La pregunta de
sensei
cayó de sopetón. Él sabía bien que yo no podría contestarla. Me quedé callado. Entonces, como si se hubiera dado cuenta de lo que acababa de decir, añadió:
—He vuelto a hacer mal. Si intento explicarte algo para no irritarte, la misma explicación resulta irritante. No hay manera. Dejemos este tema. De todos modos, enamorarse es un delito. Y también es algo divino. ¿Lo entiendes?
Lo que acababa de decir
sensei
me resultaba menos comprensible que lo dicho antes. Y ya no volvió a mencionar la palabra «enamorarse».
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Yo era joven y tenía tendencia al ardor. Por lo menos a los ojos de
sensei
, así era. A mí me parecía más útil lo que hablaba
sensei
que las clases de la universidad. Sus ideas eran más de mi agrado que las opiniones de mis profesores. Pensaba que lo que
sensei
se guardaba y no contaba tenía más importancia que aquello expresado por los distinguidos profesores que hablaban desde su cátedra.
—No debes hacerte ilusiones sobre mí, ¿eh? —me dijo
sensei
un día.
—No me hago ninguna ilusión.
Cuando le contesté esto tenía la cabeza lo bastante fría como para no hacerme ilusiones, una frialdad que, sin embargo, él no quería aceptar.
—El ardor de la fiebre te hace flotar. Cuando te baje la fiebre, sufrirás una decepción. Yo sufro al verme tan apreciado por ti. Pero siento aún más sufrimiento cuando pienso en tu posible cambio en el futuro.
—¿Cree usted que seré tan voluble o es que tan poca confianza tiene en mí?
—No es ninguna de las dos cosas. Simplemente lo siento por ti.
—Lo siente, pero no confía en mí, ¿verdad?
Sensei
miró al jardín como si le hubiera molestado mi comentario. En el jardín ya no quedaban las camelias que hasta hacía poco salpicaban la escena con su intenso y pesado color rojo.
Sensei
tenía la costumbre de mirarlas desde la sala de estar de su casa.
—¿Que no confío en ti? No digo que no confíe. Más bien, no confío en el género humano.
Entonces, desde el otro lado del seto llegó una voz parecida a la del vendedor de pececitos de colores. Aparte de esa voz, no se oía nada. Y es que a unos doscientos metros de una concurrida calle, todo era más tranquilo. Dentro de la casa reinaba el silencio de siempre. Yo sabía que en la habitación contigua estaba su mujer. Sabía igualmente que a los oídos de ella, que estaría cosiendo, llegaba mi voz. Pero en ese momento me olvidé de todo. Y dije:
—Entonces, ¿tampoco confía en su esposa?
Sensei
puso una expresión de cierta ansiedad. Y evitó contestar directamente mi pregunta.
—Ni siquiera confío en mí mismo. Es decir, al no poder confiar en mí, tampoco puedo confiar en los demás. No tengo más remedio que maldecirme.
—Con esa mentalidad nadie estaría seguro de uno mismo.
No es mi mentalidad. Es mi forma de ser y me he dado cuenta de ello. Cuando me di cuenta, me asombré. Y ahora tengo miedo.
Yo deseaba seguir hablando de este tema, pero en ese momento se oyó la voz de su mujer que, desde detrás de la puerta corredera, dijo:
—¡Oye, oye!
A la segunda vez de decirlo,
sensei
contestó:
—¿Qué quieres?
Ella le dijo:
—¿Puedes venir un momento, por favor?
Fue a donde estaba ella. Yo no pude entender la razón de su llamada. Pero antes de intentar imaginarlo,
sensei
ya había vuelto a mi lado. Y siguió hablando.
—De todos modos, no confíes demasiado en mí. Te arrepentirías después e, incluso, intentarías tomar una venganza cruel por creer haber sido engañado.
—¿Qué significa eso?
—El recuerdo de haberse arrodillado ante una persona, en un futuro te hace querer pisarle la cabeza. Yo prefiero evitar el respeto de hoy para no recibir el agravio de mañana. Mejor aguantar mi soledad actual y no una soledad futura que sería horrorosa. La gente de hoy, nacida bajo el signo de la libertad, la independencia y la autoestima, debe, en justa compensación, saborear siempre esta soledad.
Yo no tenía palabras que añadir a esto.
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Desde entonces, cada vez que veía la cara de su mujer me sentía preocupado por si la actitud de
sensei
hacia ella reflejaba esas ideas, en cuyo caso ¿podría ella estar feliz a su lado?
No podía decidir por su aspecto si era o no era feliz, pues tampoco tenía muchas ocasiones de comunicarme con ella. Además, siempre se mostraba muy natural. Normalmente estábamos en presencia de
sensei
y casi nunca solos. Por otro lado, yo tenía otras dudas. La actitud de
sensei
hacia la humanidad, ¿de dónde venía? ¿Era el simple resultado de haberse dedicado a una introspección de sí mismo y al análisis frío del mundo moderno?
