Kokoro (18 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Sentía tristeza, una tristeza que me había empujado a escribir. ¡Cómo deseaba recibir una respuesta!

6

A mediados de agosto recibí la carta de un amigo. Me decía que había una plaza de profesor de enseñanza media en una lejana provincia. Por razones económicas, este amigo había estado buscando trabajo y, entretanto, se le había presentado otro trabajo en una provincia más conveniente. Pensó entonces en pasarme a mí la plaza. Le contesté enseguida diciéndole que no me interesaba y que conocía a alguien a quien, por estar en una situación necesitada de encontrar una plaza de profesor, probablemente le interesara.

Después de contestarle, hablé sobre el asunto con mis padres. Los dos parecían estar de acuerdo conmigo.

—No tienes necesidad de irte tan lejos para conseguir un trabajo mejor que ese.

Detrás de esta frase, yo leí el exceso de esperanzas que mis padres tenían puesto en mí. Sin tener mucha idea, esperaban que, recién graduado, me iba a caer del cielo un maravilloso trabajo con un sueldo impresionante.

—Habláis de un trabajo mejor, pero hoy en día, a diferencia de antes, los buenos trabajos no abundan tanto. Mi hermano mayor y yo tenemos carreras diferentes. Los tiempos también han cambiado. Yo no voy a tener las mismas oportunidades de trabajo. No somos iguales ni estamos en la misma situación.

—Pero si te has graduado, por lo menos tienes que independizarte, ¿no? Cuando la gente me pregunte: «¿Y qué hace tu segundo hijo ahora que ha terminado la universidad?», si no puedo contestar nada, me va a dar vergüenza.

Mi padre puso cara de sufrimiento. El horizonte de sus ideas no abarcaba más allá de los confines del pueblo en el que siempre había vivido. La gente del pueblo le preguntaría sin duda cuánto suele ganar un recién graduado y unos dirían que cien yenes o algo así. Ante comentarios tales, mi padre debía quedar bien colocando a su hijo recién graduado en algún buen lugar. Yo, que pensaba en la gran capital como el lugar de mi vida, debía resultarles a mis padres tan extraño como un marciano que caminara con las piernas hacia arriba. Alguna vez yo mismo me había sentido como un marciano de verdad. Permanecí callado ante mis padres, demasiado alejados de mí como para confesarles abiertamente mis verdaderos pensamientos.

—¿Por qué no consultar sobre este asunto con ese
sensei
del que tanto hablas? —dijo mi madre, que no podía comprender más que en este sentido a
sensei
. A un
sensei
que me había sugerido que, cuando volviese a casa y en vida de mi padre, reclamara mi parte de la herencia. No era
sensei
, en definitiva, el tipo de persona útil para conseguirle un buen trabajo a un recién graduado.

—Y ese
sensei
, ¿qué hace? —preguntó mi padre.

—Nada —contesté yo.

Creía haber dicho ya a mis padres que no trabajaba en nada. Mi padre, ciertamente, debía acordarse.

—¿Cómo que no hace nada? Si es esa persona que tú respetas tanto, podría trabajar en algo, ¿no?

En opinión de mi padre, las personas útiles eran las que trabajaban y siempre conseguían un trabajo adecuado en la sociedad. Si no hacían nada, serían algo mafiosas. Tales eran las ideas de mi padre.

—Fíjate en mí. Yo no recibo ningún salario y aquí me tienes, siempre haciendo algo.

Yo seguía callado y le dejaba hablar. Mi madre intervino entonces:

—Si ese
sensei
es tan distinguido como dices, seguro que podrá encontrarte un buen empleo. ¿Se lo has pedido?

—Pues no —contesté yo.

—Entonces, claro, no hay manera. ¿Y por qué no se lo pides? Mándale una carta.

—Bueno —y, respondiendo así de distraídamente, me levanté.

7

Era evidente que mi padre temía a su enfermedad. Pero tampoco era de esa clase de personas que pregunta una y otra vez al médico, molestándole continuamente. Tampoco el médico por discreción era muy explícito. Mi padre parecía estar dando vueltas en su cabeza a lo que pasaría después de su muerte. Por lo menos, daba la impresión de estar imaginando su casa una vez desaparecido él.

—Mandar a los hijos a estudiar no es tan bueno, ¿verdad? Si tu hijo estudia, acaba no volviendo a casa. Es como si estudiaran para separarse de los padres. Y no hay forma de evitarlo.

Como resultado de sus estudios, mi hermano vivía lejos de casa. Igualmente, yo, por estudiar, había decidido vivir en Tokio. Teniendo en cuenta los sacrificios que había hecho por criamos, la queja de mi padre, por lo tanto, no era descabellada. Imaginar a mi madre totalmente sola en esa vieja casa de campo donde él había vivido tantos años, le resultaba indudablemente muy triste. Tenía la ciega convicción de que tanto la casa como su mujer, mientras viviera, eran inamovibles, provocándole una terrible inquietud la idea de dejar a mi madre sola en tanto espacio. Por otro lado, me apremiaba a conseguir un buen trabajo en Tokio. La contradicción, entonces, que había en su interior era evidente. Por mi parte, al mismo tiempo que consideraba curiosa esta contradicción, me alegraba porque favorecía mis planes de volver a Tokio.

