—¿Cómo se lee esto?
—Tal vez se puede leer como «Andrés» —contestó
sensei
, sonriendo con cierta amargura.
Daba la impresión de que
sensei
no hallaba nada ridículo ni irónico en la diversidad de las lápidas, al contrario que yo. Al principio, se limitaba a escuchar mis comentarios sobre unas lápidas redondas, otras de granito, etc. Pero al final me dijo:
—Tú nunca has pensado seriamente en la muerte, ¿no?
Me quedé callado.
Sensei
no añadió más.
Al final del cementerio había un enorme árbol gingko que parecía ocultar el cielo. Al pasar bajo el árbol,
sensei
, alzando la cabeza hacia sus ramas, dijo:
—Dentro de poco estará hermoso. Sus hojas cambiarán de color y este suelo se cubrirá de hojas doradas.
Sensei
pasaba todos los meses sin falta por debajo de este árbol.
Más allá, un hombre que estaba allanando un terreno nuevo destinado al cementerio, interrumpió su labor y se nos quedó mirando. Desde allí, giramos a la izquierda y enseguida salimos a la carretera.
Como no tenía un lugar en particular donde ir, continué al lado de
sensei
. Aunque durante todo este tiempo él hablaba muy poco, yo no me sentía incómodo, así que seguí caminando con él.
—¿Va a su casa directamente?
—Pues sí. No tengo ningún lugar por el que pasar —contestó.
Y en silencio bajamos la cuesta hacia el sur. De nuevo empecé a hablar yo:
—¿Era esa la tumba de sus padres?
—No.
—¿De quién era la tumba? ¿De algún pariente?
—No.
Sensei
no dijo nada más y yo puse término a la conversación. Después, cuando él se me había adelantado unos cien metros, se volvió hacia donde yo estaba.
—Era la tumba de un amigo.
—¿Y la visita usted todos los meses?
—Así es.
Aquel día
sensei
no me contó nada más.
6
Desde entonces, adquirí la costumbre de visitar a
sensei
de vez en cuando. Siempre que iba, le hallaba en casa. Mis visitas empezaron a hacerse más y más frecuentes. Pero su actitud hacia mí, desde aquella primera vez que me dirigí a él hasta esas visitas en las que llegamos a intimar más, no varió mucho. A
sensei
le gustaba guardar silencio. A veces, al verle tan callado, yo sentía tristeza. Era evidente desde el principio que tenía algún secreto, algo que me impedía acercarme demasiado a él. Pero al mismo tiempo, sentía un fuerte impulso de aproximarme. Tal vez fuera yo la única persona entre muchas con tal impulso, pero era ciertamente la única en quien había un apego intuitivo hacia él, un apego que habría de ser testimonio de la verdad. Por eso me alegro y me enorgullezco, aunque haya personas que crean que yo era demasiado joven y que sonrían ante mi ingenuidad. Una persona capaz de amar o una persona incapaz de evitar amar, aunque no pudiera acoger con los brazos abiertos a quien deseaba llegarse a su pecho, tal persona era
sensei
.
Como ya he dicho,
sensei
siempre guardaba silencio. Estaba en calma. Pero a veces una extraña nube le ensombrecía el rostro. Era como si la sombra de un pájaro negro surgiera en la ventana y desapareciera enseguida. La primera vez que percibí esa nube posada entre sus cejas fue en el cementerio de Zoshigaya, aquella vez que me presenté de improviso. En ese extraño instante, sentí que mi sangre, que hasta entonces fluía normalmente, se había quedado atascada. Fue como una parada instantánea del corazón que enseguida recuperó su movimiento habitual. Después, olvidé por completo aquella oscura sombra de la nube. Pero una noche de fines de octubre, un nuevo incidente me la trajo a la memoria.
Estaba hablando con
sensei
y, sin saber cómo ni por qué, me acordé de la imagen del enorme árbol gingko en el cual él me había hecho reparar. En tres días le tocaba visitar de nuevo la tumba. Era un día en el que yo no tenía clase por la tarde. Le dije a
sensei
:
—
Sensei
, las hojas del gingko de Zoshigaya ya se habrán caído, ¿verdad?
—No, todavía no estará del todo desnudo el árbol.
Y, al contestar, observó mi cara y se quedó un rato sin apartar su mirada de ella. Yo le dije enseguida:
—Cuando usted vaya a visitar otra vez la tumba, ¿podré acompañarle? Me gustaría pasear por allí con usted…
—Bueno, pero yo no voy a pasear, sino a visitar una tumba.
—Ya, pero de paso también se puede pasear, ¿no?
Sensei
no contestó. Al cabo de un rato, repitió:
—No voy más que a visitar una tumba.
Parecía intentar separar el acto de visitar una tumba y de pasear. Tal vez era una excusa para no ir conmigo, pero a mí me resultaba extraña esta actitud algo infantil de
sensei
. Quise insistir:
—Admito que es una visita a una tumba, pero lléveme con usted. Visitaré la tumba yo también.
