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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Kokoro (22 page)

—Por favor, cuida a mi hijo.

Ya antes, mis padres me habían dado permiso para ir a Tokio. Mi madre parecía confirmarlo también cuando añadió:

—A Tokio.

Mi tío se apresuró a decir:

—De acuerdo. No te preocupes de nada.

Tal vez por no haber sucumbido fácilmente mi madre a unas fiebres tan altas, mi tío dijo también:

—¡Vaya! ¡Qué mujer tan fuerte!

Tampoco sé bien si aquellas palabras de mi madre expresaban su última voluntad o no. Por supuesto que ella conocía perfectamente el terrible nombre de la enfermedad de mi padre y también sabía que estaba contagiada. Pese a esto, tengo muchas dudas de que creyera que iba a morirse de ese mal. Además, las palabras que pronunciaba cuando le subía la fiebre, aunque dichas con lucidez y claridad, a menudo se le iban de la memoria cuando remitía la fiebre. Por eso…, pero bueno, no importa. Simplemente, desde entonces yo ya tenía esta manía de escudriñarlo todo y de no aceptar nada sin someterlo a un riguroso análisis. Tengo que advertirte esto desde el principio y, aunque te parezca irrelevante para el tema principal de esta confesión, tal vez te sirva más de lo que parece. Léelo, por favor, pensando en esto. Este carácter mío me llevaba no sólo a poner en tela de juicio moral los motivos de las personas, sino también a dudar más tarde de la integridad de la gente en general. Recuerda que esta actitud aumentaría activamente mi angustia y sufrimiento.

Pero, en fin, creo que me he desviado bastante, así que volvamos al tema principal. Aunque no te lo parezca, me considero bastante sereno escribiendo esta carta, sobre todo si se me compara con alguien puesto en mi misma situación.

Ya ha cesado ese ruido de tranvías que sólo se hace audible cuando el mundo se queda dormido. A través de las cerradas ventanas, se oye débilmente a los insectos cantar tristemente, como si quisieran recordarnos discretamente el rocío del otoño.

Mi mujer, ignorante de todo, duerme inocentemente en la habitación de al lado.

Si tomo la pluma, parece que cada línea que sale de su punta y va formando una letra tras otra produce un ruido. Me siento sereno ante el papel. Si a veces el trazo se me sale de la línea, no es debido a mi estado mental sino a mi inexperiencia con la pluma.

4

Bueno, me quedé tan solo que no tenía otra alternativa que obedecer la última voluntad de mi madre y someterme a mi tío. Este aceptó la responsabilidad y se ocupó de todo. Arregló también mi partida a Tokio, tal como yo mismo deseaba.

Vine a Tokio e ingresé en el bachillerato. En esa época, los estudiantes de bachillerato eran mucho más rudos y brutales que ahora. Había, por ejemplo, uno al que yo conocía que una noche se peleó con un obrero y le hirió en la cabeza con el calzado de madera. Había estado bebiendo
sake
y, mientras andaba metido en la pelea, el obrero le quitó su gorra de estudiante. Su nombre estaba escrito en la etiqueta en forma de rombo que había dentro de la gorra, por lo cual el asunto se complicó y estuvo a punto de que la policía informara del altercado al colegio. Gracias a la intercesión de un amigo del estudiante, el incidente no llegó a hacerse público. Estos actos de brutalidad, para vosotros, criados en un ambiente mucho más cuidado, os parecerán una estupidez. Yo mismo también lo creo así. Pero aquellos chicos tenían un aire de sencillez del que carecen ahora los estudiantes.

Por entonces, las mensualidades que yo recibía de mi tío eran muy inferiores a las que tú ahora recibes de tu padre, aunque por supuesto la vida era más barata. De cualquier forma, nunca sentía la falta de dinero; es más, creo que no me hallaba en la lamentable situación de envidiar económicamente a mis compañeros. Al contrario, si no me falla la memoria, era yo el envidiado. Quiero decir que, aparte de las mensualidades regulares y del dinero para comprar libros o para gastos extraordinarios, le pedía a mi tío dinero cuando me parecía y me lo gastaba como me daba la gana.

