—Y, si se deciden a ir, ¿adónde piensan viajar?
Sensei
nos escuchaba con una risilla incrédula.
—Bueno, bueno, todavía no sabemos si saldremos o no…
Cuando iba a levantarme,
sensei
me agarró de la mano y me preguntó:
—Y tu padre, ¿qué tal sigue con su enfermedad?
Yo entonces no sabía nada sobre el estado de mi padre y, ante la falta de noticias de casa, suponía que no debía estar mal.
—No es una enfermedad que deba tomarse a la ligera. A las primeras crisis de uremia, ya no se puede hacer nada.
Yo no conocía ni entendía esa palabra, «uremia». En las vacaciones del invierno anterior, el médico no la había mencionado.
—En serio, cuida bien de tu padre —dijo también la señora—. En esa enfermedad si el tóxico se le sube al cerebro, es el fin. No es para reírse, de verdad.
Ignorante como era yo, traduje mi inquietud en una sonrisa incrédula.
—¿Y qué le vamos a hacer? Si sabemos que no hay cura posible, por mucho que nos preocupemos, no habrá nada que hacer.
—Bueno, si tanta resignación tienes ya, ¿qué más voy a decirte?
Ella parecía estar acordándose de su propia madre, que había fallecido hacía tiempo de la misma enfermedad. Esto lo había dicho, en efecto, con el tono abatido y la mirada baja. Yo también sentía mucho el destino de mi padre.
Entonces, de repente,
sensei
miró a su mujer:
—Y tú, Shizu, ¿te morirás antes que yo?
—¿A qué viene esa pregunta?
—No, a nada. Sólo te lo pregunto. A lo mejor me iré yo antes que tú. Los maridos son los que suelen morirse antes. Sus esposas les sobreviven y piensan que es natural que sea así.
—No siempre ocurre eso. Pero bueno, como los hombres en general son mayores que las mujeres, pues…
—¿Y por eso se mueren antes? Entonces, es evidente que seré yo el que se vaya antes.
—No, tú eres especial.
—¿De veras?
—Claro. Y eres una persona sana. Casi nunca te has puesto malo. Así que, con razón, seré yo quien se vaya primero.
—¿Tú antes?
—Sí, seguro que sí.
Sensei
me miró y yo me eché a reír. Pero insistió:
—Entonces, si me fuera yo antes, ¿qué harías?
—¿Que qué haría yo?
A la pobre mujer las palabras parecían habérsele quedado atascadas. La tristeza, ante la imaginaria muerte de su marido, pareció por fin invadirla durante un rato. Pero, cuando volvió a alzar la cabeza, ya se había recuperado.
—¿Que qué haría? Pues nada… ¿qué voy a hacer? La muerte no se detiene ni ante el viejo ni ante el joven…
Y, mirándome, se rio como si estuviera bromeando.
35
Estaba medio levantado para irme pero decidí volver a sentarme y quedarme con los dos hasta que terminaran esta conversación.
—Y a ti, ¿qué te parece? —me preguntó
sensei
.
Que
sensei
muriera antes o después de su mujer era una cuestión que yo no podía juzgar. Así que me limité a sonreír. Y dije:
—No tengo ni idea sobre cuánto dura la vida.
—Son cosas del destino. No hay más remedio —dijo la señora— que aceptar los años que a uno le dan cuando nace. Por ejemplo, el padre y la madre de
sensei
fallecieron casi al mismo tiempo.
—¿Murieron el mismo día?
—No exactamente el mismo día, pero casi. Fallecieron casi a la vez.
Esta información era nueva para mí. Me pareció extraño.
—¿Cómo fue? ¿Cómo es que murieron casi a la vez?
Me iba a contestar su esposa, pero
sensei
la interrumpió:
—No hables de eso. No es nada interesante.
Sensei
se puso a abanicarse ruidosamente. Después volvió a mirar a su mujer:
—Shizu, cuando yo me muera, te daré esta casa.
Ella se echó a reír.
—Y de paso, ¿me darás también el terreno?
El terreno es de otra persona, así que no puedo dártelo. Pero, en cambio, te daré todo lo que tengo.
—Muchas gracias. Pero ¿qué voy a hacer yo con, por ejemplo, los libros extranjeros?
—Puedes venderlos.
—Si los vendo, ¿cuánto ganaría?
Sensei
no dijo cuánto. Pero el tema de su muerte parecía no alejarse de su cabeza. Además, daba por seguro que se habría de morir antes que su mujer. Al principio, ella le seguía la conversación sin tomarse nada en serio pero, en algún momento, su corazón sentimental de mujer empezó a sentirse oprimido. Y dijo:
—Si me muero, si me muero… ¿Cuántas veces lo has dicho? Déjalo ya, por favor. No digas más cosas de mal agüero. Si te mueres, haré todo lo que me digas. Y con esto ya basta, ¿de acuerdo?
Sensei
se rio desviando su mirada hacia el jardín y no volvió a decir nada que le molestara.