En realidad, me parecía que no tenía sentido distinguir la visita a la tumba del paseo. Fue entonces cuando entre sus cejas reapareció esa nube mientras que en sus ojos se encendía una extraña luz. Su expresión revelaba no solamente molestia, disgusto o temor, sino una especie de inquietud. De repente me acordé vivamente de cuando le llamé «
sensei
» en Zoshigaya. Su expresión era idéntica.
—Yo —dijo
sensei
—, por una razón que no te puedo decir, no deseo ir allí con nadie; ni siquiera mi mujer ha ido allí conmigo.
7
Su conducta me pareció extraña. Pero decidí no insistir más y dejar las cosas así. Por otro lado, no es que yo le visitara con la intención de analizarle. Creo que aquella actitud mía de entonces fue más bien una de las que más respeto me habrían de merecer en la vida, pues gracias a ella pude entablar con
sensei
una amistad humana y apacible. Si mi curiosidad hubiera sido percibida como indagatoria y analítica, el hilo de la compasión que nos unía se habría cortado sin remedio. Yo era joven y no tenía en absoluto conciencia de mi actitud. Quizá por eso tenía más mérito; pero si todo hubiera salido al revés, ¿cómo habría resultado nuestra relación? Sólo de pensarlo, me estremezco. Tal era el constante miedo que él sentía a ser analizado fríamente.
Comencé a frecuentar su casa dos o tres veces al mes. Un día, cuando mis visitas habían empezado a ser más frecuentes,
sensei
me preguntó de improviso:
—¿Por qué vienes tantas veces a visitarme, a visitar a una persona como yo?
—¿Que por qué? Bueno, no tengo ninguna razón especial. ¿Es que le molesto?
—No, no digo que me molestes.
En efecto, no parecía que le molestara. Yo sabía que su círculo de amistades era sumamente reducido. Apenas pasaba de dos o tres antiguos compañeros de clase que por entonces residían en Tokio. A veces, acerté a encontrarme en su salón con alguno de ellos, con alguno que era de su misma región. Me parecía, sin embargo, que ninguno le tenía tanto cariño como yo.
—Soy un solitario —dijo
sensei
— y por eso me alegro de que vengas a verme. También por eso te he preguntado la razón de la frecuencia de tus visitas.
—Pero ¿por qué tiene que preguntármelo?
A mi pregunta no contestó nada. Se limitó a mirarme. Entonces dijo:
—¿Cuántos años tienes?
Me parecía una conversación demasiado vaga y no quise insistir. Así que regresé a casa.
Pero no habían pasado cuatro días cuando de nuevo estaba en su casa.
Sensei
, al verme en el salón, se echó a reír.
—Has venido otra vez —dijo.
—Sí, otra vez —y yo también me reí.
Si me hubiera dicho esto otra persona, me habría ofendido. Pero dicho por
sensei
, sentí lo contrario. No solamente no me ofendió, sino que me alegró.
—Soy un solitario —esa noche
sensei
repitió la misma frase del otro día—, soy un solitario, pero, a lo mejor, tú también lo eres. Yo, aunque me siento solo, como soy mayor que tú, no necesito moverme. Pero creo que tú, que eres joven, no puedes quedarte quieto. Querrás moverte todo lo que puedas, querrás chocarte con algo…
—Yo no me siento un solitario —repuse yo.
—A más juventud, más soledad. Pero, ¿por qué vienes a verme tantas veces?
Otra vez la voz de
sensei
había repetido la misma pregunta del otro día. Y siguió diciendo:
—Aunque vengas a verme con frecuencia, debes sentirte solo en alguna parte de tu corazón. Yo no tengo la capacidad de arrancarte tu tristeza de raíz. Pronto tendrás que extender tus brazos hacia fuera, pronto dejarás de venir.
Y al decir esto, sonrió tristemente.
8
Afortunadamente esa predicción no resultó real.
Yo tenía poca experiencia por entonces y ni siquiera pude captar el clarísimo significado que contenía aquella predicción. Seguí visitándole. Y sin saber desde cuándo, pronto me vi comiendo a su mesa. Naturalmente, eso me obligaba a conversar igualmente con su mujer.
Como cualquier otro hombre joven, yo no era indiferente a las mujeres. Pero debido a mi juventud y escasa experiencia, no había tenido ningún tipo de relación con el otro sexo. No sé si sería esta la razón, pero mi interés por las mujeres siempre se despertaba hacia desconocidas, de esas con las que me cruzaba por la calle. Cuando vi a la esposa de
sensei
a la puerta de su casa la primera vez, pensé que era guapa. Desde entonces, siempre que la veía tenía la misma impresión. Sin embargo, invariablemente sentía que no había más que decir sobre ella.
