En la casa donde nació K la situación económica era también acomodada, aunque no sé si tendrían bastante dinero para mandar a su segundo hijo a estudiar a Tokio. Tal vez dispusieran la adopción de K con vistas precisamente a que su nueva familia pudiera costearle los estudios. En fin, no sé los detalles, pero lo cierto es que K fue adoptado por la familia de un médico. Eso ocurrió cuando todavía éramos alumnos de la enseñanza media. Todavía recuerdo mi sorpresa cuando el profesor nombró a K en la clase con un apellido distinto.
La familia adoptiva de K era también bastante rica y él pudo trasladarse a Tokio con el apoyo de su nueva familia. No llegamos a Tokio al mismo tiempo, pero acabamos viviendo en la misma pensión. Por entonces, se metían dos o tres estudiantes en el mismo cuarto en el cual se disponían en fila otras tantas mesas de estudio. K y yo compartíamos habitación.
Éramos como dos animales salvajes capturados en el monte que, abrazados en el interior de su jaula, estuvieran mirando el mundo exterior. Los dos temíamos a Tokio y a sus gentes. Pero dentro de nuestra habitación de seis
tatami
, hablábamos a lo gran señor como si contempláramos el universo a nuestros pies.
Pero también éramos aplicados y, en realidad, teníamos grandes metas en la vida. K, especialmente, tenía mucha fuerza de voluntad. Como lema en su vida tenía la palabra
shojin
, es decir, «esfuerzo y abstinencia». Y verdaderamente, tanto su actitud como sus actos hacían honor a ese lema. Por eso, yo en mi corazón siempre le había profesado una gran admiración.
Desde nuestros tiempos de estudiantes de la enseñanza media, K me ponía en apuros con sus cuestiones de religión y filosofía. ¿Por qué era así? ¿Tal vez por su padre o, como he dicho, por haber sido su casa un templo y haber sido moldeado por ese ambiente especial? En fin, no lo sé. El caso es que K poseía más cualidades para ser monje budista que muchos monjes.
Su familia adoptiva le había enviado a Tokio para que estudiase medicina desde un principio. Pero K, terco como era, había llegado a Tokio también desde un principio con la intención de no ser médico. Yo le reprendí diciéndole que estaba engañando a sus padres. Recuerdo que me contestó audazmente:
—Sí, ya lo sé, pero actuar así no va en contra del verdadero camino.
La palabra «camino» utilizada entonces, creo que él mismo no la comprendía bien. Naturalmente tampoco yo puedo decir que la comprendiera. Pero para nosotros, jóvenes de entonces, esa palabra tan vaga poseía un aura de nobleza. Sin comprenderla bien, nuestro corazón, al pensar en esa idea del camino, era invadido por tan altos sentimientos que el simple intento de movernos hacia ella eliminaba de nuestras acciones cualquier sombra de ruindad o bajeza. En fin, yo acabé aprobando sus ideas. No sé si esta aprobación sirvió para hacerle perseverar en su conducta. De todos modos, puedo imaginar que, aunque me hubiera opuesto firmemente a ella, conociendo su terquedad, él no iba a dejar de actuar de acuerdo con sus ideas. Aún así, con mi aprobación y aplauso, yo también asumía cierta responsabilidad y me hacía de alguna manera cómplice. De esto, pese a mi juventud, era perfectamente consciente entonces. En aquel momento, yo no debía de estar preparado para afrontar tal responsabilidad, pero en un futuro, al mirar atrás con ojos de adulto, sabía que tendría que dar cuenta de la parte de responsabilidad que me correspondía por haber dado mi aprobación al proceder de K.
20
K y yo ingresamos en la misma especialidad. Él empezó a recorrer su camino predilecto empleando para ello el dinero que le mandaba su familia adoptiva.
—Nunca van a enterarse —decía, añadiendo con esa audacia típica suya—: Y, aunque se enterasen, no pasaría nada.
Mostraba más calma que yo.
Cuando llegaron las primeras vacaciones de verano desde que vivíamos en Tokio, él no volvió al pueblo. Decía que iba a quedarse estudiando y que para ello alquilaría la celda de un templo de Komagome. Cuando yo volví de las vacaciones, al principio de septiembre, efectivamente allí me lo encontré, encerrado en un sucio lugar cerca del Gran Kannon
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. Su celda, de muy reducidas dimensiones, estaba al lado del edificio principal del templo. Parecía estar muy feliz por haber podido estudiar tan bien como había planeado. Me di cuenta entonces de que su vida, poco a poco, se iba asemejando a la de un verdadero bonzo. De su muñeca colgaba un rosario budista. Al preguntarle para qué le servía, me hizo con el pulgar el gesto de pasar las cuentas del rosario. Tuve la impresión de que realizaba muchas veces al día esa actividad. Pero yo no entendí muy bien el significado. Si iba pasando una a una las cuentas del rosario, nunca habría un fin. ¿Qué debía sentir K para que sus dedos dejaran de desgranar cuentas? Es algo que no tiene importancia, pero que a menudo pienso todavía.
