—Como has vuelto, tu padre está convencido de que se siente más fuerte.
A mí, sin embargo, no me parecía que estuviera fingiendo sentirse mejor.
Mi hermano mayor vivía en la lejana isla de Kiushu debido a su trabajo. A él no le resultaba tan fácil visitar a nuestros padres, a no ser que ocurriera algo grave. Mi hermana pequeña estaba casada en otra región y tampoco podía venir tan fácilmente como quisiera. Por eso, de los tres hermanos, yo, siendo estudiante, era el más a mano para esta situación. A mi padre le causaba mucha satisfacción verme en casa, obediente a la llamada de mi madre, sin acabar el curso y antes del comienzo de las vacaciones.
—Siento, hijo, haberte hecho faltar a las clases por esta tontería de enfermedad que tengo. Ha sido culpa de tu madre. ¡Haberte escrito una carta tan exagerada…!
Esto lo decía por decir, naturalmente. Y no sólo eso, sino que, levantándose, pidió que le recogiéramos la ropa de cama. Mostraba la energía de siempre.
—Como te descuides, volverás a ponerte malo como la otra vez.
Mi consejo pareció divertirle y se lo tomó a la ligera.
—¡Tranquilo! No me pasará nada. Si me cuido como siempre, todo irá bien.
En realidad, parecía encontrarse bien. Andando de un lado a otro por la casa, ni jadeaba ni se mareaba. El color de su cara, sin embargo, era bastante más pálido de lo normal. Pero como no era un síntoma reciente, tampoco nos preocupaba demasiado.
Escribí a
sensei
, agradeciéndole su préstamo. Le decía que, si no tenía inconveniente, le devolvería su dinero a mi regreso a Tokio a principio de año. Le hablaba también de la enfermedad de mi padre, que no era tan grave como yo había imaginado y que, al no sentir mareos ni tener vómitos, seguro que no le pasaría nada serio próximamente. En último lugar, aunque sin darle importancia, le expresé mi interés por su resfriado.
Esta carta la escribí sin esperar respuesta. Después de enviarla, les hablé a mis padres de
sensei
y, al hacerlo, me lo imaginaba en su estudio.
—Cuando te vayas a Tokio la próxima vez, le llevas unas setas secas.
—Bueno, pero no sé si le van a gustar.
—Hombre, no es que sea una exquisitez, pero a todo el mundo le gustan las setas secas.
A mí me parecía extraño asociar a
sensei
con las setas secas.
Cuando recibí una carta de
sensei
, me sorprendí un poco. Me extrañé aún más al comprobar que esa carta no contenía nada particular. Pensé entonces que la había escrito por pura amabilidad. Y este pensamiento me hizo muy feliz. Era la primera carta que recibía de
sensei
.
Si digo la «primera carta», podría creerse que mantuvimos correspondencia. He de advertir que no fue así. Exactamente, no recibí más que dos cartas suyas en vida de él. Una fue esta, respuesta sencilla a la mía, de la que acabo de hablar, y otra fue una larga, muy larga, que me dirigió antes de morir.
A mi padre, por el carácter de su enfermedad, no se le permitía moverse mucho. Después de levantarse de la cama, casi nunca salía. Un día en que había sol, bajó por la tarde al jardín
[59]
. Yo, por precaución, le acompañé, intentando cogerle el brazo y apoyarlo en mi hombro. Pero él, entre risas, no me hizo caso.
23
Para hacer compañía a mi padre, que se aburría mucho, a menudo jugábamos al ajedrez japonés. Al ser los dos perezosos y tener puesto el tablero sobre una mesa con faldillas, debajo de la cual estaba el brasero que nos calentaba, cada vez que movíamos una pieza teníamos que sacar la mano de debajo de la faldilla de mesa. A veces, se nos perdía alguna pieza y no nos dábamos cuenta hasta la siguiente partida. En alguna ocasión, mi madre encontró alguna pieza entre las cenizas del brasero que tenía que recoger con las tenazas.
El
go
[60]
[a]
, con su tablero grueso y con patas, no sería bueno para nosotros que nos gusta jugar sobre la mesa camilla. En cambio, este tablero de ajedrez es ideal para gente perezosa como nosotros, que no queremos sacar la mano de debajo de la mesa.
—Venga, vamos a jugar otra partida.
Mi padre, cuando ganaba, siempre decía lo mismo: «Venga, otra partida». Pero también lo decía cuando perdía. Ganar o perder, en definitiva, no le importaba. Siempre deseaba estar jugando al ajedrez sentado a la mesa camilla. Al principio, este juego de jubilados me resultaba novedoso y tenía interés; pero con el paso de los días, mi energía juvenil no podía satisfacerse con tan escaso estímulo. A veces, levantaba las manos por encima de mi cabeza, sosteniendo en ellas las piezas, y bostezaba sin ningún reparo.