Sensei
pertenecía a esa clase de hombres que se sientan para pensar. Pero si una persona con la mente de
sensei
se sentara igualmente para pensar, ¿llegaría a las mismas conclusiones? Yo creía que no. Es decir, sus ideas eran vivas, nacidas de la experiencia. Eran distintas a una casa de piedra calcinada por el fuego pero con sus muros fríos. Para mí,
sensei
era indudablemente un pensador. Por detrás de ese oficio de pensador, sin embargo, me parecía un hombre formado a partir de experiencias muy reales, experiencias o hechos no de otra persona, sino saboreados por sí mismo y en su sangre con dolor y con calor, y que en su alma se habían ido superponiendo en capas.
Pero todo esto no era más que pura imaginación mía. Aunque
sensei
me habría de confirmar que lo que yo imaginaba era cierto, esta confirmación se asemejaría a una montaña de nubes. Unas nubes que cubrieron mi cabeza de cosas horribles y desconocidas. Sin saber por qué sentía miedo a la sombra de esa montaña. La confirmación fue además sumamente vaga, aunque me haría estremecer de pies a cabeza. Antes, supuse un amor formidable como raíz de sus ideas de la vida (por supuesto un amor entre
sensei
y su mujer). Enamorarse era un delito, me había dicho una vez, y esto me proporcionó una pista. Por otro lado,
sensei
me había confesado que la amaba, por lo cual tampoco podía yo sacar una conclusión demasiado pesimista de ese amor. Aquellas palabras de
sensei
, «el recuerdo de haberse arrodillado ante una persona, en un futuro te hace querer pisarle la cabeza», deberían entonces ser aplicables a la gente moderna en general y no a
sensei
ni a su esposa.
La tumba de Zoshigaya, que yo seguía sin saber a quién pertenecía, me daba también que pensar. Sabía que esa tumba guardaba una profunda relación con la vida de
sensei
. A medida que me iba acercando a su vida, aunque sin llegar al fondo, fui aceptando esa tumba como un fragmento de vida que ocupaba su mente. Aún así, se trataba de algo completamente muerto, algo imposible de convertirse en la llave que abriera la puerta de la vida interpuesta entre nosotros. Más bien, la tumba de Zoshigaya era para mí como una losa que un espíritu maligno había colocado para impedirme el libre paso por esa puerta.
Mientras tanto, había tenido otra ocasión de hablar con la señora cara a cara. Era uno de esos días de otoño en que se toma conciencia de la brevedad creciente de los días y en que uno siente en su propia piel el frío del mundo. Cerca de la casa de
sensei
habían tenido lugar varios días seguidos robos sobrevenidos al caer la noche. El valor de lo robado bien es cierto que no era tan alto, pero, si entraba el ladrón, siempre se iba con algo. La señora tenía miedo.
Una tarde de esas,
sensei
tuvo que ausentarse de su casa para invitar a comer, con dos o tres amigos más, a un amigo de su misma región empleado en un hospital provincial, que se hallaba esos días de visita en Tokio. Todo esto me lo había contado
sensei
, pidiéndome que me quedase en su casa hasta que volviera él. Acepté de inmediato.
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Cuando llegué a su casa, la hora de empezar a encender las luces,
sensei
, siempre tan puntual, ya no estaba.
—Mi marido acaba de irse. Como no quería llegar tarde… —me dijo su esposa mientras me conducía al estudio. En su estudio, aparte de la mesa y la silla, se veían, a través del cristal de la vitrina iluminado por la luz eléctrica, los atractivos lomos de piel de muchos libros bien colocados. La señora me invitó a sentarme sobre un cojín junto al brasero y dijo:
—Quédate aquí leyendo algún libro que te guste —y se fue.
Yo me sentía exactamente como un visitante que aguardase la llegada del amo. Estaba incómodo y me puse a fumar. Se oía la voz de la señora que decía algo a la criada en la sala de estar. El estudio de
sensei
estaba pasada la esquina del pasillo al cual también daba esa sala de estar. Por su situación, al final del pasillo, el estudio era de una tranquilidad incomparable en la casa. Al cabo de un rato, se apagó la voz de la señora y todo quedó en silencio. Yo estaba tenso como si estuviera esperando la llegada del ladrón y atento a cualquier ruido.
A la media hora o así, la señora se asomó a la entrada del estudio. Me miró sorprendida y lanzó un «¡Ah!». Me siguió contemplando como si le hiciera gracia verme así tan serio, como si fuera un visitante nuevo.
—¿No te sientes incómodo?
—No, nada.
—Pero estás aburrido, ¿verdad?
—No. Como estoy alerta esperando al ladrón, no siento aburrimiento.
Ella seguía de pie y sonreía sosteniendo una taza de té inglés.
—Bueno, este lugar, algo apartado del centro de la casa, no es el mejor para montar guardia —dije yo.
