Kokoro (19 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

—¿Cómo podrá tener esa «apetencia»? —se preguntaba mi madre—. Debe ser que su naturaleza, a pesar de todo, es muy fuerte.

Me parecía que ella, justo en donde había razón para desesperarse, colocaba su esperanza. Pero había usado la palabra «apetencia»
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, de sabor arcaico y generalmente empleada con los enfermos, en el sentido de desear comer cualquier cosa.

Cuando mi tío se presentó para verle, mi padre le hizo quedarse hasta muy tarde y no quería que se fuera. La principal razón para detenerle era que se sentía solo, aunque parece que otro motivo era quejarse de que mi madre y yo no le dejábamos comer todo lo que él quería.

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El estado de su enfermedad permaneció estacionario durante más de una semana. Mientras tanto, yo había escrito una larga carta a mi hermano mayor residente en Kiushu. A mi hermana hice que le escribiera mi madre. Pensé que quizá esa iba a ser la última información que tendrían los dos sobre la enfermedad de nuestro padre. Por eso, les di a entender claramente que si nuestro padre empeoraba de repente, les enviaría un telegrama para que se presentaran de inmediato.

El trabajo de mi hermano no le dejaba nada de tiempo libre. En cuanto a mi hermana, esperaba familia. Por esto, hasta que realmente nuestro padre no estuviera en peligro de muerte, no les pensaba llamar. Sin embargo, si, cuando vinieran, ya hubiera muerto, sus reproches me estarían bien empleados. Determinar el momento en que yo debía enviarles el telegrama me parecía, por lo tanto, una responsabilidad de un peso inimaginable.

—No puedo decirles exactamente cuándo va a ocurrir el desenlace, pero créanme: el peligro puede llegar en cualquier momento.

Esas fueron las palabras del médico que habíamos hecho venir de la ciudad en donde estaba la estación más próxima de ferrocarril.

Después de consultar con mi madre y gracias a la mediación del médico, decidimos pedir la presencia de una enfermera del hospital de la ciudad. Mi padre puso una expresión rara cuando vio a su lado cómo le saludaba una mujer vestida de blanco.

Naturalmente, mi padre sabía bien que su enfermedad era mortal. Aún así, daba la impresión de no darse cuenta de que la muerte se le iba acercando inexorablemente.

—Cuando me ponga bien, quiero visitar Tokio. ¡Cualquiera sabe cuándo vamos a morirnos! Así que lo mejor es hacer todo cuanto uno quiere, mientras hay vida.

Mi madre no tenía más remedio que ponerse a la altura de mi padre y decía:

—Bueno, en ese caso, yo también quiero acompañarte…

Otras veces, mi padre se dejaba invadir por una gran tristeza y decía:

—Cuando me muera, tienes que cuidar a tu madre muy bien.

Este «cuando me muera» me hacía recordar algo… Antes de partir,
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había repetido muchas veces esas mismas palabras a su mujer. Fue en la velada del día de mi graduación. Me acordé de la cara sonriente de
sensei
y del gesto de su mujer al taparse los oídos y pedirle que no dijera esas palabras tan siniestras. Aquel «cuando me muera» era una simple suposición. En cambio, lo que acababa de oír de mi padre se refería a una realidad que podía sobrevenir en cualquier momento. Yo no podía imitar el gesto de la mujer de
sensei
. Pero de labios afuera tenía que disimular e intentar confortar a mi padre:

—Vamos, no seas tan pesimista. Cuando te pongas bien, irás a Tokio con madre, ¿no? Cuando lleguéis allí, os vais a extrañar de todo lo que ha cambiado aquello. Sólo por el aumento de las líneas de cercanías de los trenes, os sorprenderá cómo ha cambiado todo. Por donde pasa el tren, siempre cambia el aspecto de las calles. Además, van a reformar toda la administración municipal. Es decir, en las veinticuatro horas del día, Tokio no tendrá ni un momento de calma.

A falta de algo mejor que decir, le animaba con palabras que en otra situación hubieran sido innecesarias. Mi padre me escuchaba complacido.

El tener un enfermo en casa aumentaba naturalmente el número de visitas. Los parientes que vivían cerca, le visitaban a razón de uno cada dos días. También acudían los que vivían lejos y con los que en general no teníamos mucho contacto. Algunos, cuando se iban, decían:

—¡Vaya! No está nada mal. Habla muy bien y su cara no está nada demacrada, ¿verdad?

Cuando volví de Tokio, mi casa estaba demasiado silenciosa, pero ahora poco a poco se había vuelto más y más animada.

Mi padre, la única figura inmóvil en medio de tanto ajetreo, cada vez se encontraba peor. Consulté a mi madre y a mi tío y, por fin, me decidí a despachar sendos telegramas a mi hermano mayor y a mi hermana. Mi hermano contestó diciendo que venía enseguida. También el marido de mi hermana nos avisó que se ponía en camino. Posiblemente vendría él en lugar de mi hermana, cuyo primer embarazo había acabado en aborto. Para evitarlo esta vez, su marido deseaba cuidarla muy bien y extremar las precauciones.