De cualquier forma, yo debía fingir ante mis padres estar haciendo un gran esfuerzo para conseguir un buen trabajo. Por eso, escribí a
sensei
explicándole con detalle la situación en mi casa. Le dije que estaba dispuesto a aceptar cualquier empleo, si era necesario, para facilitarle su ayuda. Esta carta la escribí pensando que no iba a atender mi petición o que, aunque quisiera, no podría ayudarme, pues no tenía una posición definida en la sociedad. Sin embargo, no dudaba que iba a contestar mi carta.

Antes de cerrar el sobre, le dije a mi madre:

—He escrito a
sensei
, como me dijiste. ¿Quieres leer la carta?

Naturalmente y como yo suponía, no quiso leerla.

—¿Ah, sí? Pues, vamos, mándala pronto. Esas cosas tenías que haberlas hecho antes, tú mismo, y sin necesidad de que nadie te lo hubiera dicho.

Estaba claro que me seguía tomando por un niño. Y, ante tanta insistencia, hasta yo mismo me sentía como tal.

—Bueno, pero por carta se consigue poco. De todos modos, en septiembre cuando vuelva a Tokio… Si no, va a ser difícil…

—Pues sí, tienes razón. Pero así y todo, es mejor que se lo vayas pidiendo antes. A lo mejor, así ya hay un buen puesto para ti cuando vayas…

—Bueno. Pero seguro que me va a contestar. Ya volveremos a hablar de eso, ¿de acuerdo?

Yo confiaba en
sensei
, en que sería fiel en responder, y me puse a esperar su respuesta con ilusión. Pero me equivoqué. Pasó una semana y no llegó ninguna noticia de
sensei
.

—Tal vez esté de vacaciones en alguna parte.

Tuve que recurrir a palabras de excusa para justificar ante mi madre el silencio de
sensei
. Esas palabras no solamente le servían a ella, sino también a mi corazón. Sentía la necesidad de explicar la actitud de
sensei
con alguna razón y así calmar mi propia inquietud.

A veces, me olvidaba de la enfermedad de mi padre. Otras veces, me entraban ganas de marcharme pronto a Tokio. También había veces en que mi padre parecía olvidarse de su enfermedad. Se preocupaba del futuro y, sin embargo, no hacía nada al respecto. Y de esa manera, a fin de cuentas, se fue pasando el tiempo sin encontrar yo la ocasión de hablar a mi padre sobre el reparto de la herencia, tal como me había aconsejado
sensei
.

8

A principio de septiembre, decidí volver a Tokio. Pedí a mi padre que durante cierto tiempo me enviara las mensualidades para mis gastos como hacía antes.

—Si sigo aquí como ahora, nunca voy a conseguir ese trabajo que quieres para mí.

Le expliqué que, efectivamente, el motivo de volver a Tokio era buscar ese empleo. Y añadí:

—Por supuesto, las mensualidades sólo las necesitaré hasta que encuentre algo.

En mi mente, sin embargo, pensaba que tal empleo nunca me vendría. Mi padre, ignorante de esta creencia mía, pensaba justamente lo contrario:

—Bien, como va ser por poco tiempo, te mandaré dinero. Pero por poco tiempo, ¿eh? Cuando consigas el trabajo, tendrás que independizarte. En realidad, al día siguiente de acabar la carrera, ya tenías que haberte independizado económicamente. Los jóvenes de hoy sólo saben gastar dinero. Nunca piensan en ganárselo.

Añadió unos reproches más. Por ejemplo:

—Antes, los hijos dábamos de comer a nuestros padres. Ahora, en cambio, los padres somos comidos por los hijos.

Yo le escuchaba en silencio. Cuando me pareció que había terminado con esa retahíla y me disponía a levantarme silenciosamente, me preguntó cuándo me iba. Para mí, era mejor irme cuanto antes.

—Consúltale a tu madre, a ver qué día es más favorable
[72]
.

—Bien, de acuerdo.

Me mostraba así de sumiso ante mi padre. Deseaba salir del pueblo sin oponerme a él. Pero antes de abandonar la habitación, me detuvo:

—Cuando te hayas ido, esta casa volverá a quedarse triste. Sólo estaremos tu madre y yo. ¡Ah, si yo estuviera bien! Entonces no pasaría nada, pero con este mal. En fin, no puedo prometerte que no vaya a ocurrir nada…

Consolé a mi padre lo mejor que pude y volví a mi mesa de estudio. Me senté entre los libros que estaban por todas partes y en mi mente, una y otra vez, me repetí las palabras de lamento de mi padre y me representé su actitud de desamparo.

