Me quedaban unos cuantos utensilios coleccionados por mi padre y que se habían librado de la dispersión de objetos realizada por mi tío. Al abandonar el pueblo, se los dejé a un antiguo compañero para que me los guardase. Después, me había traído cuatro o cinco de los más interesantes que había metido en el fondo de mi baúl. Mi intención era disfrutarlos colocados en el
tokonoma
una vez instalado en mi nueva casa. Pero al ver estas flores y el
koto
, perdí el valor de sacarlos. Luego, cuando me enteré de que esas flores habían sido colocadas allí en mi honor, me reí para mis adentros con ironía. El
koto
, sin embargo, estaba allí desde antes, pues, al parecer, no tenían otro lugar donde ponerlo.
Por detrás de todo esto que te cuento, probablemente has entrevisto la silueta de una sombra femenina. Yo también sentía esa misma curiosidad desde antes de trasladarme. Es posible que cierta malicia por mi parte me hubiera privado de naturalidad o, tal vez, yo aún no estaba habituado a tratar con la gente. El caso es que cuando vi a la joven de la casa por primera vez, la saludé torpemente y ella, por su parte, se puso colorada.
Hasta entonces, yo había imaginado cómo sería esa señorita a través del aspecto y de la actitud de la viuda. Me la había imaginado con rasgos, por cierto, nada favorables. Mi imaginación iba poco a poco definiéndola: si su madre, por ser esposa de militar, era así, ella debía ser de esta forma y de la otra… Sin embargo, en el momento de ver su rostro, todas esas imaginaciones se esfumaron. En mi cabeza entonces penetraron esas fragancias sensuales del otro sexo jamás imaginadas por mí. A partir de entonces yo ya no desaprobaba ni las flores colocadas en el centro del
tokonoma
ni el
koto
que descansaba en el suelo.
Las flores, cuando iban a marchitarse, eran cambiadas por otras frescas. El instrumento musical, de vez en cuando, era llevado a una habitación que estaba en diagonal con la mía, desde la cual yo escuchaba su sonido con las mejillas apoyadas en las manos y los codos sobre la mesa de estudio. No podía decir si tocaba bien o mal. Aunque, como no tocaba con una técnica especialmente difícil, pensaba que no era gran cosa. Tal vez con el mismo nivel de habilidad del arreglo floral. De arreglos florales sí que sabía yo algo y realmente no se le daba muy bien.
Sin ninguna reserva, la señorita decoraba mi alcoba con todo género de flores. Pese a esa variedad, la manera de disponerlas siempre era la misma; y el florero tampoco cambiaba. La música me producía todavía más extrañeza, pues tan sólo hacía sonar las cuerdas. Su voz nunca llegaba a mis oídos. Y no porque no cantara, sino porque sonaba una voz tan diminuta que no pasaba de ser un leve murmullo. Además, cuando era corregida, de su garganta ya no salía ni siquiera ese hilo de voz.
Yo apreciaba con placer aquellas flores mal dispuestas y el sonido mediocre del
koto
.
12
Cuando dejé mi pueblo, ya había prendido en mí la misantropía. La idea de no poder confiar en nadie parecía haberme entrado hasta el tuétano de mis huesos. Aquellos enemigos míos, mi tío, mi tía y los otros parientes, representaban para mí a la humanidad. Incluso, una vez subido en el tren, puse toda la atención en fijarme en mis compañeros de viaje. Si, a veces, se dirigían a mí, yo me ponía en estado de guardia. El corazón lo sentía sombrío y pesado como si hubiera tragado un bloque de plomo. Mis nervios, en cambio, se habían agudizado.
Creo que esa fue la principal razón de abandonar mi pensión después de volver a Tokio. Podría objetarse que, al no tener problemas económicos, se me había ocurrido la idea de tener mi propia casa. Pero si yo hubiera sido el de antes, aun disponiendo de dinero en abundancia, no me habría molestado en desear tal cosa.
Después de trasladarme a Koishikawa, durante un tiempo fui incapaz de aflojar la tensión de mis nervios. Contemplaba mi entorno con miradas inquietas y furtivas que me producían vergüenza. Extrañamente, sólo mantenía concentrados los ojos y la cabeza; los labios, en cambio, poco a poco se me iban inmovilizando. Me sentaba a la mesa de estudio y, como un gato, imaginaba silenciosamente el aspecto de las personas de la casa. A veces, hasta el punto de sentir lástima por todas, volcaba una atención sin resquicios sobre ellas. Había ocasiones en que sentía repugnancia hacia mí mismo pensando en que, aunque no robara objetos, no dejaba de comportarme como un vulgar ratero.
Todo esto te parecerá raro. Dirás que cómo podía yo, en medio de mi misantropía, haber encontrado la calma para enamorarme de esa joven y hallar placer en sus flores mal dispuestas y en su
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mal tocado. No sabría qué responderte. Sólo te diría que esa era toda la verdad. Te dejo a ti, que tienes inteligencia, la interpretación de los hechos. Sólo añadiré algo: desconfiaba de la humanidad en lo tocante al dinero, pero en lo tocante al amor la confianza no estaba aún perdida. Por eso, por extraño que parezca a los demás, en mi interior estos dos sentimientos, aunque contradictorios, eran compatibles.