—Entonces ¿por qué no vienes más al centro? Pensaba que estarías aburrido y te he traído un té. Si te parece bien, te lo serviré en la sala de estar.
Salí del estudio y caminé tras ella. En la sala de estar se oía el borboteo del agua hirviendo en una tetera de hierro fundido sobre un largo y hermoso brasero. En esa sala me invitó a té y a dulces. Ella ni siquiera tocó su taza de té, pues decía que le quitaba el sueño.
—¿Sale
sensei
de vez en cuando como hoy?
—No, casi nunca sale. Últimamente, parece que le gusta menos ver la cara de la gente.
Su expresión, al decir esto, no parecía reflejar preocupación. Entonces, yo me atreví a seguir preguntando.
—Entonces, usted es la excepción, ¿no?
—No. Yo también estoy entre esa gente.
—Eso no es cierto —dije yo— y usted misma sabe que no es cierto.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, según mi teoría, a
sensei
no le gusta la sociedad de la gente porque la ama a usted.
—Como eres estudiante, te gusta argumentar con razones vacías. Pero, fíjate, igualmente se podría decir con tus mismas razones que, como no le gusta la gente, tampoco le puedo gustar yo, que formo parte de esa gente. ¿No te parece?
—Bueno, sí; se podría decir eso también. Pero en este caso, soy yo el que tengo razón.
—No me gusta discutir. Los hombres se divierten discutiendo por discutir. No me explico cómo podéis pasar tanto tiempo hablando y hablando como si estuvierais brindando con copas vacías.
Sus palabras fueron bastante fuertes, aunque lo que sonó en mis oídos no me resultaba chocante. La mujer de
sensei
no era tan moderna como para hacerme reconocer su inteligencia y revelar su amor propio. Tenía la impresión de que a ella le importaba más lo que está sumergido dentro del corazón de las cosas.
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Tenía más cosas que decir a la esposa de
sensei
, pero no deseaba que me tuviera por una persona polémica. Así que me abstuve. Mi mirada estaba fija en el fondo de la taza vacía. Ella, antes de que yo cambiara mi mirada, me preguntó:
—¿Quieres otra?
Enseguida le alargué la taza.
—¿Cuántos? ¿Uno o dos?
Era extraño. Cogiendo los terrones de azúcar y mirándome a la cara para saber cuántos quería, su actitud no era de coquetería pero estaba llena de simpatía, como si deseara compensar el tono fuerte de las palabras de antes.
Tomé el té en silencio y después seguí sin decir nada.
—¡Vaya! ¡Qué calladito! —dijo ella.
—Bueno, no quiero que usted me regañe por provocar una discusión —contesté yo.
—¡Que no, hombre, que no!
Así reanudamos nuestra conversación. Y nuevamente salió a relucir el tema de
sensei
, un tema que nos interesaba a ambos.
—Señora, ¿puedo añadir una cosa a lo que dije antes? Para usted tal vez no sea más que una teoría falsa, pero para mí es algo serio y sincero.
—Pues entonces, dilo.
—Si usted, de repente, desapareciera, ¿podría
sensei
vivir igual que hasta ahora?
—No lo sé. No habría más remedio que preguntarle a él, ¿no crees? No es, por tanto, algo que yo pueda contestar.
—Señora, hablo en serio. Por favor, no rehúya la pregunta. Respóndame honestamente.
—Soy honesta, ¿no lo entiendes? Y, honestamente, te digo que no lo sé.
—Entonces, usted, ¿cuánto le ama? Esta pregunta no es para
sensei
, sino para usted.
—Esas cosas no se preguntan tan abiertamente.
—¿Acaso es algo que no deba preguntarse en serio? ¿O se refiere usted a que está todo demasiado claro y no haría falta ni responder?
—Sí, más o menos, eso es.
—¿Y cómo sería
sensei
si usted, su fiel compañera, faltara de repente? A mí me parece que de este mundo no le interesa nada. Si usted faltara, ¿qué le pasaría? Contésteme, señora, cómo lo ve usted. Desde su punto de vista, ¿sería entonces feliz o infeliz?
—Desde mi punto de vista, todo está clarísimo (aunque a lo mejor
sensei
no opina lo mismo que yo). Él, lejos de mí, sería muy infeliz. Incluso, tal vez no podría seguir viviendo. Puede parecer algo presumido que diga esto, pero créeme, sinceramente pienso que yo le hago feliz. Estoy segura de que no hay nadie excepto yo que pueda hacerle feliz. Por eso estoy tan tranquila.
—Esa seguridad suya seguro que está reflejada favorablemente en el corazón de
sensei
.
—¡Ah! Esa es otra cuestión.
—¿Y dice usted que, pese a esto, él la aborrece?
—No, no pienso que me aborrezca. No hay razón para tal cosa. Pero
sensei
aborrece la sociedad. O, más bien, no le gusta la humanidad. En este sentido, al ser yo también parte de esa humanidad, con toda la razón no le gusto.