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En esta situación tan preocupante, encontraba tiempo para sentarme con calma. A veces, tenía tiempo de abrir un libro y leer diez páginas seguidas. El cesto que tan bien había quedado atado, estaba ahora desatado y su contenido sacado a medida que necesitaba algo. Reflexioné sobre los propósitos de estudio que había hecho al principio de verano, cuando partí de Tokio. El estudio realizado no llegaba ni a un tercio de lo propuesto. Aunque hasta entonces había sentido repetidamente la desagradable sensación de no cumplir mis propósitos, nunca lo pasé tan mal como ese verano. El pensar que esto es lo que suele ocurrirle a casi todo el mundo, no disminuía para nada el peso opresivo de esta insatisfacción conmigo mismo.

En medio de esta desagradable opresión, me puse a pensar por un lado en la enfermedad de mi padre y luego en lo que sucedería a su muerte. Al mismo tiempo, me dio por pensar en
sensei
. En los dos extremos de esa opresión, observaba a estas dos personas tan absolutamente diversas en posición social, en formación, en carácter.

Mi madre se asomó al cuarto en donde yo reflexionaba solo con los brazos cruzados, en medio del desorden de los libros y lejos del lecho de mi padre.

—Vamos, hijo, échate una siesta. Debes de estar muy cansado.

Mi madre no comprendía cómo me sentía. Tampoco yo era tan infantil como para esperar su comprensión. Le di las gracias con una palabra y, al ver que seguía allí, le pregunté:

—¿Qué tal sigue padre?

—Ahora está muy bien dormido —me contestó.

Entonces entró en mi habitación y se sentó a mi lado.

—¿Todavía no te ha escrito nada ese
sensei
? —me preguntó.

Ella contaba con la seguridad que le había dado sobre la respuesta de
sensei
. Sin embargo, yo no esperaba la contestación que mis padres tanto deseaban. Esto equivalía a haber engañado deliberadamente a mi madre.

—Escríbele otra vez —dijo.

No me importaba escribir más cartas que de nada servirían, si con ello iba a tranquilizarla. Pero insistirle a
sensei
en un asunto como este, me resultaba angustioso. Temía el desdén de
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muchísimo más que los reproches de mi padre o el disgusto de mi madre. Imaginaba incluso que el silencio de
sensei
podría ser la expresión de ese desdén.

—Escribirle es fácil. Pero no creo que el asunto se solucione hasta que yo vaya a Tokio y me ponga a buscar directamente. Sin eso…

—Pero como tu padre está así y no sabes cuándo podrás ir…

—Por eso no voy, madre. Hasta que sepamos si va a curarse o no, yo estaré aquí a su lado.

—¡Naturalmente, hijo! ¿Cómo podrías irte a Tokio dejándole así, tan enfermo, y sabiendo que en cualquier momento le puede llegar la hora?

Al principio, yo sentía lástima de mi madre, ignorante de todo lo que ocurría. Pero ahora no entendía por qué ella había sacado ese tema en una situación tan inquietante. Tal vez, al igual que yo hallaba tiempo para sentarme y leer, también ella olvidaba al enfermo que constantemente estaba a su lado y encontraba calma para pensar en otras cosas. Entonces me dijo:

—En realidad, hijo, si consigues un buen empleo mientras vive tu padre, ¡qué alegría le darías! Esto es lo que pienso, ya ves… Tal vez nos falte tiempo para eso, pero bueno, fíjate, como todavía está bien de mente y de habla… En fin… ¡Ay, si pudieras darle una alegría como buen hijo que eres…!

¡Pobre de mí que me veía en la situación de no poder cumplir este acto de piedad filial!

Finalmente, decidí no escribir a
sensei
ni una línea más.

12

Cuando llegó mi hermano, nuestro padre leía el periódico acostado. Siempre había tenido la costumbre de echar una ojeada a la prensa, pero desde que se veía postrado en la cama, mostraba avidez por leerla. Mi madre y yo, sin oponernos a esto, dejábamos que hiciera lo que quisiera.

—¡Vaya! ¡Qué bien que tengas el ánimo para leer el periódico! Venía pensando que estarías muy mal, pero ¡mira! Te veo muy bien.

Mi hermano hablaba con mi padre en estos términos. Su tono jovial me pareció discordante. Pero cuando nos hablamos cara a cara sin la presencia de nuestro padre, su voz sonó hundida.

—¿No será malo que lea el periódico? ¿Qué te parece? —me preguntó.

—No creo que sea bueno, pero no hay modo de impedírselo. Cuando él se empeña…

Mi hermano escuchaba mi explicación en silencio. Después dijo:

—Me pregunto si entiende lo que lee.

Era evidente que mi hermano había observado que el entendimiento de nuestro padre estaba bastante embotado por la enfermedad.

—Sí, creo que sí. Hace poco estuve hablando con él unos veinte minutos al lado de su cabecera y no me ha parecido que tenga disminuidas sus facultades. En esta situación puede durar bastante más tiempo.

