Kokoro (8 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Mi hotel estaba en un barrio apartado de Kamakura. Para tener acceso a actividades de moda, como jugar al billar o comer un helado, tenía que recorrer un largo camino entre arrozales. Si tomaba un
rickshaw
[41]
, me cobraban veinte
sen
[42]
. Así y todo, se veían bastantes casas particulares dispersas por el camino. La playa, además, estaba muy cerca y el lugar era muy cómodo para bañarse.

Todos los días iba a bañarme al mar. Recorría un camino entre viejos tejados de paja ahumada y bajaba hasta la playa. Allí encontraba mucha gente de vacaciones que se movía a lo largo de la arena. Me sorprendía ver tal variedad de capitalinos. A veces, el mar parecía un baño público lleno de negras cabezas. No conocía a nadie, pero en aquel animado panorama resultaba divertido estar tumbado sobre la arena o corretear por la playa dejando que las olas me golpearan en las rodillas.

Precisamente en esa multitud conocí a
sensei
. En la playa había dos casas de té. Yo tenía la costumbre de ir a una de ellas por alguna u otra razón. Aparte de los dueños de las grandes villas del barrio de Hase, los veraneantes de la zona, al no disponer de vestuarios propios, se veían en la necesidad de tener que usar los vestuarios públicos que había en esas dos casas de té. Allí, los bañistas tomaban té y descansaban; además, les lavaban sus bañadores y se quitaban el salitre del mar. A veces, dejaban allí los sombreros y las sombrillas. Yo no tenía un bañador, así que no necesitaba cambiarme allí dentro, pero, aún así, como temía que pudieran robarme, cada vez que me bañaba dejaba en esa casa de té todas mis pertenencias.

2

Cuando vi a
sensei
en esa casa de té, se disponía a cambiarse para meterse en el mar. Yo, por el contrario, acababa de salir y dejaba que mi cuerpo mojado se secara con la brisa. Entre él y yo había muchas cabezas negras que no nos dejaban vernos bien. Si no hubiera habido una razón especial, no le habría visto. A pesar de que la playa estaba abarrotada de gente y mi atención distraída, reparé en
sensei
porque estaba acompañado de un occidental.

Al entrar en la casa de té, enseguida atrajo mi atención la piel tan blanca de ese occidental que, de pie, contemplaba el mar con los brazos cruzados. A su lado, sobre una banqueta, había una
yukata
[43]
. El occidental no llevaba puesto más que unos calzones corrientes. En primer lugar, eso me pareció extraño. Dos días antes yo había estado en Yuigahama
[44]
, en donde, largamente sentado sobre un montículo de arena, había observado cómo se bañaban los occidentales. Mi lugar de observación estaba en lo alto de una colina, cerca de la puerta trasera de un hotel de estilo occidental. De allí salían muchos hombres, pero ninguno mostraba desnudo el tronco, brazos o muslos. Especialmente las mujeres tenían tendencia a ocultar el cuerpo. La mayoría llevaba un gorro de goma, y los colores —granate, azul marino, índigo— de los gorros flotaban entre las olas.

Después de ver el aspecto de aquella gente, este occidental de rostro impasible, en calzones y ahí de pie, en medio de la gente, me parecía algo extraordinario. De pronto, volvió la cabeza y dijo algo al japonés que estaba agachado a su lado. Este japonés recogía en ese momento la toalla que se le había caído a la arena. Después de cogerla, se la anudó a la cabeza y echó a andar hacia el mar. Ese hombre era
sensei
.

Por simple curiosidad, yo observaba las espaldas de estos dos hombres mientras bajaban hacia la orilla. Metieron los pies resueltamente en el agua y, después de salir a un espacio amplio y haber pasado entre el bullicio de toda la gente que había en el mar de suave pendiente, los dos empezaron a nadar. Sus cabezas se alejaron hacia alta mar, desde donde parecían muy pequeñas. Después volvieron directamente a la orilla. Cuando llegaron a la casa de té, se secaron sin ducharse y, sin ni siquiera echarse agua del pozo, se vistieron y acto seguido se fueron.

Después de marcharse, yo seguía sentado en la misma banqueta fumando un cigarrillo. Con la cabeza medio ausente pensaba en
sensei
. Me parecía que había visto su cara en alguna parte, pero no conseguía recordar ni dónde ni cuándo.

Esos días, yo no tenía nada que hacer o, mejor dicho, estaba aburrido. Así que al día siguiente, esperando que llegara la misma hora, me presenté en la casa de té. Esta vez
sensei
vino solo, sin el occidental, y con un sombrero de paja en la cabeza. Al llegar, se quitó las gafas, las puso sobre un banco de tablas y bajó a zancadas hasta la orilla mientras se anudaba rápidamente la toalla en la cabeza. Cuando empezó a nadar solo, dejando atrás a toda la gente, tan bulliciosa como ayer, me entraron de repente ganas de seguirle. Me metí en el agua mojándome la cabeza con el chapoteo, avancé hasta un lugar bastante profundo, y empecé a dar brazadas hacia
sensei
. Pero él, a diferencia de lo que había hecho ayer, se puso a nadar hacia la orilla describiendo una extraña curva. No pude lograr mi intención de llegar a él. Cuando volví a la casa de té, con el agua que me goteaba por las manos mientras caminaba braceando, él ya se había vestido y se iba.

