Los que estábamos alrededor de la cabecera nos quedamos un rato mirándole en silencio. Después, uno se levantó y se fue a otro cuarto. Otro hizo lo mismo. En tercer lugar, yo también me retiré a mi cuarto. Deseaba abrir aquella carta que había deslizado por la pechera de mi quimono. Podría hacerlo igualmente al lado del enfermo, pero la carta parecía demasiado larga para leerla allí de un tirón. Necesitaba disponer de un tiempo especialmente dedicado a eso.
Rompí el sobre desgarrando el papel de fuerte fibra que servía de envoltorio. Lo que había dentro eran como cuartillas cuadriculadas escritas a mano ordenadamente. Para facilitar el envío, estaban dobladas en cuatro. Doblé al revés estas hojas para poder leerlas mejor.
Mi corazón se asustó pensando en qué me diría
sensei
en tantas hojas y con tanta tinta. Al mismo tiempo, me inquietaba lo que podría ocurrir en la estancia del enfermo. Tenía el presentimiento de que si empezaba a leer la carta, antes de terminarla, iba a pasarle algo a mi padre, o seguramente mi hermano o mi madre, o tal vez mi tío, iban a llamarme. No, no podía leerla con la tranquilidad deseada. En este estado de inquietud, leí sólo la primera página. Decía así:
En una ocasión en que me preguntaste sobre mi pasado, no tuve el valor de contestarte. Ahora, sin embargo, creo que he conseguido la libertad precisa para revelártelo claramente. Pero esa libertad, si yo esperara hasta tu vuelta a Tokio, podría perderse; es simplemente una clase de libertad convencional. Por lo tanto, si no la utilizo ahora que puedo, podría para siempre perder la ocasión de mostrarte mi pasado y tú perderías la oportunidad de sacar una lección de mi experiencia. Además, aquella promesa mía resultaría ser una mentira. Por todo esto me veo obligado a escribírtelo en lugar de decírtelo de viva voz.
Al leer hasta ahí, comprendí la razón de haber escrito una carta tan larga. Jamás había pensado que
sensei
iba a escribirme para hablarme de mi puesto de trabajo o para buscarme una situación económica. Pero ¿por qué este
sensei
, al cual no le gustaba escribir, sentía ahora ganas de escribirme tan extensamente y de revelarme ese pasado? ¿Por qué no podía esperar a que yo volviera a Tokio?
«Pero esa libertad, si yo esperara hasta tu vuelta a Tokio, podría perderse… podría para siempre perder la ocasión de mostrarte mi pasado…». En mi cabeza revolvía estas frases. Me resultaba penoso desentrañar su sentido. De repente, me golpeó la ansiedad. Quise seguir leyendo. Oí entonces el grito de mi hermano, reclamándome desde la habitación del enfermo. Me levanté asustado y corrí por el pasillo hacia donde estaban todos.
Estaba resignado a enterarme de lo peor.
18
Durante mi ausencia de la habitación del enfermo, había venido el médico. Con la idea de aliviarle, le iban a efectuar otro lavado intestinal. La enfermera descansaba de la guardia de la noche anterior y estaba acostada en otro cuarto. Mi hermano, sin experiencia en estos cuidados, estaba perdido. Al verme, dijo:
—¡Ven, échame una mano! —y se sentó en su lugar.
Yo ocupé su puesto y coloqué el papel encerado bajo las nalgas de mi padre.
El aspecto de mi padre pareció relajarse un poco. El médico se quedó unos treinta minutos sentado a su lado hasta comprobar el efecto de la irrigación. Después, prometiendo volver más tarde, se fue tras advertirnos de que le llamásemos con carácter de urgencia si ocurría algo.