Yo me levanté enseguida, pues no deseaba quedarme hasta muy tarde.
Sensei
y su esposa me acompañaron hasta la puerta principal.
—Cuida a tu enfermo —dijo ella.
—Hasta septiembre —dijo
sensei
.
Me despedí y di dos pasos fuera de la puerta de celosía. Una reseda frondosa entre la puerta y la verja extendía sus ramas en la oscuridad como si quisiera impedirme el paso.
Di otros dos o tres pasos mirando sus ramas cubiertas de hojas de color oscuro e imaginé las flores y el perfume que tendría este árbol en el otoño. La casa de
sensei
y esta reseda se hallaban desde hacía mucho tiempo inseparablemente unidas en mi mente. Justo cuando, delante de este árbol, pensaba en el próximo otoño y en cuándo volvería a entrar por esta puerta otra vez, se apagó de súbito la luz de la entrada que iluminaba la celosía. El matrimonio, sin esperar más, se había retirado a sus habitaciones. Yo me adentré solo en las tinieblas del exterior.
No volví enseguida a mi pensión. Quería darme una vuelta para ver las cosas que tendría que comprar para llevar a mi pueblo. También tenía necesidad de favorecer un poco la digestión de la cena. Así que fui andando hacia las calles más animadas de la ciudad.
La noche empezaba a caer. Entre los muchos hombres y mujeres que se movían sin motivo, me encontré a un compañero que también se había graduado ese mismo día. Me empujó a un bar. Allí tuve que oír su cháchara tan inconsistente como la espuma de la cerveza. Cuando llegué a la pensión, era medianoche pasada.
36
Al día siguiente, con un calor horrible fui a comprar las cosas que me habían encargado en mi pueblo. Al recibir los pedidos por carta, no creí que iba a ser tan difícil pero, cuando empecé a comprar las cosas, me pareció sumamente molesto. Mientras me limpiaba el sudor de la cara en el tren, pensaba en lo detestables que eran todos esos campesinos de mi pueblo indiferentes a las molestias del prójimo y al hecho de robar a la gente tiempo y energía.
Por otro lado, no tenía intención de pasarme el verano de brazos cruzados. Había elaborado un programa de trabajo que habría de realizar en el pueblo y para el cual necesitaba comprar también algunos libros. Estaba decidido a pasar la mitad de la jornada en el primer piso de Maruzen
[69]
. Allí me dediqué a inspeccionar un libro tras otro y a recorrer de un extremo a otro las estanterías repletas de obras de mi especialidad.
Entre todas las compras que hice, la que más me molestó fue comprar un cuello falso de quimono femenino. El dependiente me sacó montones de cuellos, pero a la hora de comprar, no sabía cuál era el mejor. Además, los precios eran muy variados. Si preguntaba el precio de uno pensando que sería barato, resultaba carísimo, y si no lo preguntaba pensando que sería caro, resultaba sumamente barato. Comparándolos todos, no sabía por qué debía haber tanta diferencia en los precios. En fin, me sentí agobiado y me encontré lamentando no haber pedido a la mujer de
sensei
ayuda en este asunto.
Compré una maleta. Desde luego que no era de muy buena calidad. Era de fabricación japonesa y, como tenía unos cuantos adornos metálicos de color dorado, bastaría para impresionar a los campesinos del pueblo. La maleta era el encargo de mi madre. En su carta había escrito que, cuando me graduase de la universidad, debía comprar una maleta nueva y volver al pueblo con todos los regalos metidos en ella. Cuando leí esto, recuerdo que me dio por reír. No porque no comprendiera su intención, sino porque me parecía ridículo.
Tal como les dije a
sensei
y a su mujer al despedirme, tres días después regresé al pueblo en tren.
Desde el invierno anterior,
sensei
había estado llamando mi atención sobre la enfermedad de mi padre y yo sentía sobre mí la obligación moral de estar preocupado. Pero no lo estaba demasiado. Más bien, sentía mucha pena por mi madre al imaginarla después de la muerte de mi padre. Por eso, creo que por entonces yo ya estaba resignado a su muerte.
En la carta enviada a mi hermano mayor, residente en Kiushu, le había dicho también que nuestro padre ya no tenía ninguna posibilidad de recuperar la salud de antes. Una vez, en otra carta, le había indicado que, por muy ocupado que estuviera por su trabajo, sería conveniente que volviera al pueblo en verano. Le había intentado también tocar la fibra sentimental al recordarle que nuestros padres, ya viejos, estaban muy solos en el pueblo y que nosotros, como hijos suyos, debíamos compadecemos. La verdad es que le había dicho lo que me venía a la cabeza. Pero después de escribir todo esto, me encontraba en una disposición de espíritu muy distinta a la que sentía mientras escribía esas cartas.