A la viuda yo la llamaba «señora de la casa»
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, así que en adelante me referiré a ella así, como «señora», y no ya como «viuda». Esta señora me tomaba por persona tranquila y apacible. Me estimaba también por mi aplicación al estudio. Sin embargo, de mis miradas ansiosas o de mi aspecto inquieto no decía nada. No sé si es que no se daba cuenta o estaba siendo discreta. De todos modos, parecía no prestar a esto ninguna atención. No solamente eso. En una ocasión, me dijo admirativamente que era generoso. Yo protesté sinceramente y me esforcé en contradecir sus palabras con la cara colorada. Entonces, la señora, con aire serio, me explicó:
—Protesta porque usted mismo no se da cuenta de que lo es.
Parece que la señora no había tenido intención de alquilar parte de su casa a ningún estudiante, sino más bien a un funcionario o alguien así. Por eso, había pedido a sus vecinos que le enviaran a alguien con tales condiciones, alguien sin un sueldo demasiado bueno y que tuviera que vivir en una habitación de alquiler. Esa era la idea que la señora tenía de su posible inquilino. Comparándome a mí con ese inquilino imaginario, decía que yo era muy generoso. En cierto modo, puesto al lado de la vida apretada de un funcionario de poco sueldo, yo podía ser más generoso en cuanto al dinero. Pero no en cuanto al carácter. La generosidad no era aplicable en absoluto a mi espíritu. Ella había aplicado la cualidad de generosidad a ambos conceptos. Tal vez por ser mujer y tender a generalizar, empleaba la misma palabra para expresar una valoración general.
13
La actitud de confianza que me mostraba la señora iba calando naturalmente en mi estado de ánimo. Algún tiempo después de vivir en su casa, mis miradas dejaron de ser tan inquietas. Podía sentir que allí donde me sentaba, estaba también asentado mi corazón. Me produjo una gran felicidad comprobar que ni la señora ni su hija hacían caso alguno de mis miradas rencorosas o de mi aspecto desconfiado. Como mi estado nervioso no encontraba en la actitud de ellas ningún eco, poco a poco se fue calmando.
La señora era una mujer de entendimiento y quizá por eso me trataba deliberadamente de aquel modo o, quién sabe, a lo mejor, como ella misma admitía, es que me consideraba generoso. Posiblemente, este estado puntilloso mío sólo existía dentro de mi cabeza y no salía de ella. En este caso, la señora se engañaba sobre mí.
Al mismo tiempo que mi corazón se iba apaciguando, iba estrechándose mi amistad con la familia. Tanto con la señora como con su hija, la señorita
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, como la llamaré en adelante, llegué a intercambiar bromas ligeras. Había días en que me invitaban al té. Algunas tardes yo traía dulces y las invitaba a ellas a mi habitación.
De repente, me pareció que mi círculo de amistades se había ensanchado. A veces, esto afectaba a mi horario de estudio, pero curiosamente no me disgustaba en absoluto. La señora estaba libre todo el día; pero la señorita iba al colegio y además asistía a clases de arreglo floral y de
koto
. Por eso, podría pensarse que debía de estar muy ocupada; sin embargo, no era así y parecía estar siempre sobrada de tiempo. De ese modo, cuando los tres nos veíamos, fácilmente nos juntábamos y pasábamos un rato charlando.
La mayoría de las veces, era la señorita quien venía a llamarme. Unas veces, se presentaba por el pasillo interior, llegando desde su cuarto en ángulo recto a mi habitación; otras veces, aparecía por la puerta corredera de la habitación contigua después de atravesar la sala de estar
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. Cuando se mostraba ante mí, se quedaba parada y, pronunciando mi nombre, me preguntaba:
—¿Qué? ¿Estás estudiando?
A juzgar por mi actitud, mirando fijamente un libro de aspecto muy difícil abierto sobre la mesa de estudio, se creería efectivamente que yo era un chico muy estudioso. En realidad, sin embargo, lejos de estudiar con tanta aplicación, mis ojos estaban clavados en el libro, pero estaba esperando que la señorita viniese a llamarme. Si no venía, me levantaba yo e iba a la entrada de la otra estancia para preguntarle:
—¿Qué? ¿Estás estudiando?
La habitación de la señorita tenía una superficie de seis
tatami
y estaba detrás de la sala de estar. La señora a veces estaba en la sala de estar y otras veces en la habitación de su hija. Es decir, aunque había una línea divisoria entre esas dos estancias, en realidad era como si no hubiera separación entre ellas, y madre e hija ocupaban las dos piezas indistintamente. Si yo las llamaba desde fuera, la que siempre me contestaba era la señora, que decía:
—¡Adelante!
La señorita, aunque estaba presente, casi nunca me contestaba.