Yo confiaba en mi tío. Y no sólo eso, sino que además le respetaba con sentimientos de gratitud. Mi tío se dedicaba a los negocios y fue incluso diputado provincial. Por esa circunstancia tal vez, recuerdo que tenía relación con algún partido político. Era el hermano menor de mi padre, pero de un carácter que evolucionó en una dirección muy distinta. Mi padre era un hombre honrado, cuyo único fin en la vida era mantener intacto el patrimonio heredado de sus antepasados. Era aficionado a la ceremonia del té, al arreglo floral, a leer poesías. También creo que le interesaban mucho las antigüedades.

Nuestra casa estaba en el campo, pero, de vez en cuando, un anticuario venía de una ciudad distante unos ocho kilómetros a enseñarle pinturas o incensarios. Venía de la misma ciudad en donde vivía mi tío. En resumen, mi padre era lo que podría llamarse un
man of means
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, un caballero de provincia de buenos gustos. También en el carácter eran muy distintos, pues mi tío era un hombre sumamente activo. Curiosamente, sin embargo, los dos hermanos se llevaban muy bien. A menudo, mi padre se refería a su hermano en términos admirativos, como a una persona mucho más trabajadora que él y digna de confianza. Hablando de sí mismo, solía comentar que, por haberle tocado recibir la herencia familiar como primogénito que era, no tenía necesidad de esforzarse en el mundo y esto le había hecho indolente, lo cual estaba francamente mal. Estas palabras las oía mi madre y, por supuesto, yo. Ahora pienso que sus palabras pretendían ser aleccionadoras para mí.

—Acuérdate bien de esto —me decía mirándome fijamente.

Y no, no lo he olvidado.

¿Cómo iba a sospechar de mi tío, al que mi padre admiraba y en el que confiaba totalmente? Nada más natural, por tanto, que estuviera orgulloso de un tío así. Al perder a mis padres, yo necesitaba su ayuda en todos los aspectos. Él no era ya solamente un simple motivo de orgullo para mí, sino alguien imprescindible para mi existencia.

5

Cuando volví por primera vez a casa en vacaciones de verano, a la casa en la que habían muerto mis padres, la encontré ocupada. Mi tío y su mujer se habían instalado en ella como nuevos dueños y señores. En realidad, esto formaba parte de un acuerdo al que yo había llegado con mi tío antes de irme a Tokio. Yo era hijo único y, como estaba lejos, no había otra solución para que la casa no se quedara deshabitada.

En esa época, parece que mi tío mantenía relaciones con varias empresas de la ciudad. Él se reía diciendo que por su trabajo le hubiera resultado mucho más cómodo quedarse en su casa y no tener que mudarse a la mía a ocho kilómetros de la ciudad. Estas palabras se le escaparon de la boca cuando, muertos mis padres, conversamos sobre el futuro de mi casa si yo me iba a Tokio. Era la mía una casa con historia y conocida por la gente del lugar. Quizás en tu propio pueblo ocurre lo mismo. En los pueblos, vender o demoler una casa antigua en vida del heredero es un suceso bastante grave. Ahora no me preocuparía nada de estas cosas, pero entonces no era más que un muchacho atrapado entre el deseo de irse a Tokio y la obligación moral vagamente percibida de conservar la casa. Realmente era un quebradero de cabeza.

Mi tío aceptó instalarse en la casa a falta de otra solución. Pero deseaba mantener también su propia casa de la ciudad como hasta entonces, y estar así a caballo entre dos casas. ¿Iba a estar yo en contra de una decisión así, si eso me permitía cumplir mi deseo de irme a Tokio?

