la gente. ¡Vamos, vamos, hijo mío, no seas tan modesto!

Mi madre daba a mi graduación la misma importancia que se da a una boda.

—A mí no es que me importe tanto invitar a la gente, pero seguro que se quejan si no les invitamos.

Estas eran las palabras de mi padre. Le preocupaban los comentarios de la gente. Eran personas aficionadas a criticar todo lo que no marchaba a su gusto. Y mi padre añadió:

—Aquí es distinto que en Tokio. En los pueblos la gente siempre habla más de uno.

—Tienes que pensar en la imagen de tu padre. —Ahora era mi madre quien había hablado.

Yo no pude insistir más. Pensé que sería mejor que obraran a su gusto.

—Lo que quería deciros es que por mí no invitaría a nadie. Pero si es porque la gente no hable mal de vosotros, eso es otra cuestión. No tengo ninguna intención de exigir algo que os cause problemas.

—¡Déjate de argumentos de estudiante!

Al decir esto, la cara de mi padre expresaba mortificación.

—Tu padre no quiere decir que no haga todo esto por ti, hijo. Pero tú comprendes de todas formas que ante la sociedad hay ciertas obligaciones que cumplir, ¿verdad?

Mi madre, a fin de cuentas, se descubría como mujer y expresaba excusas incoherentes. Nos ganaba en palabrería a mi padre y a mí, a los dos juntos.

—Lo que no me gusta de la gente que estudia es que les encanta siempre discutir.

Mi padre no pasó de estas palabras. Pero en ellas, en esta sencilla frase, vi toda entera la queja que él siempre abrigaba contra mí. Entonces, no era consciente de la aspereza de mis palabras y, sencillamente, esa queja de mi padre me parecía inadmisible.

Esa noche volvimos al mismo tema y mi padre me preguntó qué día sería mejor para invitar a la gente. Para mí, no había mejor o peor día, pues en esta vieja casa yo no tenía otra cosa que hacer sino vivir despreocupadamente. El hecho de que me lo preguntara, de cualquier forma, podía interpretarse como un gesto conciliador. Este detalle me tocó y decidí someterme por completo a este asunto. De mutuo acuerdo, acordamos el día de la celebración.

Antes de la fecha acordada, ocurrió un suceso grave. La noticia de la enfermedad del emperador Meiji. Este incidente, que se difundió rápidamente por todo Japón, hizo disipar como el polvo el tema de la celebración de mi graduación, una celebración que tras varias vueltas iba a tener lugar por fin en esta familia de agricultores.

—Sería mejor abstenerse ahora de celebraciones —dijo mi padre, que leía el periódico con las gafas puestas.

Parecía estar pensando en su propia enfermedad. Yo me acordé del emperador que, como todos los años, había asistido a la ceremonia de graduación, de mi graduación este año, hacía tan poco tiempo.

4

En el silencio de una casa vieja y grande, demasiado grande para tan pocas personas, saqué mis libros de la maleta y me puse a estudiar. Sin saber por qué, no estaba tranquilo. Estudiaba mucho mejor y con más concentración en aquel primer piso de la pensión de Tokio, oyendo a lo lejos el tren y pasando las páginas de los libros. En esta casa, en cambio, recostado sobre la mesa, a veces me quedaba dormido.

Otras veces, sacaba la almohada y me entregaba con fruición al placer de la siesta. En una de estas ocasiones, al despertarme, oí el canto de las cigarras. De improviso sentí que su sonido, que parecía provenir de mi sueño, me golpeaba el fondo de los oídos. Inmóvil me puse a escucharlo, y entonces me invadió una sensación de súbita tristeza.

Tomé la pluma y me dispuse a escribir postales y largas cartas a amigos que se habían quedado en Tokio o que habían vuelto a sus lugares de nacimiento. Unos me contestaron y a otros no les llegaron mis noticias.

Por supuesto que no me había olvidado de
sensei
. Decidí enviarle un artículo de unas tres páginas en letra pequeña escrito por mí mismo después de volver a mi pueblo. Al meterlo en el sobre, dudé si todavía seguiría en Tokio. Yo sabía que cada vez que
sensei
y su esposa se ausentaban de casa, siempre venía de alguna parte una mujer cincuentona, de pelo cortado por debajo de las orejas, que se instalaba en su casa. Una vez le pregunté a
sensei
por la identidad de esta mujer y me contestó preguntándome:

—¿A ti qué te parece?

Le dije que suponía que se trataba de algún pariente. Entonces replicó:

—No tengo ningún pariente.

Sensei
no mantenía ningún contacto con los parientes de su pueblo natal. La mujer por quien yo le había preguntado resultó ser parienta de su esposa y, por lo tanto, nada tenía que ver con él.

Al enviarle esta carta, me acordé de la figura de esa mujer con su estrecho
obi
anudado con sencillez en la espalda. Si esta carta llegaba antes de irse el matrimonio de vacaciones, ¿sería tan amable aquella mujer del pelo corto de remitirla a donde
sensei
se hallara? Era consciente, por otro lado, de la escasa importancia del contenido de la carta. Simplemente, echaba de menos a
sensei
. Imaginaba su posible carta de respuesta, una carta que, sin embargo, nunca habría de llegar.