Esto no quiere decir que ella no tuviera su peculiar y propia individualidad, sino simplemente que no se presentó la ocasión de mostrarla. Además, yo la trataba como a una parte de
sensei
y ella me atendía como a un estudiante que visitaba a su marido. Es decir, si apartáramos a
sensei
de este triángulo, la figura quedaría descompuesta y sin unión. Por eso, yo de esta señora, desde que la conocí, sólo tengo la impresión de que era bella y nada más.
Un día, me invitaron a beber
sake
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en su casa. Ese día estaba presente la esposa, siendo ella quien servía la bebida.
Sensei
, que parecía estar más alegre de lo que en él era corriente, alargó la copita que acababa de vaciar y le dijo a su mujer:
—Toma tú también algo.
Ella, medio rechazando, dijo:
—No, yo no…
Pero, al final, aceptó beber aunque parecía molestarle. Frunciendo levemente sus bonitas cejas, se llevó a los labios la copa que yo mismo le serví hasta la mitad. Entonces los dos empezaron a hablar en términos de intimidad conyugal.
—¡Qué cosa más extraña! Casi nunca me invitas a beber —dijo ella.
—Porque no te gusta. Pero de vez en cuando es bueno. Te hace sentir bien.
Ella dijo:
—No, nunca me siento bien bebiendo. Me siento a disgusto. Tú eres el que se pone muy alegre después de beber un poco.
—Sólo algunas veces.
—¿Y qué tal esta noche?
—Esta noche me siento muy bien —contestó
sensei
.
—Bueno, pues entonces deberías beber todos los días un poco…
—No puedo.
—Que sí, por favor. Así, no estaríamos tristes —dijo ella.
En la casa vivían el matrimonio y una criada. Y nadie más. Solía reinar el silencio. Nunca se oía una risa. Cuando estaba en su casa a veces tenía la impresión de que
sensei
y yo éramos los únicos en casa.
—Estaríamos mejor si hubiéramos tenido hijos —añadió su mujer mirándome a mí.
Yo le contesté:
—¿De verdad? —pero no era muy sincero, pues como yo no había tenido hijos, mi única idea sobre los niños era que resultaban un estorbo.
—¿Adoptamos uno? —preguntó
sensei
.
—¿Un hijo adoptado? —y la señora volvió a mirarme.
—Aunque lo desees, nunca tendremos un hijo propio —dijo
sensei
.
La mujer se quedó callada. Yo pregunté por ella:
—¿Por qué?
—Castigo del cielo —contestó
sensei
. Y se rio en voz alta.
9
Hasta donde yo sabía,
sensei
y su esposa formaban un matrimonio muy bien avenido. Naturalmente, yo carecía de la experiencia de haber formado una familia. Tampoco entendía mucho de matrimonios; pero, por ejemplo, cada vez que
sensei
llamaba a su mujer, me parecía percibir cariño en la manera de pronunciar su nombre. A veces, la llamaba a ella en lugar de llamar a la criada. Cuando estábamos en la sala de estar,
sensei
en cualquier momento se volvía hacia la puerta y decía: «Oye, Shizu». Y su mujer, dócilmente, le contestaba llegándose a su lado. De cuando en cuando, me invitaban a comer y, cuando ella aparecía a la mesa, se percibía claramente la buena relación existente entre ambos.
A veces,
sensei
iba con ella a conciertos o al teatro. Además de eso, hubo dos o tres veces, si no me falla la memoria, en que hicieron viajes de una semana o así. Conservo aún una tarjeta que me mandaron de Hakone. Otra vez, desde Nikko
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, me enviaron una carta con una hoja enrojecida por el otoño.
La relación entre
sensei
y su esposa, a través de mi mirada de entonces, se mantenía más o menos así. Sólo una vez ocurrió una excepción.
Fue un día en que había ido de visita, como de costumbre. Apenas hube franqueado la puerta de entrada a la casa y antes de hacer notar mi presencia, llegaron a mis oídos voces no de una conversación normal, sino más bien de una discusión. La casa de
sensei
tiene el cuarto de estar al lado del zaguán de entrada, por eso, enseguida, pude oír el tono tenso de las voces. Comprendía que una de estas era de
sensei
; era una voz masculina y más alta. La otra voz tenía un tono mucho más bajo y, aunque no estaba del todo seguro, se asemejaba a la de su mujer. Parecía que estaba llorando. Estuve unos instantes sin saber qué hacer junto a la puerta, hasta que decidí marcharme rápidamente y regresar a mi pensión.
Una vez en el cuarto de mi pensión, sentí el corazón embargado por una extraña ansiedad. Me puse a leer, pero era como si las líneas no entraran en mi cabeza. Al cabo de más o menos una hora,
sensei
me llamó por mi nombre desde debajo de mi ventana. Sorprendido, la abrí. Me preguntó si me apetecía dar un paseo. Miré el reloj que había metido un momento antes en el
obi
[49]
. Eran más de las ocho. Al llegar, no me había quitado aún la
hakama
[50]
, así que vestido como estaba, enseguida salí a la calle.