Tenía yo todavía mucho de niño y el vivir lejos me hacía sentir añoranza por esa casa natal. La echaba de menos con el sentimiento del viajero que anhela regresar al hogar.

Aunque me había ido a Tokio muy convencido, tenía plena conciencia de la llegada de unas vacaciones que me devolverían a casa. A menudo soñaba con mi casa del pueblo, la casa a la que iba a volver en las vacaciones después de estudiar mucho y de divertirme alegremente.

Durante mi ausencia, no tenía ni idea de cómo mi tío se las iba a arreglar entre las dos casas. Pero cuando volví, allí estaba él con toda su familia. Sus hijos, que ya iban al colegio, seguramente vivirían en la ciudad los días de clase. Pero, como ahora era tiempo de vacaciones, allí estaban todos para pasarlas bien.

Todo el mundo se alegró de verme. La casa estaba más animada y alegre que cuando vivían mis padres y eso me agradó. Mi tío sacó a su hijo mayor del cuarto que yo ocupaba antes y me instaló en él. Como había más habitaciones, le dije que no me importaba ocupar otra, pero él insistió diciendo que era mi casa.

Excepto por el recuerdo de mis padres que a veces me asaltaba, pasé con la familia de mi tío un verano agradable al cabo del cual regresé a Tokio. Sólo hubo un asunto que ensombreció algo mi corazón. Fue que mi tío y mi tía, los dos, me recomendaron ir pensando en casarme, pese a que apenas había empezado el bachillerato. Repitieron su recomendación tres o cuatro veces. Al principio, sus palabras me vinieron tan de repente, que simplemente me quedé muy sorprendido. La segunda vez, rechacé rotundamente su recomendación. La tercera, les pregunté la razón de su insistencia. Sus razones eran muy sencillas. Simplemente, deseaban que me casara pronto para que volviera definitivamente a la casa y cuidara de la herencia paterna. Yo pensaba que la casa estaba sólo para volver a ella en vacaciones y nada más. Claro que también, por saber algo de las costumbres de los pueblos, me sonaba razonable eso de que para recibir la herencia de los padres hay que tomar esposa
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. Pero tampoco es que me negara en redondo. Más bien, creo que, por haber empezado a estudiar en Tokio, esos temas parecían estar muy alejados de mí, como si los viera desde un telescopio.

Finalmente regresé a Tokio sin dar el consentimiento al deseo de mi tío.

6

No tardé en olvidarme de ese asunto. Por lo demás, me bastaba con mirar a todos los jóvenes a mi alrededor para darme cuenta de que no había ninguno con cara de matrimonio, ni nada por el estilo. Todos campeaban libremente, todos parecían solteros. Tal vez, entre aquellos de aspecto despreocupado, pudiera haber uno casado por alguna circunstancia familiar, pero yo era todavía demasiado joven para darme cuenta. Además, creo que esos que hubieran podido encontrarse en una situación familiar especial, se cuidaban bien para no revelar asuntos personales ajenos a la vida de un estudiante. Pensándolo ahora, yo mismo estaba entre esos, aunque no lo supiera. Y así, alegremente, seguí caminando por la senda de los estudios.

Terminado el curso, hice la maleta y volví otra vez a mi pueblo, al lugar donde descansaban los restos de mis padres. Al igual que el año anterior, me encontré con las caras de siempre de mis tíos y sus hijos. Sentí de nuevo el olor de mi pueblo natal, un olor todavía nostálgico para mí. Sin duda, me gustaba porque rompía la monotonía del año escolar.

Pero en medio de ese olor con el que me había criado, otra vez mi tío bruscamente puso bajo mis narices, por así decir, el tema de mi compromiso matrimonial. Repitió lo del año anterior. Sus razones eran las mismas también, con la diferencia de que antes no había ninguna pretendiente y esta vez sí la había. Me tenían una preparada, lo cual me molestó aún más. La pretendiente era su hija, es decir, mi prima. Si me casaba con ella, todos tan contentos.