La opinión de mi cuñado, que llegó casi al mismo tiempo que mi hermano, era mucho más optimista. Mi padre le preguntó sobre mi hermana.

—Teniendo en cuenta su estado, ha sido mejor que haya evitado el ajetreo del tren. Si se hubiera empeñado en venir, habríamos estado muy preocupados por ella.

Y añadió mi padre:

—No hay problema. Cuando me ponga bien, viajaremos todos a ver la cara del niño.

Cuando murió el general Nogi
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, mi padre fue el primero en enterarse por la prensa.

—¡Qué terrible! ¡Qué terrible! —exclamó.

Estas palabras nos asustaron, pues no sabíamos nada de lo que había sucedido.

Después mi hermano me dijo:

—Por un momento pensé que se había vuelto loco.

También mi cuñado asintió:

—¡Uf! Yo también me quedé helado…

Aquellos días, la gente del pueblo esperaba con impaciencia la llegada de los diarios, tal era la cantidad de noticias y artículos que les interesaban. Yo me sentaba a la cabecera de mi padre y se los leía detalladamente. Cuando no tenía tiempo de leérselos, me los traía a mi cuarto y me los leía de cabo a rabo. Durante mucho tiempo, no se me iba de la cabeza la imagen del general Nogi con su uniforme militar y su mujer vestida con el traje de dama de la Corte imperial.

El viento del dolor soplaba así y penetraba por los rincones del pueblo haciendo moverse a los árboles y temblar a las piedras. De repente, recibí un telegrama de
sensei
. En este pueblo, en donde hasta los perros ladran al ver a alguien con ropa occidental, un telegrama era un acontecimiento. Mi madre, que fue quien lo recibió, me llamó aparte con la cara asustada. Mientras yo lo abría, permaneció a mi lado de pie.

—¿Qué puede ser? —preguntó.

En el telegrama
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simplemente quería saber si podía ir a verle. Yo moví la cabeza con extrañeza. Mi madre ofreció una explicación:

—Seguro que es sobre ese puesto de trabajo que le pediste.

Yo también pensé que a lo mejor era eso. Pero me parecía algo raro. De todos modos, después de haber hecho venir a mi hermano y a mi cuñado, no podía ahora escaparme a Tokio dejando a mi padre enfermo. Consulté con mi madre y decidí contestarle con otro telegrama diciéndole que no podía ir. Le expliqué en pocas palabras la situación crítica de la enfermedad de mi padre. Como me pareció que con eso no bastaba, además le escribí una carta en la que le ponía al corriente de todos los detalles. Ese mismo día se la mandé. Mi madre, sin dudar que se trataba de un trabajo, puso una expresión de lástima y exclamó:

—¡Ay, qué pena que se hayan juntado tantas cosas en este mal momento!

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La carta era bastante larga. Mi madre y yo pensábamos que esta vez contestaría. A los dos días de enviarla, recibí un segundo telegrama. En él me decía
sensei
simplemente que ya no era preciso que fuera a verle. Se lo enseñé a mi madre.

—A lo mejor es que prefiere informarte por carta.

Obsesivamente, mi madre pensaba que
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no estaba más que para buscarme cómo ganarme la vida. Tal vez fuera así, pensé, pero conociendo a
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, me hubiera parecido extraño. Que me buscara trabajo, era algo que no me encajaba en la cabeza.

—De todas formas, no debe haberle llegado mi carta cuando él mandó este telegrama.

Con banalidades así respondía a mi madre, que escuchaba con seriedad. Y dijo:

—Es verdad.

Estaba claro que a ella tampoco le ayudaría a entender a
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el hecho de saber que el telegrama suyo había sido enviado antes de llegarle mi carta.

Estaba prevista para ese día la visita del médico de cabecera y del director del hospital. No tuve ocasión, por eso, de seguir hablando del asunto de
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con mi madre. Los dos médicos examinaron a mi padre, le pusieron una lavativa y se marcharon.

Desde que el médico le ordenara reposo total, mi padre hacía sus necesidades acostado y ayudado por nosotros. Es un hombre con la manía de la limpieza, por lo que al principio le sentaba muy mal tener que depender de alguien para estos menesteres. Como no podía realizar sus evacuaciones por sí mismo, antes de pedir ayuda, acababa haciéndolas en la cama bien a su pesar. Quién sabe si por el empeoramiento de su estado o por el debilitamiento de su mente, el caso es que con el paso de los días le dejó de importar hacer las evacuaciones no controladas. A veces, manchaba el edredón o las sábanas, y mientras los demás expresábamos nuestro disgusto, él parecía indiferente. De todas maneras, la cantidad de orina había disminuido notablemente a causa de la enfermedad, razón por la que el médico empezaba ahora a mostrarse inquieto. También su apetito iba cayendo. De vez en cuando, tenía ganas de comer algo, pero se limitaba a tocarlo con la lengua. De la garganta para abajo pasaban muy pocos alimentos. Ahora ni siquiera podía sostener el periódico, que tanto le gustaba leer. Las gafas de présbita, al lado de su almohada, ya nunca salían de su negro estuche.

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