Pensaba en Tokio y oía cómo latía mi corazón que no cesaba de mover mi sangre rebosante. Extrañamente, sentía que esos latidos resonaban con más potencia gracias a la fuerza que
sensei
parecía haberme transmitido. En mi mente, le comparé con mi padre. Los dos eran hombres tranquilos, cuya muerte o vida podía pasar desapercibida para la opinión pública. Desde el punto de vista del reconocimiento social, uno y otro eran unos don nadie. Aún así, este padre mío, al que tanto le gustaba el ajedrez, no resultaba de mi agrado, ni siquiera como compañero de juego. Con
sensei
no tenía ningún recuerdo de haber compartido juegos, pero aun más que cualquier relación de ese tipo, él estaba influyendo intelectualmente en mí sin darme yo cuenta. Si digo «intelectualmente», parece algo frío, así que diré mejor «espiritualmente». Por eso, no me parece nada exagerado afirmar que la fuerza de
sensei
estaba en mi carne y que su espíritu corría por mi sangre. Esta era la realidad tal como se me mostraba y, al reflexionar sobre ella atentamente, tuve la impresión de haber descubierto una gran verdad. Me quedé perplejo.
Casi al mismo tiempo en que empezaba a aburrirme en casa, tuve la sensación de que también para mis padres mi estancia en la casa parecía estar muy vista, nada parecido a la novedad de los primeros días. Creo que esto les suele ocurrir más o menos a todos los que regresan a sus casas en las vacaciones. La primera semana siempre son tratados con mucho cariño y hasta mimo, pero, cuando se enfría esa etapa de entusiasmo inicial, la familia se acostumbra a la presencia de uno y acaba por ignorarle. Además, cada vez que yo volvía a casa, me traía de Tokio aspectos novedosos que mis padres ni apreciaban ni entendían. Lo diré con un ejemplo clásico, era como si trajera el olor del cristianismo a la casa de un confuciano. Por eso, lo que traía conmigo nunca armonizaba con mis padres. Por supuesto que yo intentaba encubrir los cambios que Tokio podía haber producido en mí, pero había cosas que ya eran parte de mí, cosas que, aunque no quisiera mostrar, no podían escapar a los ojos de mis padres. Finalmente perdí todo interés en seguir más tiempo en casa. Quería volver a Tokio cuanto antes.
Afortunadamente, el estado de mi padre se había estancado y no había síntomas de empeoramiento. De todos modos, se llamó a un médico de cierta fama, que vivía lejos, para que le examinara con detenimiento. Este médico no detectó nada que no supiéramos ya. Decidí irme antes de terminar las vacaciones de Año Nuevo.
Al anunciarles mi partida, mis padres, por extraño que parezca, se opusieron.
—¿Pero te vas ya? Todavía es muy pronto, ¿no? —dijo mi madre.
—No te pasará nada porque te quedes cuatro o cinco días más —añadió mi padre.
Pero yo no cambié el día que había fijado.
24
Cuando llegué a Tokio, ya habían retirado todas las decoraciones de pino
[61]
. Soplaba un viento frío y no se percibía la animación propia del Año Nuevo.
No tardé en ir a casa de
sensei
a devolverle su dinero. Le llevé también aquellas setas secas. Como me pareció algo raro dárselas así, sin más ni más, dije que era un regalo de parte de mi madre. Y las puse delante de la esposa de
sensei
. Las setas estaban dentro de una caja nueva de dulces. Después de darme cortésmente las gracias ella, al levantar la caja y sorprenderse de su ligereza, me preguntó:
—¡Vaya! ¿Qué tipo de dulces son estos?
A medida que conocía mejor a la esposa de
sensei
, más me sorprendían esos rasgos infantiles de su carácter.
Los dos me preguntaron con interés sobre la enfermedad de mi padre.
—De veras, después de escucharte, todo parece indicar que, de momento, no le va a pasar nada, pero es una enfermedad ante la que hay que estar muy atento.
Sensei
tenía muchos conocimientos, de los que yo no tenía ni idea, sobre esta enfermedad de los riñones. Y añadió:
—Lo peculiar de esta enfermedad es eso. El que la padece no se da ni cuenta. Un militar conocido mío se murió precisamente de eso. Parecía mentira. Su mujer, que estaba acostada a su lado, ni siquiera tuvo tiempo de cuidarle. Parece ser que por la noche la había despertado para decirle que se sentía algo mal. A la mañana siguiente ya estaba muerto. La mujer creía que estaba dormido.
Yo, que hasta entonces era bastante optimista, de repente empecé a inquietarme.
—A mi padre podría pasarle lo mismo, ¿no? No se puede decir que no, ¿verdad?
—¿Qué dice el médico?
—Que curarse es imposible, pero que tampoco hay razón para preocuparse por ahora.
—Pues entonces, si lo ha dicho el médico, no habrá problema. El caso del que he hablado, era el de una persona bastante descuidada. Era un militar con una vida nada moderada.
Recobré la tranquilidad.
Sensei
, que observaba mi expresión, añadió:
—A pesar de todo, esté sano o enfermo, los hombres somos muy frágiles. Cualquier cosa puede desencadenar la muerte.
—¿Usted también piensa esas cosas?