En el tren pensaba en todas estas contradicciones. Dándoles muchas vueltas, me parecía que yo era una persona frívola y voluble. Era fastidioso. Después me acordé de
sensei
y de su esposa. Recordé especialmente la conversación de hacía dos o tres días, cuando me habían invitado a cenar… «¿Quién se moriría antes?». Repetí varias veces esta pregunta que había servido de tema entre
sensei
y su esposa aquella noche. Pensé que una pregunta así nadie podría contestarla con seguridad. Pero si se supiera quién habría de morir antes, ¿qué haría
sensei
?, ¿qué haría su mujer? Tal vez siguieran los dos con una vida tan normal como ahora, con la misma actitud. Y esta sería idéntica a la mía ahora, ante un padre acercándose a la muerte en el pueblo, es decir, una actitud resignada. ¡Qué poca cosa es el ser humano! Observaba la vanidad y la fugacidad en las que los humanos nacemos y vivimos. Pensamiento que me reafirmaba en esa idea de lo frágil que es el ser humano.
Mis padres y yo
1
Cuando llegué a mi casa, lo que más me extrañó fue ver a mi padre igual de bien que la última vez que le había visto.
—¿Ya has vuelto? ¡Bueno, qué bien que te has graduado!, ¿verdad? Espera un momento. Voy a lavarme la cara.
Mi padre andaba ocupado en el jardín. Llevaba un sombrero de paja de cuya parte posterior colgaba un pañuelo sucio para que no le diera el sol. Con este atuendo fue detrás de la casa donde estaba el pozo. Yo pensaba que graduarse en la universidad era algo normal para una persona, pero la alegría de mi padre parecía tan desbordante que no pude evitar sentirme incómodo.
—¡Qué bien que has acabado tus estudios en la universidad!
Lo repitió muchas veces. En mi mente yo comparaba este entusiasmo paterno con la expresión de
sensei
cuando me dijo «enhorabuena» aquella noche cenando en su casa después de la ceremonia de graduación. La actitud de
sensei
con ese «enhorabuena» en los labios y cierta sombra de crítica en la intención, me parecía más noble que la de mi padre, tan jubiloso como si graduarse fuera algo extraordinario. En definitiva, me sentía molesto ante la ignorancia rústica de mi padre.
—Graduarse en una universidad no es tan importante. Todos los años hay cientos de personas que se gradúan.
Se lo dije a mi padre con el tono algo subido. Entonces, él cambió de cara.
—No comprendes… Si te digo «¡qué bien!», no solamente es por tu graduación sino por más cosas. Si lo comprendieras…
Yo deseaba seguir escuchando. Parecía que a él no le interesaba decírmelo, aunque, finalmente, siguió hablando:
—Quiero decir que qué bien para mí. Como sabes, padezco esta enfermedad. Cuando te vi el pasado invierno, pensaba que mi vida duraría tres o cuatro meses nada más. Afortunadamente, sigo aquí y sin demasiados problemas. Además, has acabado tus estudios universitarios. Por eso me alegro tanto. Si un hijo, al que se cría con tanto cariño, se gradúa antes de que uno se muera, es un motivo de alegría mayor que si se gradúa después de que uno se muera, ¿no crees? Antes de morir he podido verte graduado. ¿No te parece justo que esto me cause una gran y última alegría? Ya sé que tú tienes una mente mucho más abierta que la mía. Por eso, quizá el que yo me alegre tanto de verte graduado, te haga sentir mal. Pero si ves las cosas desde el punto de vista mío, todo es muy distinto. Me alegro mucho de tu graduación, hijo mío, no por ti sino por mí… ¿Has comprendido ahora por qué he dicho «¡qué bien!»?
Me quedé sin palabras. Más que con sentido de disculpa, con sentido de indignación hacia mí mismo, me limité a bajar la cabeza. Mi padre, sin que nadie lo supiera, estaba resignado a su muerte. Además, la había imaginado antes de mi graduación. Fue estúpido por mi parte no haber considerado la importancia que la noticia de mi graduación tendría en su corazón. Saqué el diploma de la maleta y se lo enseñé a mis padres ostentosamente. El diploma, que venía enrollado, se había aplastado algo y no tenía la misma forma que al principio. Mi padre lo extendió con cuidado.
—Debiste haberlo traído enrollado en la mano.
—Hubieras hecho mejor en meter algo dentro —dijo también mi madre.
Mi padre, después de observarlo un rato, se levantó, lo llevó al
tokonoma
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y lo puso delante, en un lugar muy visible. Si hubiera reaccionado como de costumbre, habría dicho algo negativo contra mi padre, pero ahora yo no era el de siempre. No me venían ganas de contradecir a mis padres. Dejé que mi padre hiciera lo que quisiera. El diploma de papel fuerte, una vez doblado y arrugado, no recuperaba fácilmente su antigua forma. Cada vez que lo soltaba, aunque fuera sólo un momento, al instante volvía a arrugarse.
2
Llamé a mi madre aparte y le pregunté sobre el estado de salud de mi padre. Le dije: