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Cuando me libré de todo, ya habían caído los pétalos del
yaezakura
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y sus ramas habían empezado a echar hojas verdes. Era el principio del verano. Me sentía con el corazón de un pajarito escapado de su jaula y que, a la vista del cielo y la tierra, aletea gozosa y libremente. Fui a casa de
sensei
enseguida. En el camino, me llamó la atención el seto de mandarino silvestre con sus oscuras ramas ya echando brotes y las hojas lustrosas y marrones que salían del viejo tronco del granado reflejando suavemente la luz del sol. Sentí la curiosidad del que ve todo esto por primera vez en su vida.
Sensei
, al fijarse en mi expresión alegre, dijo:
—¿Así que ya has terminado tu tesis? Eso está muy bien.
—Sí, he terminado gracias a usted. Y ya no tengo nada que hacer —contesté yo.
Efectivamente, en ese momento sentía que había acabado todo lo que tenía que hacer y que, de ahora en adelante, tenía todo el derecho del mundo a descansar y relajarme. Estaba contento y tenía suficiente confianza en la tesis recién terminada. Hablé de ella sin parar con
sensei
. Él, como siempre, me decía: «¿De verdad?» o «¡Ah!, ¿sí?», pero sin entrar en comentarios. Más que insatisfecho, me sentí algo decepcionado. Aún así, ese día estaba animado hasta el punto de poder llevarle la contraria. Quise sacarle a la gran naturaleza de color verde que estaba resucitando fuera.
—
Sensei
, vamos de paseo a alguna parte. Se está muy bien al aire libre…
—¿Pero adónde?
A mí no me importaba dónde. Sólo quería sacar a
sensei
fuera de la ciudad.
Una hora después, tal y como yo quería, nos alejábamos de la ciudad: caminábamos sin rumbo por un lugar tranquilo en donde no se podía distinguir si era poblado o campo. Arranqué una hoja de un seto y me puse a silbar con ella. Un amigo de Kagoshima me había enseñado cómo hacerlo y se me daba bastante bien. Yo seguía silbando alegremente y
sensei
caminaba como si no le importase nada.
Al rato vimos un sendero debajo de árboles de copas de tiernas hojas verdes. En la entrada del sendero había un letrero que decía «Vivero de…». Supimos así que no era una finca privada. Al ver la entrada, por donde remontaba el camino,
sensei
dijo:
—¿Entramos?
—Aquí se venden plantas, ¿verdad? —pregunté yo.
Siguiendo el sendero y subiendo la cuesta, se veía a mano izquierda una casa. Por las puertas de
shoji
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abiertas no se veía a nadie. Vimos un recipiente grande delante de la casa, dentro del que se movían pececitos de colores.
—Está todo muy silencioso, ¿verdad? ¿Podremos entrar sin permiso?
—Sí, creo que sí.
Seguimos avanzando sin ver a nadie. Las azaleas estaban florecidas como un incendio esplendoroso.
Sensei
, indicando una alta y de color ocre, dijo:
—Esa debe de ser una
kirishima
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.
Había también peonías plantadas en una superficie de más o menos diez
tsubo
[66]
, pero como todavía no era su época, ninguna estaba en flor. Al lado del campo de peonías, había un viejo banco sobre el que
sensei
se tumbó boca arriba. Yo me senté en el espacio libre del banco y me puse a fumar.
Sensei
miraba el cielo transparente. Yo no apartaba la vista del color de las hojas nuevas. Si me fijaba bien en ellas, me daba cuenta de que todas eran distintas. No había ni una rama cuyas hojas tuvieran la misma tonalidad. El sombrero de
sensei
, enganchado en la punta de un plantón de cedro, salió volando por el aire.
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Me apresuré a cogérselo. Quité con la uña la roja tierra que se había pegado al sombrero. Le dije:
—
Sensei
, se le ha caído el sombrero.
—Gracias.
Lo tomó mientras se incorporaba del banco y, en esa postura, medio incorporado y medio tumbado, me hizo una extraña pregunta:
—Por cierto, ¿tu familia tiene fortuna?
—¿Que si es rica, quiere decir? Bueno, no tanto como para decir que tiene fortuna.
—Pero, ¿cuánto tiene? Y perdona la indiscreción.
—¿Cuánto? Pues no sé bien. Tenemos algo de terreno en el monte y algunos arrozales. Dinero creo que no hay nada.
Era la primera vez que
sensei
me preguntaba por la economía de mi familia. Yo nunca le había preguntado nada parecido a él. Al principio, cuando le conocí, me preguntaba cómo podría vivir sin trabajar. Es algo que siempre me he preguntado. Pero no me parecía bien preguntarle algo así. Pero ahora, después de hacer descansar bien mis ojos con los colores de las hojas nuevas de los árboles, sin saber cómo, me atreví a preguntarle:
—¿Y usted,
sensei
? ¿Es rico?