En su celda vi también la Biblia. Hasta entonces, había oído de su boca nombres de sutras, pero del cristianismo nunca le había oído hablar. Por eso, me extrañé y no pude evitar preguntarle la razón de su interés. Me dijo:
—No hay una razón especial. Si tanta gente en el mundo halla gusto en leer la Biblia, será que debe ser necesario leerla.
Y añadió:
—Espero tener ocasión también para leer el Corán.
Parecía estar muy interesado en la expresión «Mahoma y la espada».
El verano del segundo año, K, ante la insistencia de su familia adoptiva, regresó por fin al pueblo. Parece que no mencionó para nada el tema de sus estudios. Su familia, de cualquier modo, no se dio por enterada. Tú, que también has recibido una educación superior, sabrás que la sociedad es sorprendentemente ignorante de la vida de un estudiante o de las reglas de la vida universitaria. Cosas normales para nosotros no se saben simplemente fuera de la universidad. Nosotros mismos, respirando siempre el aire del interior de la vida universitaria, pensábamos que todo el mundo debe estar al corriente de los asuntos de la universidad, fueran grandes o pequeños. En este sentido, K sabía más de la sociedad que yo.
Regresó a Tokio sin ningún problema. Recuerdo que, al montar los dos en el tren que nos devolvía a la gran ciudad, le pregunté enseguida si había pasado algo en su casa. Me contestó:
—Nada, no ha pasado nada.
El tercer verano fue aquel año en el que juré no pisar más la tierra de la tumba de mis padres. Yo le aconsejé a K que volviera al pueblo de vacaciones, pero no me hizo caso.
—¿De qué me va a servir volver todos los años al pueblo? —me respondió.
Parecía que tenía intención de quedarse estudiando en Tokio. Viendo que no había manera de convencerle, me marché solo de Tokio. Sobre aquellos dos meses tan agitados para mí, ya he escrito bastante; así que no volveré sobre ellos.
En septiembre volví a ver a K. Estaba lleno de quejas y de melancolía, e invadido de una tristeza causada por la soledad. También su destino había cambiado, al igual que el mío. Sin decirme nada, había confesado por carta a su familia adoptiva toda la falsedad a propósito de sus estudios. Desde un principio, había tenido la intención de hacerlo. Creo que K deseaba que su familia entendiera que ya no había forma de cambiar las cosas y que era mejor que le dejaran a su aire. De todos modos, K no tenía intención de seguir engañándoles. Quizás sabía también que el engaño no podía tampoco perpetuarse.
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Cuando leyeron su carta, sus padres adoptivos se enojaron mucho. Con palabras duras le contestaron enseguida que a un hijo sin principios, capaz de haber engañado a sus padres, ya no le podían seguir enviando más dinero. K me enseñó esta carta. También me enseñó otra posterior de su familia de origen, igualmente cargada de duras reprimendas. A causa del compromiso moral que su familia adoptiva tenía establecido con esta familia de origen, le hicieron saber que le abandonaban a su suerte. Si K decidía volver con ellos o buscar alguna manera de reinsertarse con la familia adoptiva, sería otra cuestión. Pero en ese momento, la cuestión apremiante era cómo cubrir sus gastos de estudiante.
—¿Se te ocurre algo? —le pregunté yo.
—Bueno, ya conseguiré algún trabajo dando clases de tarde en una academia.
En aquella época la situación, aunque no lo creas, era más fácil que ahora y se podía encontrar un trabajo suplementario sin dificultad. Pensé que, efectivamente, de ese modo mi amigo podría salir adelante. De cualquier forma, sentí mi parte de responsabilidad. Cuando K había decidido seguir el camino deseado contra la voluntad de su familia adoptiva, yo le había expresado mi aprobación. Y, como tampoco podía quedarme de brazos cruzados, no tardé en ofrecerle ayuda material. Pero él la rechazó tajantemente. Le resultaba mucho más agradable buscarse la vida por sí mismo que ponerse bajo el ala protectora de un amigo. Dijo:
—Quien ha llegado a la universidad y no es capaz de mantenerse por sí mismo, no es un hombre.
No quise herir sus sentimientos a cambio de satisfacer mi responsabilidad. Así que retiré mi oferta y le dejé que hiciera las cosas a su aire.
K no tardó en encontrar el trabajo que buscaba. Yo podía imaginar, sin embargo, lo duro que le debía de resultar ese trabajo a él, que valoraba tanto el tiempo. Sin abandonar sus estudios y con esa nueva carga sobre sus hombros, estaba siempre a la carrera. Empecé a preocuparme de su salud. Pero era terco y nunca hacía caso de mis consejos.
La relación entre su familia adoptiva iba a peor. Por falta de tiempo, ya no teníamos ocasión de hablar como antes. Por eso no pude enterarme de los detalles, pero sabía que la situación iba de mal en peor. Supe, por ejemplo, que hubo un mediador que intentó arreglar las cosas. Ese mediador le exigió a K que volviera al pueblo. Pero K se negó y no hizo caso. La razón que dio era que estaba a mitad de curso y le resultaba imposible abandonar sus estudios. Pero la familia adoptiva lo interpretó como una obstinación de K. La situación se volvió más tensa. Al tiempo que hería los sentimientos de su familia adoptiva, provocaba el disgusto de su familia de origen.