3

A la misma hora del día siguiente también fui a la playa y volví a verle. Al otro día hice lo mismo. Pero no se presentó ninguna ocasión para poder decirle algo, ni siquiera un saludo. Además, su actitud era más bien distante. Ajeno a todo, llegaba a la misma hora y después se iba. Aunque alrededor suyo había animación, jamás mostraba el más mínimo interés. El occidental que había visto con él el primer día no volvió a aparecer, de modo que
sensei
ahora siempre estaba solo.

Un día, después de acercarse a la orilla y haberse bañado, estaba a punto de vestirse como siempre, pero se dio cuenta de que su
yukata
por alguna razón estaba llena de arena. Para sacudirla, me dio la espalda y la agitó dos o tres veces. En ese momento, se le cayeron las gafas que estaban debajo de la ropa, en el espacio entre las tablas del banco. Se puso la
yukata
blanca y el cinturón y empezó a buscar las gafas. Rápidamente, yo metí la cabeza debajo del banco, alargué la mano y cogí las gafas.
Sensei
las recibió de mi mano diciendo gracias.

El día siguiente, salté al agua detrás de él. Nadé en su misma dirección. Cuando avanzamos unos doscientos metros hacia alta mar, volvió la cabeza y me dijo algo. Éramos los únicos flotando en la superficie del espacioso mar azul. Los potentes rayos del sol iluminaban el agua, las montañas y todo lo que mi vista abarcaba. Con los músculos pletóricos de júbilo y sensación de libertad me puse a bailar alocadamente en el mar. Entonces
sensei
detuvo los movimientos de piernas y brazos y se puso a hacer la tabla en el mar tumbado boca arriba e inmóvil sobre las olas. Yo hice lo mismo. El cielo derramaba sobre mi cara su penetrante e inmenso color azul.

—Es divertido, ¿eh? —grité.

Poco después,
sensei
cambió de postura e irguiéndose me dijo:

—¿Qué? ¿Nos vamos ya?

Yo me sentía fuerte y la verdad es que me apetecía seguir jugando en el agua un poco más, pero al oírle me apresuré a responder de buena gana:

—Sí, vámonos.

Y volvimos los dos por el mismo camino hasta llegar a la playa.

Ya había ganado la amistad de
sensei
. Pero todavía no sabía dónde se alojaba.

Creo que tres días después, por la tarde, al verle en la casa de té de siempre, me dijo bruscamente:

—¿Vas a quedarte mucho tiempo más por aquí?

No se me había ni ocurrido pensar en esto, ni a mi cabeza llegaban palabras para contestar. Así que dije:

—No sé.

Al ver cómo él me miraba sonriendo, me sentí incómodo y no pude evitar preguntarle:

—¿Y usted,
sensei
?

Fue la primera vez que le llamé «
sensei
».

Esa noche le visité en su alojamiento. No era un hostal normal, sino una especie de villa construida en el recinto de un templo budista. Se notaba que la gente que vivía allí no eran familiares de
sensei
. Cuando le volví a llamar
sensei
, esbozó una sonrisa amarga. Le dije que era mi costumbre llamar así a las personas mayores que yo. También le pregunté sobre el occidental de aquel día. Me contestó que se trataba de un hombre singular y que se había ido ya de Kamakura. Después de contarme algo más, me dijo que resultaba extraño en él tener esa relación con un extranjero no tratándose mucho con japoneses. Al final le dije que tenía la impresión de haberle visto antes, pero que no podía recordar dónde. Yo era joven y sentía que tal vez él tuviera la misma impresión. Había imaginado, por tanto, su posible respuesta. Sin embargo, tras una pausa, me dijo:

—No, a mí no me suena nada tu cara. ¿No me habrás confundido con otra persona?

Sin saber bien por qué, sentí cierta decepción.

4

A fin de mes volví a Tokio.
Sensei
había vuelto mucho antes. Cuando me despedí de él, le había preguntado:

—¿Me dejará usted ir a visitarle en su casa de vez en cuando?

Sensei
contestó simplemente:

—Bueno.

Como creía que
sensei
y yo habíamos llegado a ser bastante buenos amigos, la verdad es que había imaginado una respuesta más calurosa. Esta lacónica respuesta me desanimó.