—Aunque estoy sanísimo, no puedo negar que lo pienso.
Había una sombra de sonrisa en sus labios.
—Hay personas que a veces se mueren repentinamente, aunque por causas naturales. Y también hay otras cuya muerte repentina tiene como causa una violencia no natural.
—¿Qué es la violencia no natural? —pregunté yo.
—No sé exactamente, pero los que se suicidan utilizan esa violencia, ¿no?
—Los asesinatos, entonces, son también por violencia no natural, ¿verdad?
—Bueno, no estaba pensando en asesinatos. Pero sí, es cierto lo que dices.
Ese día sin decir más me fui. Después de volver a casa, no me preocupé realmente por el estado de mi padre, ni tampoco le di demasiadas vueltas a las palabras de
sensei
sobre muerte natural y violencia no natural. Estaba más preocupado de la tesis que tenía que escribir para graduarme y que todavía no había empezado seriamente. Tenía que ponerme a trabajar firmemente en ella.
25
Para poder graduarme en junio de ese año, era preciso acabar la tesis antes del fin del mes de abril. Era el reglamento de la universidad. Cuando me puse a contar con los dedos los meses que me quedaban, me sorprendí de mi valor por estar tan despreocupado. Otros compañeros hacía mucho tiempo que estaban reuniendo material bibliográfico y notas, y se les veía muy atareados. Sólo yo seguía de brazos cruzados y lo único que tenía era la resolución de trabajar en firme desde el Año Nuevo. Había empezado con mucha fuerza, pero pronto me atasqué. Hasta entonces, tenía claro en mi mente el amplio tema sobre el que quería escribir. Creía que la estructura de esa idea ya la tenía formada, pero me equivoqué y empecé a sufrir y a sujetarme la cabeza entre las manos. Después, reduje el tema. Por último y a fin de eliminar la complicación de ordenar todas las ideas, decidí utilizar todo el material que pudiera encontrar en los libros y añadir una conclusión adecuada.
El tema elegido tenía mucho que ver con la especialidad de
sensei
. Un día, cuando le pregunté su opinión sobre el tema elegido, me dijo que era bueno. Después de quedarme desconcertado, volví apresurado a su casa y le pregunté qué libros tenía que leer. Me facilitó amablemente todos los conocimientos que tenía sobre el tema y me prestó dos o tres libros necesarios, pero ni por un momento mostró interés en dirigirme la tesis.
—Últimamente, no leo mucho. Así que no sé nada de las últimas publicaciones. Sería mejor que preguntaras a tu profesor.
Entonces, recordé que su mujer me había dicho una vez que
sensei
fue un lector voraz en una época y que, después, sin saber cómo ni por qué, dejó de tener interés en los libros.
Dejando a un lado el asunto de la tesis, le pregunté distraídamente:
—
Sensei
, ¿por qué no puede tener tanto interés en los libros como antes?
—No hay una razón… No sé… Tal vez porque sé que, por mucho que lea, no voy a ser nadie importante. Además…
—¿Hay algo más?
—Bueno, no es que haya algo más, es que antes, cuando hablaba con la gente o cuando se me preguntaba algo, sentía vergüenza si no lo sabía. Pero últimamente, ya no siento eso y no me esfuerzo en leer libros. En una palabra, me he hecho viejo.
Su actitud era apacible al decir esto. No mostraba la amargura de quien ha dado la espalda a la sociedad. Tal vez por esto, sus palabras no me hicieron reaccionar. Yo no creía que
sensei
se hubiera hecho viejo, tampoco pensaba que fuera una persona maravillosa. Con estas ideas, volví a mi pensión.
Desde entonces, la tesis me hizo sufrir. Mis ojos se volvieron sanguinolentos como los de un psicópata. A unos amigos que se habían graduado el año anterior les pregunté sobre diversos aspectos de este asunto. Uno de ellos me dijo que el último día de la entrega de tesis tuvo que alquilar un carruaje para llegar a tiempo. Otro dijo que si no hubiera sido por la intercesión de su profesor a punto habría estado su tesis de no ser aceptada por haber llegado quince minutos después de la hora límite. Estas experiencias, al tiempo que me angustiaban, me dieron valor para enfrentarme a mi problema. Trabajaba todos los días sentado a la mesa hasta caer agotado. Si no me encontraba a la mesa, estaba entre las estanterías de la biblioteca. Febrilmente, mis ojos buscaban las letras doradas en los lomos de los volúmenes, como si fuera un coleccionista de antigüedades.
Al florecer los ciruelos
[62]
, el viento frío fue cambiando de dirección y poco a poco empezó a soplar del Sur. Pasada esa época, empezó a llegar a mis oídos el rumor, como si de una creciente nebulosa se tratara, de que se acercaba la floración de los cerezos. Mientras, yo seguía trabajando como un caballo de tiro que, fustigado por los latigazos de la tesis, sólo mira de frente. Hasta fines de abril, cuando por fin terminé todo lo que estaba previsto, no puse los pies en casa de
sensei
.