Había ocasiones también en las que la señorita entraba en mi habitación por algo y después se quedaba sentada hablando conmigo. En esos casos, mi corazón era invadido por una extraña turbación. No quiero negar que el hecho de estar sentado con una mujer joven frente a frente no sea de por sí turbador. Yo siempre empezaba a sentir una especie de agitación que me hacía sufrir con esta actitud tan poco natural en mí y que parecía traicionarme. Ella, en cambio, tenía un aspecto tan normal. Siempre mostraba una seguridad que no parecía corresponder con una joven que ni siquiera sacaba voz para cantar cuando tocaba el
koto
. Había veces que, después de estar bastante rato en mi habitación, pese a que su madre la llamaba y ella contestaba, no se levantaba tan fácilmente. Incluso, mis ojos percibían claramente que pretendía hacerme comprender que no era una niña.
14
Cuando la señorita se iba, yo daba un suspiro de alivio. Pero al mismo tiempo, sentía una sensación de vacío acompañada del deseo de disculparme. Mi actitud era, pues, más bien femenina. Los jóvenes de ahora, si me hubierais visto, habríais pensado eso o algo peor. Pero los chicos entonces éramos así.
La señora casi nunca salía de casa. Si por alguna razón tenía que salir, jamás nos dejaba a los dos solos. ¿Lo hacía sin darse cuenta o deliberadamente? No sabría decirlo. Puede sonar un poco raro que diga esto yo mismo, pero observando bien a la señora uno podría pensar que intentaba ponerme cerca a su hija. Había ocasiones, sin embargo, en que parecía estar secretamente a la defensiva hacia mí. La primera vez que me di cuenta de esto, me sentí molesto.
Hubiera querido que la señora se decidiera claramente por una u otra actitud, pues pensándolo con lógica había entre ellas una franca contradicción. Todavía conservaba yo fresco el recuerdo del engaño de mi tío. No podía evitar, tal vez por eso, el pensar con profundo recelo sobre la actitud de esta mujer. Supuse que una de esas dos posturas era la verdadera y otra la falsa. Pero no veía nada claro cuál era cuál. Y no solamente no lo veía claro, sino que tampoco entendía la razón de un comportamiento tan extraño. Como no podía definir esa razón, me conformaba a veces pensando que era debido a su condición de mujer. «Las mujeres son así, son siempre tontas», pensaba yo. Mis pensamientos, al no poder hallar otra salida, siempre llegaban a esa conclusión.
Sí, era verdad, a las mujeres las menospreciaba, pero no podía pensar lo mismo de la señorita. Ante ella, mi lógica se estrellaba y perdía su sentido. El amor que sentía hacia ella rayaba en la fe. Esta palabra, «fe», suele utilizarse sobre todo en sentido religioso y te parecerá raro que la aplique a mi sentimiento por una mujer. Pero créeme: hoy creo firmemente que el verdadero amor no es muy diferente de la fe. Yo sentía que cada vez que miraba su cara, mi interior se embellecía. Cada vez que pensaba en ella, me invadía al instante una penetrante sensación de nobleza. Si el amor tuviera dos extremos, el bajo estaría en el apetito carnal y el alto en esa nobleza sublime. Ciertamente, mi amor había escalado hasta ese extremo y, aunque como humano no podía librarme de la carne, ni mi mirada ni mis pensamientos estaban en absoluto impregnados del olor de la carne.
Dentro de mí crecía la antipatía hacia la madre al mismo ritmo que aumentaba el amor hacia la hija. La relación entre nosotros tres, por lo tanto, se fue haciendo más complicada que al principio de mi estancia en esta casa. Pero ese cambio ocurría sólo en mi interior; en el exterior no se notaba nada.
Después, sin saber desde cuándo, empecé a pensar que yo había malinterpretado a la señora. Sus dos actitudes contradictorias tal vez, en realidad, no lo eran. Además, podría ser que su corazón no estuviera dominado por una y luego por otra, sino que ambas coexistieran al mismo tiempo. Es decir, aunque parecieran contradictorias, ella deseaba que su hija y yo nos acercáramos, si bien, por otro lado, sentía una natural alarma. Cuando se alarmaba, no olvidaba su otra actitud de desear que nos acercáramos. Comprendí que, simplemente, no deseaba sino que nos aproximáramos hasta la distancia que ella había determinado como correcta. Ahora bien, como yo no tenía ningún deseo carnal hacia su hija, pensé entonces que todas sus precauciones eran innecesarias y cesé de interpretarla mal.
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Sumando todas esas actitudes de la señora, llegué a la conclusión de que había conquistado la confianza de la familia. Incluso, descubrí que tal confianza se remontaba a nuestro primer encuentro. Yo, que entonces recelaba de todo el mundo, me sentía ahora totalmente aturdido por este descubrimiento. Di en pensar que las mujeres eran más ricas en poder intuitivo que los hombres y que, por esa misma razón, hay tantas mujeres engañadas en el mundo. Es divertido pensar que nunca se me había ocurrido analizar mi confianza en la señorita, basada ni más ni menos que en la intuición. Aunque había jurado en mi corazón no volver a confiar en nadie, yo confiaba absolutamente en esa joven. Sin embargo, me causaba asombro que la señora confiara en mí.