Volví a salir de la habitación sabiendo que el desenlace podía presentarse en cualquier momento. Me retiré otra vez a mi cuarto para leer la carta de
sensei
. De ninguna manera sin embargo, era posible estar tranquilo. Sentía que, si me sentaba a la mesa de estudio, mi hermano habría de volver a llamarme con otro grito en cualquier instante. El temor a que aquella llamada podría ser la última, hacía temblar mis manos. Hojeaba sin sentido la carta de
sensei
y mis ojos recorrían los ordenados caracteres encuadrados dentro de la cuartilla. Pero no tenía la tranquilidad necesaria para leerlos. Ni siquiera para ojearlos. Pasé una tras otra las cuartillas hasta la última con la idea de dejarlas sobre la mesa dobladas, tal como estaban antes. Fue entonces cuando, por casualidad, mi vista cayó sobre una de las últimas frases:
Cuando esta carta esté en tus manos, yo ya no estaré en este mundo. Habré muerto.
Entonces, bruscamente, caí en la cuenta. El corazón, que hasta entonces se me agitaba sin parar, me pareció que se me había quedado helado. Me puse a hojear las páginas hacia atrás y a leer frases sueltas en una y en otra. Ansioso por enterarme al instante, intenté penetrar con la vista en los caracteres que parecían bailar ante mis ojos. Lo que deseaba comprobar era simplemente la seguridad de
sensei
. Su pasado, ese pasado oscuro que una vez prometió contarme, era totalmente innecesario para mí. Hojeando la carta al revés y al no hallar fácilmente la información que necesitaba, doblé impacientemente las hojas de la extensa carta.
Fui otra vez hasta la puerta de la habitación del enfermo para ver su aspecto. Había más tranquilidad de la que yo esperaba. Con una señal de la mano, llamé a mi madre, sentada allí con cara de cansancio y expresión de impotencia, y le pregunté:
—¿Cómo sigue?
—Parece que aguanta —me respondió.
Me planté ante mi padre y le pregunté:
—¿Qué tal después de la lavativa? ¿Te sientes mejor?
Asintió y dijo claramente:
—Gracias.
Su mente tenía más conciencia de lo que se hubiera imaginado.
Salí de la habitación y volví a la mía. Miré el reloj y consulté el horario del tren.
De repente me levanté con una decisión tomada. Me ajusté el
obi
, metí la carta de
sensei
dentro de la manga del quimono, salí a la calle por la puerta de la cocina y, como en un sueño, fui corriendo a la casa del médico. Quería que me dijera claramente si mi padre resistiría dos o tres días más. Iba a pedirle que le pusiera alguna inyección o algo para que aguantara un poco más. Por desgracia, el médico no estaba. Yo no tenía tiempo de esperarle. Tampoco la tranquilidad de hacerlo. Rápidamente, llamé a un carruaje y pedí al cochero que me llevara corriendo a la estación.
Tomé un papel y en la pared de la estación escribí a lápiz una nota dirigida a mi madre y a mi hermano. Era una nota muy sencilla, pero me pareció eso mejor que nada. Le pedí al cochero que la llevase a mi casa de inmediato. Y con el mismo impulso que me había llevado hasta la estación, pegué un salto y subí al tren que iba a Tokio.
Una vez en el vagón de tercera clase que ya se movía con estrépito, saqué la carta de
sensei
de la manga del quimono y por fin me puse a leerla desde el comienzo hasta el final.
El testamento de
sensei
1
Este verano he recibido dos o tres cartas tuyas. Creo recordar que fue en la segunda en donde me pedías que te buscara un puesto de trabajo en Tokio. Al leerla, pensé que quería ayudarte de verdad o, por lo menos, darte una respuesta. Pero te confieso que no llegué a hacer ningún esfuerzo para cumplir tu petición. Como tú bien sabes, mis relaciones sociales son muy limitadas. Es más, podría hasta decir que la soledad en la que vivo en este mundo es tal que me veo totalmente impotente para realizar ese género de esfuerzo. El problema, sin embargo, no es ese. El problema, si he de ser sincero, es que mi existencia me estaba atormentando. ¿Cómo voy a seguir como hasta ahora siendo una momia a la deriva entre los humanos? ¿O bien…?