—¿Te parezco rico?
Sensei
solía vestir con sobriedad. Su familia era poco numerosa y su casa, en consecuencia, no era muy grande. Sin embargo, a mí, aunque no era miembro de su familia, me resultaba evidente que su posición era más bien acomodada. Es decir, su manera de vivir, sin ser lujosa, era más que desahogada.
—Sí, me parece rico.
—Bueno, para vivir sí que tengo. Pero no soy rico. Si lo fuera, tendría una casa grande.
Ya se había incorporado y sentado cruzando las piernas. Después de estas palabras, con la contera del bastón se puso a trazar una especie de círculo en la tierra. Cuando terminó, clavó el bastón verticalmente en ella.
—Antes, sí que era rico —añadió.
Hablaba medio consigo mismo. Yo, sin saber qué hacer, guardaba silencio.
—Aunque no lo parezca, antes era rico —dijo otra vez, y sonrió mirándome.
No le contesté nada. Me sentía torpe e incapaz de hablar. Entonces, nuevamente, cambió de tema.
—¿Qué tal está tu padre después de aquello?
Yo no sabía nada de mi padre después de Año Nuevo. Las sencillas cartas que me mandaba mi familia con las letras de cambio mensuales me venían escritas siempre por mi padre y en ellas no se quejaba de ningún síntoma grave. Su letra era además firme y sin que se percibiera ese temblor a menudo manifiesto en este tipo de enfermos.
—No me dicen nada de su enfermedad. Pero creo que está bien.
—Bueno, me alegro de que sea así. Pero esa enfermedad…
—No sé. ¿No habrá posibilidad de que se cure? Es que parece que todo está ahora estable. Como no me han dicho nada…
—¿De veras?
Yo escuchaba a
sensei
que me preguntaba por las finanzas de mi familia y por la enfermedad de mi padre, pensando que se trataba de esos temas comunes que suelen venir a los labios en una conversación trivial. Pero en el fondo de sus palabras había una intención por relacionar ambos temas. Una intención que a mí, por carecer de la experiencia por él vivida, me pasaba entonces desapercibida.
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—Si en tu casa tenéis fortuna que repartir, creo que es mejor hacerlo cuanto antes, ¿eh? Aunque, naturalmente, no es asunto mío. Mientras tu padre esté bien, es mejor que recibas de tu herencia lo que te corresponda. Cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, el asunto de las herencias suele plantear problemas.
—Sí,
sensei
.
La verdad es que yo no di mucha importancia a esto que me decía. Pensaba que en ese momento ni yo, ni mi madre ni mi padre, ni nadie en mi familia se preocupaba por ese tema. Me sorprendí mucho de lo dicho por
sensei
, que se revelaba ahora tan práctico. Pero el respeto, que por costumbre tengo hacia los mayores, me hizo guardar silencio.
—Perdona si te he ofendido por hablar como si estuviéramos esperando la muerte de tu padre. Pero los hombres se mueren. Aunque uno esté sanísimo, nunca sabemos cuándo vamos a morirnos.
Su tono era inusitadamente amargo.
—No, no me ha ofendido en nada —dije yo como disculpándome.
—¿Cuántos hermanos sois?
Además, me preguntó por toda la familia, si teníamos más parientes, cómo eran mis tíos y tías. Al final, dijo:
—¿Son todos ellos buenas personas?
—No creo que haya nadie malo. Todos son del pueblo.
—¿Y no pueden ser malos por ser del pueblo?
Yo empecé a sentirme acosado. Pero no me dio tiempo ni de pensar.
—En realidad, la gente de los pueblos tiende a ser peor que la de la ciudad. Acabas de decir que entre tus parientes no parece que haya nadie malo. ¿Crees que hay una especie de personas malas? Vamos a ver: la gente no sale hecha de un molde, o algo así, de personas malas. Generalmente, todas son buenas. Por lo menos, son normales. No obstante, en un momento dado, inesperadamente, la persona buena se convierte en mala. Es terrible. Por eso no hay que descuidarse.
Su charla no parecía acabar ahí. Intenté decir algo. Pero en ese instante, un perro se puso a ladrar detrás de nosotros. Los dos, sorprendidos, miramos atrás. A un lado del banco, por detrás, había plantones de cedro y, más allá, ocultando una superficie de unos tres
tsubo
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, matorrales de bambú enano entre los cuales se veía la cabeza y el tronco de un perro que seguía ladrando furiosamente. Entonces, apareció un niño de unos diez años que se puso a regañar al perro. Llevaba un sombrero con el escudo del colegio. Se presentó ante
sensei
y le saludó inclinándose:
—Señor, cuando usted entró aquí, ¿no había nadie?
—No, no había nadie.
—Mi hermana y mi madre estaban en la cocina.
—¿Ah, sí?