En ese momento, oí de nuevo el canto de las chicharras. Era un canto distinto del que se oía en pleno verano. Ahora, en septiembre, cantaba un tipo de chicharra llamado
tsuku-tsuku yoshi
por el sonido de su canto. Cuando estaba en el pueblo en las vacaciones de verano y me sentaba en medio del canto ardiente de las chicharras, a menudo me sentía invadido por una intensa tristeza. Era una nostalgia que, acompañada del penetrante canto de esos insectos, se colaba hasta el fondo de mi corazón. En ocasiones así, yo solía permanecer inmóvil, mirando mi interior.

Pero esta vez mi nostalgia, desde el regreso a mi pueblo, estaba cambiando poco a poco de color. Al igual que el tono del canto de las chicharras desde un sonido de
aburazemi
había cambiado al de
tsuku-tsuku yoshi
, del mismo modo yo sentía que el destino de la gente cercana a mí estaba inmerso en una gran metamorfosis. Pensaba en la actitud y en las palabras de mi padre. Pensaba en
sensei
que no había contestado a mi carta.
Sensei
y mi padre representaban a mis ojos caracteres tan contrarios que resultaba fácil compararlos o imaginarlos en mi cabeza al mismo tiempo.

Sobre mi padre sabía casi todo. Si me alejaba de él, sólo quedaría el sentimiento de cariño filial. Pero de
sensei
no sabía mucho. No había tenido todavía ocasión de escuchar ese pasado suyo que había prometido contarme. Es decir,
sensei
se me presentaba envuelto en una existencia oscura. Sentía que, a toda costa, yo debía disipar esa oscuridad y llegar hasta donde hubiera claridad sobre
sensei
. Por eso estar alejado de
sensei
me causaba tanto dolor.

Mi madre consultó el calendario, y se determinó el día más propicio para mi partida a Tokio.

9

A punto de partir, exactamente dos días antes de la fecha, mi padre volvió a desmayarse. En ese momento, yo me encontraba atando un cesto lleno de libros y ropa. El desmayo le sobrevino en el baño. Mi madre, que había entrado en el baño con él para lavarle la espalda, me llamó a gritos. Encontré a mi padre desnudo y a mi madre sosteniéndole por la espalda. Cuando le llevamos a su habitación, volvió en sí y acertó a decir:

—Ya estoy bien, ya estoy bien…

Me quedé a su lado por precaución cambiándole el paño mojado de su cabeza. Solamente a eso de las nueve me decidí a cenar sin apenas ganas.

El día siguiente, mi padre parecía encontrarse mejor de lo que esperábamos. Aunque le dijimos que no lo hiciera, fue caminando hasta el cuarto de baño.

—¡Que estoy bien!

Repetía las mismas palabras dichas cuando se desmayó a finales del año pasado. Entonces, como él mismo dijo, no pasó nada después. Esta vez pensé que tampoco iba a pasar nada. Sin embargo, el médico dijo que había que tener mucho cuidado, aunque no quiso pronunciarse claramente sobre su estado pese a mi insistencia.

Yo estaba inquieto y, por eso, cuando llegó el día previsto para mi partida, no tenía ningún deseo de irme.

—Creo que voy a quedarme un poco más. Así estaré seguro de que no le va a pasar nada, ¿no te parece? —le pregunté a mi madre.

—¡Ay, sí, hijo! Quédate, por favor —contestó.

Mi madre no había mostrado ninguna inquietud cada vez que padre salía al jardín o iba detrás de la casa, pero después de este incidente estaba exageradamente preocupada.

—¿No te ibas a ir hoy a Tokio? —me preguntó mi padre.

—Sí, pero he aplazado un poco el viaje —le contesté.

—Ha sido por mí, ¿verdad?

Me quedé sin palabras un instante. Si le hubiera dicho que sí, habría dado la impresión de confirmar la gravedad de su enfermedad. No deseaba ponerle nervioso. De todas formas, mi padre sabía leer muy bien mis pensamientos.

—Lo siento —dijo, y volvió la vista al jardín.

Regresé a mi cuarto. Vi en el suelo el cesto con sus tapaderas listo para ser enviado en cualquier momento a Tokio. Me puse delante de él y vagamente pensé en desatarlo.

Pasé tres o cuatro días más con la incómoda sensación de quien no está ni del todo sentado ni del todo de pie.

Mi padre sufrió un nuevo desmayo y el médico, esta vez, le ordenó completo reposo.

—¿Qué va a pasarle? —dijo mi madre con la voz muy baja, para no ser oída por mi padre, y con expresión de desamparo.

Preparé telegramas para mi hermana y mi hermano. Pero mi padre, acostado como estaba, no parecía sufrir nada. Oyéndole hablar, se diría que tenía un simple resfriado. Su apetito, además, había aumentado y, pese a nuestras advertencias, no nos hacía caso.

—De todos modos, me voy a morir. Y antes tengo que comer todas las cosas buenas que quiero.

A mis oídos esas palabras de «cosas buenas» sonaban irónicas, o más bien trágicas. Mi padre no vivía en una gran ciudad en donde se podrían comer esas «cosas buenas» con más facilidad. Por la noche pedía que le hicieran
kakimochi
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que masticaba haciéndolo crujir.

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