Yo me inquieté mucho y escribí una carta para intentar quitarle hierro a la situación. Pero fue en vano, pues mi carta fue ignorada no mereciendo siquiera una respuesta. Yo también me disgusté. Hasta entonces las circunstancias me habían impulsado a sentir compasión por K; pero ahora me puse resueltamente de su lado sin pensar si era o no correcto.
Finalmente, K decidió reinsertarse en su familia de origen, la cual acordó pagar a la familia adoptiva todo el dinero desembolsado por los estudios de K. Sin embargo, su familia de origen no iba a hacer más y, por así decir, se lavaba las manos. K debía buscarse la vida. En resumidas cuentas, y por emplear una expresión antigua, K fue «proscrito del hogar paterno». Tal vez esto suena demasiado tremendo, pero el mismo K así se lo tomó. Su madre ya había muerto. Una parte de su carácter obedecía al hecho de haber sido criado por una madrastra. Creo que si hubiera tenido una madre a su lado en esos momentos, la relación con su familia no se hubiera resentido tanto. Ya he dicho que su padre era un bonzo. Pero, por su sentido del deber, más que un hombre de religión parecía un samurái.
22
Llegado el asunto de K a este punto y aparte, recibí una larga carta del marido de su hermana mayor. K me dijo que su familia adoptiva estaba emparentada con este cuñado; por eso, la opinión de este tenía bastante peso cuando había hecho de mediador en el tema de la adopción y también cuando K se reinsertó en su familia de origen.
En su carta me decía que deseaba recibir noticias de K y saber cómo estaba. Me pedía una respuesta lo antes posible, pues la hermana de K estaba preocupada. K tenía más simpatía por esta hermana casada que por el hermano mayor que había sucedido al padre como bonzo del templo. Aunque todos habían nacido de la misma madre, entre esta hermana y K había bastante diferencia de edad. Probablemente, en la infancia de K esta hermana mayor habría hecho las veces de madre más que su madrastra.
Yo le enseñé la carta a K. No me comentó nada, pero me confesó haber recibido también dos o tres cartas parecidas, a cada una de las cuales había contestado pidiéndole a su hermana que no se preocupara por él. Desgraciadamente, esta hermana suya estaba casada con un hombre que, por no estar sobrado de medios, no podía, por mucho que quisiera, ayudar económicamente a su hermano.
Yo contesté al cuñado de K diciéndole más o menos lo mismo que K había escrito en sus cartas. Pero subrayé muy claramente que si a K le pasaba algo, yo le ayudaría. Debían estar, por lo tanto, tranquilos.
La decisión de ayudarle era naturalmente mía y, aparte de mi buena intención de quitar a su hermana la preocupación por el futuro de K, había también en mi decisión cierto despecho por el menosprecio que yo había sentido por parte de la familia adoptiva y la de origen.
Cuando K se reintegró en su familia de origen, estaba en el primer curso. Desde entonces hasta la mitad del segundo curso, por espacio de año y medio, K se mantuvo por sí mismo. Sin embargo, empezó a dar señales de que el trabajo excesivo estaba afectando a su salud física y mental. Era lógico que en ello hubiera influido la decisión de renunciar a su familia adoptiva. Poco a poco mi amigo se iba volviendo «sentimental»
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. A veces decía que sólo sobre sus hombros pesaba la infelicidad del mundo. Si yo se lo discutía, se enfadaba conmigo enseguida. Se mostraba, además, irritado porque la luz de la esperanza, que tal vez tendría que guiar su futuro, iba desapareciendo poco a poco de su vida. Cuando se empieza una carrera universitaria, todo el mundo abriga ambiciones, como cuando uno emprende un largo viaje. Al pasar uno o dos años, muchos estudiantes se dan cuenta de la lentitud de su progreso y, al ver que no tardarán en graduarse, son invadidos por una especie de desilusión. Creo que esto es natural y en el caso de K así ocurría. Pero él llevaba esa desilusión más lejos de lo normal.
Decidí finalmente que mi primer deber era tranquilizar a mi amigo. Le aconsejé que no hiciera más trabajos de los necesarios y que por una temporada hiciera descansar a su cuerpo. El estar relajado le traería grandes beneficios en su futuro. Supuse que iba a ser difícil convencerle, sabiendo lo terco que era. Efectivamente, resultó más trabajoso incluso de lo que había imaginado. Él insistía en que estudiar no era su objetivo. Su meta, más bien, era hacerse una persona fuerte a través del ejercicio de la fuerza de voluntad, para lo cual, decía él, era necesario vivir en condiciones rigurosas. Eso, para cualquier persona normal, era una locura. Su voluntad, además, sometida a ese rigor, no se fortalecería; antes bien, lo estaba poniendo al borde de la neurastenia. Al no tener otro recurso, fingí estar de acuerdo con él y le dije que yo también deseaba llevar una vida precisamente como la suya. A decir verdad, mis palabras no eran del todo insinceras, pues a fuerza de oír sus razones, tan convincentes como eran, me había ido dejando arrastrar por sus ideas.