—Señor, usted tenía que haber dicho «buenas tardes» antes de entrar.
Sensei
sonrió débilmente. Sacó del monedero, que tenía en la pechera del quimono, una moneda de cinco
sen
, e hizo que el niño la tomara en la mano.
—Y, por favor, dile a tu madre que sea tan amable de dejarnos descansar aquí un rato.
El niño, con una sonrisa que parecía rebosar de sus ojos inteligentes, asintió con la cabeza.
—Soy el jefe del cuerpo de expedición, ¿sabe usted?
Con estas palabras, el niño bajó corriendo entre las azaleas. El perro, alzando la rosca de su rizado rabo, le siguió. Poco después, otros dos o tres niños de la misma edad pasaron corriendo en la misma dirección hacia donde había ido el jefe.
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No llegué a captar las palabras de esa conversación interrumpida por la presencia del perro y los niños. El tema de la herencia, tan preocupante al parecer para
sensei
, era ajeno a mi interés. Por mi carácter y mi situación, no tenía la capacidad de inquietarme por asuntos económicos. Pensándolo ahora, creo que esa falta de interés se debía, primero, a mi inexperiencia y, segundo, a que nunca se me habían planteado los temas económicos. De todos modos, era demasiado joven; y el asunto del dinero estaba muy alejado de mi interés.
Pero en lo que me hubiera gustado profundizar aquel día con
sensei
era sobre eso de que uno se convierte en malo cuando pasa por una situación crítica. Como simples palabras, las entendía, pero yo deseaba saber más de lo que aparentaban.
Después de irse el perro y los niños, aquel amplio jardín de hojas tiernas recuperó su silencio. Y nosotros, como congelados en ese silencio, permanecimos callados un buen rato. Gradualmente, el hermoso color del cielo empezó a perder su luz. La mayoría de los árboles que nos rodeaban eran arces y sus hojas, verdes, delicadas, recién salidas, y que poblaban las ramas, iban oscureciéndose gradualmente. Desde alguna calle lejana, se oía el ruido sordo de un carruaje. Debía de ser un hombre del pueblo que transportaba árboles y plantas de jardín en su carro para venderlas en el mercado. Al oír el ruido del carro,
sensei
se levantó súbitamente, como si hubiera recobrado el aliento después de una meditación.
—¿Nos vamos ya? Los días parecen ahora mucho más largos, pero si uno se los pasa sin hacer nada, las horas se van rápido como si tal cosa.
Había suciedad en su espalda al haberse acostado boca arriba sobre el banco. Se la sacudí con las dos manos.
—Gracias. No hay resina pegada, ¿verdad?
—No, se ha quitado todo.
—Acabo de estrenar este
haori
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. Si lo mancho tan tontamente, mi mujer me regañará. Gracias.
Bajamos hasta la casa de antes, situada a medio camino de la cuesta. Al subir la primera vez, nos pareció que no había nadie, pero ahora había una mujer con una muchacha de quince o dieciséis años que enrollaba hilo en una rueca. Las saludamos al pasar junto a un gran acuario diciendo:
—Perdonen la molestia.
—No se preocupen. Yo tampoco les he ofrecido nada —contestó la mujer que, además, agradeció la moneda que
sensei
había dado al niño.
Cuando dejamos atrás la puerta de la propiedad y habíamos recorrido ya doscientos o trescientos metros, rompí finalmente el silencio.
—Lo que dijo usted antes, eso de que las personas en un momento dado se convierten en malas, ¿qué significado tiene?
—Bueno, no tiene ningún significado profundo… Es una verdad, tal como es. No es ninguna teoría.
—Bien, será verdad. Pero lo que quiero preguntar es eso del momento dado. Es decir, ¿qué momento es ese?
Sensei
se echó a reír. Era como si se hubiera pasado la única ocasión y ya no tuviera sentido explicármelo. Pero dijo:
—El dinero. A la vista del dinero, cualquier sabio se convierte en malo.
Su respuesta me pareció tan vulgar que me decepcioné. Tanto más cuanto que no se animaba a seguir hablando. Me sentí chasqueado.
Caminé con paso ligero y el rostro impasible.
Sensei
, al que había dejado atrás, me llamó:
—¡Oye! —y añadió—: ¿Lo ves?
—¿Qué?
—Pues que tu humor cambia por una simple respuesta.
Esto me lo dijo
sensei
mirándome a la cara cuando yo me había detenido y ya me daba media vuelta para esperarle.
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En ese momento sentí antipatía por
sensei
. Empezamos otra vez a caminar juntos y, aunque había cosas que quería preguntarle, me mantuve callado. No sé si se dio cuenta o no, pero por su aspecto no parecía importarle nada mi actitud. Como siempre, caminaba a pasos tranquilos y silenciosos. Sentí rebeldía y quise vencerle de alguna forma.
—
Sensei
.