Mi padre no tenía ahora tantas ganas de jugar al ajedrez como cuando volví a casa el invierno anterior. El tablero de ajedrez estaba arrinconado y cubierto de polvo en una esquina del
tokonoma
. Especialmente, después de la noticia de la enfermedad del Emperador, mi padre parecía ensimismado. Todos los días esperaba la llegada del periódico con impaciencia y era el primero en leerlo. Después, me lo traía donde yo estaba y me decía:

—Mira, hoy también escriben con todo pormenor sobre Su Majestad.

Siempre se refería al Emperador como Su Majestad.

—A lo mejor es irreverente decirlo, pero creo que la enfermedad de Su Majestad es como la mía.

En la cara de mi padre, al decir esto, se observaba una sombra de aprensión. Bruscamente me asaltó el temor de que, en cualquier momento, mi padre iba a empeorar.

—Pero, bueno, no le pasará nada. Hasta yo, que soy un don nadie, me encuentro así de bien.

En este alarde de seguridad en su salud, se echaba precisamente de ver que estaba apercibido del peligro que sobre él se cernía.

Así se lo manifesté a mi madre en una ocasión:

—Padre teme de verdad su enfermedad. No creo que piense que va a vivir diez o veinte años más como tú dices, madre.

Mi madre, al escucharme, puso una expresión de desconcierto. Y dijo:

—¿Por qué no le haces jugar otra vez al ajedrez?

Me acerqué al
tokonoma
y me puse a desempolvar el tablero de ajedrez.

5

La salud de mi padre fue poco a poco deteriorándose. El viejo sombrero de paja con el pañuelo atado, que me había llamado la atención cuando vi a mi padre trabajando con él puesto, yacía ahora olvidado. Cada vez que mi vista caía en él y en la estantería tiznada por el hollín, sentía lástima por mi padre. Antes, cuando él iba de acá para allá, deseaba que no se moviera tanto; y ahora que siempre lo veía sentado, me daba cuenta de que antes estaba mucho mejor. Sobre su salud hablaba muy a menudo con mi madre.

—No cabe duda de que es por estar bajo de ánimo —decía ella.

Mi madre relacionaba la enfermedad del Emperador con la enfermedad de mi padre. Yo no lo veía tan claro.

—No es que esté deprimido, madre. Yo creo que está realmente mal. Su cuerpo está empeorando más que su ánimo.

Al decir esto, se me ocurrió traer otra vez de lejos a un buen médico para que le examinase.

—Este verano no está resultando nada divertido para ti, hijo. Te graduaste, pero mira, no lo hemos celebrado nada. Tu padre ya ves cómo está y, encima, Su Majestad está malo… Debíamos haberlo celebrado nada más volver tú a casa…

A casa yo había vuelto el día cinco o seis de julio y, una semana después, mis padres empezaron ya a planear la celebración, que quedó fijada para una semana más tarde. Gracias a esa costumbre de los pueblos de tomarse las cosas con calma, esta vez me había librado del fastidio de la fiesta. Mi madre, sin embargo, que no me comprendía, no se daba cuenta de esto.

Cuando por fin se supo la noticia del fallecimiento del Emperador, mi padre, con el diario en las manos, exclamó:

—¡Ay, ay…! Su Majestad se ha ido y yo…

No terminó la frase.

Fui a la ciudad a comprar una tela negra. Con ella cubrí la bola del asta de la bandera nacional y de otro trozo de tela de media cuarta de ancha en la punta hice una cinta que colgué de la bola. Saqué la bandera a la calle y la clavé en la puerta principal. La bandera quedó algo ladeada hacia la calle cayendo por su peso en medio del aire sin brisa. El tejado de la puerta principal de mi casa era de paja y, por haber estado tanto tiempo expuesto a la intemperie, había cambiado su color volviéndose grisáceo y desigual en algunas partes.

Salí fuera y observé los crespones negros y la muselina blanca de la bandera con su rojo círculo en medio. Contemplé el efecto de esta bandera sobre el tejado de paja medio sucio.

Recordé que una vez
sensei
me había preguntado por el aspecto de mi casa. Quería saber si la construcción era muy diferente de la usada en su propia región. Hubiera deseado enseñarle esta vieja casa donde yo había nacido, aunque, por otro lado, sentía cierta vergüenza.

Entré otra vez en casa. Fui a mi mesa de estudio y leyendo el periódico imaginé el aspecto de Tokio. Mi imaginación se concentró en el ajetreo que en la oscuridad tendría la ciudad más, grande del Japón. En medio del ruido inquietante de una ciudad destinada a moverse y pese a las tinieblas, distinguí la casa de
sensei
, como si fuera la luz de una lámpara. No me di cuenta entonces de que esa luz estaba dentro de un silencioso remolino. A mí no se me ocurría pensar que poco tiempo después esa luz también iría a quedar apagada por el destino.

Tomé la pluma pensando escribir a
sensei
sobre el asunto de la muerte del Emperador. Pero dejé de escribir al cabo de unas diez líneas. Rompí el papel en pedazos y los tiré a la papelera. (Parecía inútil escribirle sobre eso. Además, supuse que no me contestaría)
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