A menudo,
sensei
me decepcionaba con cosas así. A veces parecía darse cuenta y otras veces era como si no se diera cuenta en absoluto. Expuesto una y otra vez a esas ligeras decepciones, me hallaba precisamente en una situación en la que no podía alejarme de
sensei
. Más bien, cada vez que sentía el rechazo, más ganas me daban de ir adelante. Si avanzaba sin rendirme, creía que en un momento dado todo aquello que había deseado aparecería ante mí. Bien es cierto que yo era joven, pero esa sangre joven no parecía funcionarme con toda la gente igual que con
sensei
. Ni siquiera yo entendía por qué me sentía así únicamente con él. Ahora, después de su muerte, creo que he empezado a comprender todo. No es que
sensei
sintiera aversión hacia mí. Aquellos saludos tan secos y actitudes tan frías no eran en realidad expresiones de rechazo o disgusto para alejarme. Eran formas de advertirme que no merecía la pena acercarse a él porque era una persona sin ningún valor.
Sensei
no reaccionaba al cariño de la gente porque se despreciaba a sí mismo y no por menosprecio a los demás.

Naturalmente, yo tenía la intención de visitarle a mi regreso a Tokio. Faltaban todavía dos semanas para el comienzo del nuevo curso, y pensaba hacerle una visita. Pero dejé pasar dos o tres días y comprobé que se iba yendo aquella sensación que tenía en Kamakura. El aire colorido de la gran ciudad junto con el intenso estímulo de revivir recuerdos me afectaron fuertemente. Cada vez que me cruzaba en la calle con algún estudiante, sentía hacia el nuevo curso esperanza y tensión a la vez. Así, por un tiempo me olvidé de
sensei
.

Transcurrido más o menos un mes del nuevo curso, empecé a sentirme más relajado. Caminaba por la calle con expresión insatisfecha y escudriñaba mi cuarto como si codiciara algo. En mi mente resurgió la imagen de
sensei
. Y sentí deseos de volverle a ver.

La primera vez que fui a su casa no estaba. Recuerdo que fue al siguiente domingo cuando fui a visitarle por segunda vez. Era un día espléndido y el cielo despejado se sentía penetrante. Tampoco ese día le encontré en su casa. En Kamakura le había oído decir que solía estar siempre en casa porque no le gustaba salir. Pero en ninguna de las dos ocasiones en que había ido a verle, le había encontrado. Recordando esto, sentí cierto malestar aunque no tenía ninguna razón para ello. De todos modos, me quedé un instante cerca de la puerta. Miraba la cara de la criada, mientras seguía allí parado con aire irresoluto. Era la misma criada que el primer día había recibido mi tarjeta de visita y anunciado mi llegada. Esta vez me hizo esperar un poco y otra vez se metió en la casa. Entonces, apareció en lugar de ella la señora de la casa. Era una mujer bella.

Tuvo la atención de indicarme dónde había salido su marido. Me explicó que
sensei
el mismo día de cada mes tenía la costumbre de llevar flores a una tumba del cementerio de Zoshigaya
[45]
.

—Acaba de irse no hace más de diez minutos —me dijo con simpatía.

Yo la saludé con una inclinación de cabeza y me alejé. Cuando hube recorrido unos cien metros hacia el animado centro de la ciudad, sentí deseos de pasear hasta Zoshigaya con curiosidad de encontrarme con
sensei
. Así que di media vuelta y me encaminé a ese lugar.

5

Entré en el cementerio por el lado izquierdo de un semillero de arroz que había enfrente. Me adentré por un amplio camino flanqueado de arces. Entonces, de una casa de té al final del camino salió una figura que se parecía a
sensei
. Me acerqué hasta que pude distinguir el reflejo del sol en la montura de sus gafas. Exclamé:


¡Sensei!

Se quedó inmóvil y me miró.

—¿Por qué…? ¿Por qué? —musitó repitiendo la misma palabra, una palabra que sonó extraña pronunciada en la silenciosa hora de aquel día. Yo, de repente, sentí haber perdido el habla.

—Me has seguido… ¿Por qué?

Aunque su voz parecía abatida, su actitud era de sosiego. En su semblante, de todos modos, había una especie de nube que yo no podía definir claramente. Entonces le expliqué cómo había llegado hasta allí.

—¿Y te dijo mi mujer de quién es la tumba?

—No, de eso no me ha dicho nada.

—¿No? Bueno, tampoco había razón para habértelo dicho. Era la primera vez que te veía. No, claro, no había necesidad de decírtelo.

Por fin, parecía haber comprendido todo. Yo, en cambio, no comprendía nada.

Sensei
y yo atravesamos varias tumbas hasta salir a la calle. Al lado de la tumba con la inscripción de «Isabel
[46]
, etc., etc.» o de «Rogin, el siervo de Dios…», había una estela funeraria con la leyenda de «Todo ser vivo contiene la esencia de Buda». Había otra de no sé qué embajador de no sé dónde. Ante una tumba con tres caracteres chinos esculpidos, le pregunté:

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