Antes de su muerte, mi padre, al decir de mi tío, había expresado este mismo deseo. Yo también podía ver la conveniencia de tal unión. Me pareció que, tal vez, podría ser verdad que mi padre hubiera dicho eso. Pero yo no lo sabía y, como me lo dijo mi tío, me pareció que podría ser así. Pero me sorprendí, lo que no impidió que no juzgara como irrazonable la propuesta. Tal vez yo era un poco tonto. Tal vez, aunque la principal razón para negarme era mi indiferencia hacia mi prima.

Desde que era un crío, iba con mucha frecuencia a la casa de mi tío en la ciudad. Y, no solamente a visitarles, sino a quedarme a dormir. Desde entonces, mi prima y yo éramos amigos. Sabrás también que nunca ocurre enamoramiento entre hermano y hermana. Tal vez estoy repitiendo algo que reconoce todo el mundo, pero creo que entre un hombre y una mujer que son buenos amigos y se ven muchas veces no hay esa frescura tan estimulante y necesaria para el enamoramiento. Para captar el perfume del incienso, hay que olerlo en el momento de quemarse; para saborear al máximo el
sake
, hay que degustarlo en el instante de meterlo en la boca por primera vez. Igualmente, en el impulso del amor, debe existir un punto clave en el tiempo. Si ese punto se deja pasar, si una persona se acostumbra a la otra, puede surgir el cariño, pero el nervio del enamoramiento poco a poco se va paralizando. Por mucho que lo pensaba, no podía aceptar a esa prima mía como esposa.

Mi tío me dijo que si insistía en no casarme ahora, podría aplazar la boda hasta después de mi graduación. Me recordó también el refrán de «lo que puedas hacer hoy no lo dejes para mañana». Por eso, añadió, sería mejor cumplir de una vez el compromiso matrimonial, bebiendo el
sake
del desposorio
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. Como he dicho, yo no sentía nada por mi prima, así que otra vez me negué. Mi tío puso entonces mala cara. Mi prima lloró. Ella no estaba triste por no poder casarse conmigo, sino por sentirse rechazada. Yo sabía muy bien que ella no me quería, igual que yo no la quería a ella.

Otra vez, emprendí el camino de regreso a Tokio.

7

Justo un año después de ese incidente, al comenzar el verano, volví a mi pueblo por tercera vez. Escapé de Tokio deseando la conclusión de los exámenes de fin de curso. Echaba tanto de menos a mi pueblo natal…

Tal vez, tú también recuerdas esa sensación de añoranza. El lugar de nacimiento posee un aire de distinto color, una tierra con fragancias especiales. Y después está el recuerdo de tus padres que parece flotar blandamente. Esos dos meses de julio y agosto, dos meses para estarse recogido e inmóvil, como una serpiente en un agujero, me hacían saborear la tibieza de ese bienestar.

Yo era un muchacho sencillo y pensaba que aquello de casarse con la prima ya no iba a ocasionarme más dolores de cabeza. Suponía que, una vez rechazada esa proposición no deseada por mí, todo iba a quedarse olvidado. Por eso y pese a no haber cambiado mi voluntad acerca del deseo de mi tío, yo no me sentía mal. Todo ese año no pensé ni me inquieté más sobre el asunto, y ahora volvía al pueblo con la ilusión y el ánimo de siempre.

Pero cuando me presenté en casa, la actitud de mi tío había cambiado. No quiso atraerme a su pecho con la buena cara de siempre. A causa de la tranquilidad de espíritu en la que yo me había criado, no me di cuenta de este cambio hasta cuatro o cinco días más tarde. En algún momento, pensé que mi tío parecía algo raro. El caso es que no sólo él se me mostraba raro, sino también mi tía. Y mi prima. Sí, e incluso hasta un primo. Un primo que antes me había escrito acerca de su ingreso en una escuela de comercio de Tokio.

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