Cada vez que, entonces, me repetía ese «o bien…», sentía escalofríos. Mi falsedad era como la de quien corre hasta el borde de un precipicio y se asoma al abismo insondable. El sufrimiento de la mayoría de los tramposos también lo padecía yo. Desgraciadamente, no era nada exagerado decir que entonces para mí era como si no existieras. Y digo más: tu puesto de trabajo, tu fuente de ingresos, todas esas cosas no me decían nada. No me importaban nada. Yo vivía en un mundo demasiado alejado como para ocuparme de todo eso. Al guardar tu carta en una de mis carpetas, yo seguía de brazos cruzados pensando en mis cosas. Una persona cuya familia tiene propiedades considerables, ¿qué razón va a tener para gimotear por una colocación cuando se acaba de graduar? Fue más bien con cierta amargura, y nada más, que pensé en ti, que estabas tan lejos. Te confieso todo esto para que me sirva de excusa pues, en realidad, debía haberte contestado.
No te escribo estas palabras bruscas para hacerte daño. Confío en que entenderás muy bien mi verdadera intención cuando hayas leído el resto de la carta. De todos modos, en lugar de contestarte, me he quedado callado; y este silencio exige que aquí te pida disculpas por mi negligencia.
Después te envié un telegrama. La verdad es que entonces tenía ciertas ganas de verte. Ganas de contarte la historia de mi vida, tal como tú deseabas. Tú me contestaste, también por telegrama, diciendo que no podías venir a Tokio. Esto me desilusionó y me quedé contemplando un buen rato aquel telegrama tuyo. Era evidente que pensaste que con el telegrama no bastaba, pues poco después me mandaste una larga carta que me sirvió para comprender muy bien la imposibilidad de tu visita. Jamás se me ocurrió acusarte de descortés, ni nada por el estilo. ¡Cómo ibas a desplazarte de tu casa dejando tan enfermo a tu padre! Mi actitud no fue la adecuada, pues parecía haberme olvidado del estado de salud de tu padre. En realidad, cuando te mandé el telegrama me había olvidado de tu padre. Esto es extraño considerando que, mientras estabas en Tokio, quien te aconsejaba prestar mucha atención a esa enfermedad realmente grave de tu padre era yo mismo. Soy un hombre tan contradictorio… A lo mejor, más que mi cerebro, es mi pasado el que me agobia tanto y me ha vuelto tan contradictorio. En este punto, también admito que hay cierto egoísmo por mi parte. Tienes que perdonarme.
Tu carta, tu última carta, la leí sintiendo que había hecho mal. Y con la idea de escribirte para decirte esto, tomé la pluma. Pero me detuve sin ni siquiera escribir una sola línea. Si deseaba escribirte, era porque hubiera querido mandarte esta carta; pero entonces aún era demasiado pronto. Así que desistí de escribirte y preferí enviarte un sencillo telegrama avisándote de que ya no hacía falta que vinieras.
2
Después me puse a escribir esta carta. Como no estoy acostumbrado a tomar la pluma, sufría porque los incidentes o las ideas que deseaba transmitir no los podía expresar como deseaba. Estuve a punto de abandonar esta obligación que sentía hacia ti. Pero, por otro lado, me resultaba imposible dejar a un lado tal obligación. Si pasaba una hora, de nuevo me acometía el deseo de escribir.
Si me has observado bien, tal vez te haya parecido que está en mi carácter cumplir mis obligaciones. No lo niego. Como bien sabes, yo soy un solitario sin apenas relación con el mundo y sin obligaciones que cumplir hacia mi entorno. No sé si deliberada o naturalmente, pero he vivido una vida libre de las obligaciones más mínimas. Y esto no por ser indiferente a ellas, sino más bien por ser demasiado sensible a los deberes y carecer de energía para aguantar compromisos. Quizá por esto he llevado una vida tan pasiva. En fin, después de prometer algo, el no cumplirlo me hace sentir muy mal. Por ti, y sólo para evitar esa desagradable sensación, debo empuñar otra vez la pluma que una vez dejé.
Además, tengo ganas de escribir. Aparte de la obligación, deseo escribir mi pasado. Este pasado no es nada más que mi experiencia, es decir, es exclusivamente mío. La gente dirá que es una pena morirse sin pasar esa experiencia a otra persona. Yo también pienso un poco así. Pese a eso, es mejor morirse con ella que pasar esa experiencia a alguien que no la comprende. Si no hubiera existido alguien como tú, de ningún modo yo habría revelado mi pasado y no me pondría a merced de miradas ajenas. Únicamente a ti, entre millones de habitantes de mi país, deseo contar mi pasado. Porque eres sincero. Porque me dijiste que querías recibir seriamente una lección viva de la vida.
Sin vacilaciones, voy a proyectar sobre tu cabeza la oscura sombra de la vida. Pero no debes tener miedo. Contempla fijamente esa sombra y saca de ella lo que necesites. Si digo que es una sombra oscura, quiero decir que es moralmente oscura. Yo nací como criatura moral y me crié también en la moral. Tal vez, haya bastante diferencia entre mi idea de la ética y la idea de la ética de los jóvenes de ahora. Aún así, aunque me equivoque, esa moral viene de mí. No es un traje alquilado con el que uno se viste un rato. Por eso pienso que mi moral podría servirte de referencia a ti, que ahora estás desarrollando tu propia personalidad.
¿Te acuerdas? A menudo, me planteabas discusiones sobre ideas contemporáneas. Te acordarás de cuál era mi actitud. No es que desdeñara tus opiniones, más bien nunca les daba importancia. Tus ideas no estaban apoyadas en nada; además, eras demasiado joven para tener un pasado propio. De vez en cuando me reía, y tú ponías cara de disgusto en muchas ocasiones. Al final, insististe en que te contara mi pasado como si desplegara un rollo de pintura. Fue entonces cuando por primera vez sentí en mi corazón respeto hacia ti. Mostraste la decisión de sacar algo de mis entrañas, de absorber la sangre caliente que brotaba de mi corazón. Entonces, yo aún estaba vivo y no quería morirme. Así que prometí acceder a tu deseo otro día y me quité de encima por ese instante tu petición. Ahora sí; ahora, voy a intentar abrirme yo mismo el corazón y verter su sangre en tu cara. Si con ella puedes concebir una vida nueva en tu pecho, una vez que haya cesado el latido del mío, estaré contento.
3
Perdí a mis padres cuando aún no tenía veinte años. Tal como mi mujer te contó, según recuerdo, murieron del mismo mal y, como ella también te hizo sospechar, casi a la vez. En realidad, el mal de mi padre era aquel terrible tifus intestinal, del cual quedó contagiada mi madre, que le cuidaba de cerca.
Yo era el único varón que tenían. Mi familia gozaba de una posición acomodada y yo me crié en un ambiente, digamos, magnánimo. Al repasar mi pasado, creo que, si no hubieran muerto mis padres o si, por lo menos, hubiera vivido uno de ellos, yo todavía podría seguir disfrutando de aquella sensación de generosidad.
Esa doble pérdida me dejó desamparado. Yo carecía de conocimientos, de experiencia personal y de esa iniciativa que suele dar la edad. Cuando murió mi padre, mi madre no pudo estar a su lado. Al morir ella, ni siquiera se había enterado de la muerte de su marido. Nadie sabe si lo sabía o si, como le decían, pensaba que su marido se estaba recuperando. Se limitó a pedirle a mi tío que se ocupara de todo. Señalándome con el dedo a mí, que estaba allí, le dijo: