Hubo ocasiones a lo largo de nuestra convivencia bajo el mismo techo en que pude haberle revelado mis sentimientos a la señorita, pero las evitaba deliberadamente. Tenía la fuerte convicción de que eso sería ir abiertamente en contra de la costumbre de la cultura japonesa. Y no solamente era ese el motivo que ataba mi lengua. Creía, además, que los japoneses, especialmente las mujeres jóvenes, no tenían el valor de manifestar claramente lo que pensaban cuando alguien les declaraba su amor.
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Todas estas razones me inmovilizaban e impedían dar un paso. Era como una persona indispuesta que, acostada, abre los ojos y claramente ve lo que le rodea, pero no puede mover los brazos ni las piernas. Me invadía a veces la misma angustiosa sensación, una sensación que pasaba desapercibida para todo el mundo.
El año tocó a su fin y llegó Año Nuevo.
Un día, la señora le propuso a K que trajera a algún amigo a casa para jugar a las cartas. K se apresuró a explicar:
—Yo no tengo ningún amigo.
La señora se quedó perpleja. Efectivamente, K no tenía nadie al que pudiera llamar amigo. Había personas a las que saludaba en la calle, pero sin la amistad suficiente para jugar a las cartas. La señora se volvió entonces a mí:
—¿Y tú? ¿Por qué no invitas a algún conocido?
Yo no tenía ninguna gana de enfrascarme en la frivolidad de ese juego
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, así que le di una respuesta vaga para salir del paso. Esa noche, sin embargo, ante la insistencia de la señorita, nos dejamos arrastrar de nuestros cuartos para ir a jugar a las cartas con ellas. La partida fue muy tranquila y con pocas personas al no haber invitados. Además, K, sin apenas práctica en este tipo de juegos, era como un convidado de piedra. Yo le pregunté:
—¿Es que no conoces las poesías del
Hyakunin-isshu
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?
—No, no las conozco bien —contestó.
Al oír la pregunta que le había hecho a K, la señorita debió juzgarla humillante para él, pues desde entonces empezó ostensiblemente a ponerse de parte de K en el juego y acabaron jugando los dos en equipo contra mí. Me hubiera incluso peleado con ellos si no fuera porque la actitud de K afortunadamente seguía tan indiferente como antes de que la señorita se pusiera de su lado. Al comprobar la impasibilidad de K, pude acabar el juego pacíficamente.
Creo que fue dos o tres días después cuando la señora y la señorita salieron por la mañana a visitar a unos parientes de Ichigaya. Las clases todavía no se habían reanudado, así que K y yo nos quedamos de guardianes de la casa. Yo no tenía ganas de leer ni de pasear, y pasé el rato con los codos apoyados en el borde del brasero y la barbilla entre las manos. K, en el cuarto de al lado, tampoco hacía ruido. Todo estaba tranquilo, como si no estuviéramos allí. Tal situación, sin embargo, no era rara entre nosotros, de modo que no me llamó especialmente la atención. A eso de las diez de la mañana, K abrió de repente la puerta corredera y se me apareció cara a cara. De pie y desde la puerta, me preguntó:
—¿En qué piensas?
Yo no pensaba en nada. Bueno, tal vez tenía en mi cabeza la imagen de la señorita, como siempre. Exactamente, la imagen de ella y de la señora, su madre, las dos juntas. Y, por si fuera poco, la de K, inseparable a la de ellas, enredando aún más el problema, que daba vueltas y vueltas en mi cabeza. Pero, cara a cara ante él y aunque desde hacía un tiempo había empezado a verlo como un intruso, ¿cómo iba a decirle claramente que ya le veía como tal? Seguí mirándole en silencio. Entonces, él avanzó unos pasos y entró en mi cuarto. Se sentó delante del brasero donde yo también estaba sentado. Yo retiré los codos del brasero y se lo acerqué suavemente. K reanudó la conversación, actividad poco propia de él.
—Han ido a Ichigaya, pero, ¿dónde exactamente?
—Creo que a casa de una tía —contesté yo.
—¿Y qué tía es esa? —me preguntó.
—Es también la mujer de un militar, me parece.
—Pero las mujeres no salen de visita de Año Nuevo hasta mediados de enero, ¿no? ¿Por qué habrán ido tan pronto?
Yo no tuve más remedio que contestarle:
—Ni idea.
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K no paraba de hablar de la señora y de la señorita. Llegó incluso a preguntarme cosas muy personales, a las que yo no sabía responder. Más que molestia, sentí extrañeza. Al contrastar esta actitud suya con la que tenía cuando era yo quien hablaba de ellas, el cambio resultaba llamativo. Tanto que acabé preguntándole:
—Pero… ¿cómo es que hoy precisamente me haces todas esas preguntas?
De repente, K se quedó callado. Observé que sus labios cerrados temblaban ligeramente. K era una persona de pocas palabras y, además, tenía la costumbre de abrir y cerrar los labios, como hace un tartamudo, antes de empezar a decir algo. Sus labios, como forzados, no se despegaban fácilmente y precisamente por eso su fruto, sus palabras, pesaban más. Una vez que la voz se escapaba de su boca, salía con doble de ímpetu que una voz normal.
Al reparar en el temblor de sus labios, rápidamente supe que algo más venía, pero no podía ni imaginar de qué se trataba. Figúrate, por eso, mi sorpresa cuando oí cómo sus labios confesaban que amaba angustiosamente a la señorita. Me quedé de piedra, como si la varita mágica de K me hubiera transformado en un fósil. Fui incapaz de abrir la boca.
Efectivamente, me quedé convertido no sé bien si en un bloque de temor o de sufrimiento, pero ciertamente en un bloque de algo. De la cabeza hasta la punta de los pies sentí que todo se me endurecía como si fuera de piedra o de hierro. Hasta la respiración se me tomó dificultosa. Menos mal que este estado no duró mucho. Un instante después ya recuperé la sensación de estar vivo. Y me dije: «¡Ya está! ¡Se me ha adelantado!». Aparte de eso, no se me ocurría qué hacer. Creo que no tenía todavía el sosiego suficiente para pensar. Me quedé inmóvil sintiendo cómo de las axilas me brotaba un sudor frío y desagradable.
Mientras, K seguía vaciándome su corazón palabra a palabra. Mi sufrimiento era insoportable. Un sufrimiento que debía de notarse claramente en mi rostro como si estuviera escrito sobre mi frente. No había razón para que él no se diera cuenta, pero por estar tan entregado a su confesión, tal vez no tenía tampoco él la calma necesaria para prestar atención a mi expresión. Sus palabras, una tras otra, de principio a fin, eran pronunciadas con el mismo tono. Un tono lento y pesado que traslucía un amor imposible de desarraigar. Al escucharlas, mi corazón era zarandeado por la violencia de una sola y única pregunta: «¿Qué hago?, ¿qué hago?».
Creo que los detalles no entraban en mis oídos, pero el tono de su confesión penetraba en mí y retumbaba sordamente en mi pecho. Empezó a atenazarme no sólo el dolor, sino una especie de terror, el terror de saber que él era más fuerte que yo.
Cuando terminó de contármelo todo, no supe qué decir. Mi silencio no obedecía a que yo estuviera debatiendo en mi interior si me convenía que yo también le confesara mi amor o si era preferible no decir nada. No, no pensaba en mis intereses. Simplemente, no podía decir nada. No sentía ningún deseo de decir nada.
A la hora de comer, nos sentamos uno enfrente del otro. La criada nos sirvió y nunca una comida me ha sabido peor. Mientras comíamos, apenas hablamos. Tampoco sabíamos cuándo iban a regresar la señora y la señorita.
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Cada uno volvió a su cuarto y ya no nos vimos. K estaba tan silencioso como había estado esa mañana. Yo también me sumergí en mis pensamientos. Pensaba que debía abrir mi corazón a K. Al mismo tiempo, me parecía que ya era demasiado tarde. ¿Por qué, cuando él me confesó su amor, yo no le interrumpí para contraatacarle con mi propia confesión? No hacerlo había sido mi gran error. Por lo menos, acabada su confesión, yo debí haberle revelado mis propios sentimientos. Parecía muy raro contarle los mismos sentimientos después de que hubiera dado por concluida la confesión de los suyos. No sabía cómo doblegar lo forzado e innatural de tal situación. El remordimiento hacía que mi cabeza se moviera como un péndulo.
Deseé que K abriera de nuevo la puerta y viniera con el mismo impulso hacia mí. Su entrada esa mañana había sido como un ataque por sorpresa. Me había pillado desprevenido. Quise que se repitiera la escena para esta vez recuperar yo la iniciativa perdida esa mañana. Con esta esperanza alzaba la mirada y contemplaba la puerta. Pero la puerta no se abría y el silencio de K me parecía eterno.
Ese silencio poco a poco fue afectando a mi cabeza ¿Qué estaría pensando K en ese momento tras esa puerta? Esta pregunta me atormentaba. En otras muchas ocasiones, habíamos estado los dos callados y separados por esa puerta; había aprendido en ellas que, cuanto más silencioso se mostraba K, antes me olvidaba de él. Pero ahora era al revés, lo cual demostraba lo perdido que estaba. ¿Y si fuera yo el que abriera esa puerta? No, no podía. Una vez perdida la oportunidad, ya no tenía otro remedio que esperar a que él volviera a tomar la iniciativa.
Al final, no pude seguir quieto más tiempo. Si me obligaba a permanecer allí, me acometía el impulso de plantarme en el cuarto de K. No pude hacer otra cosa que levantarme y salir al pasillo exterior. De ahí pasé a la sala de estar y, sin ninguna convicción, me serví de la tetera una taza de agua caliente y me la bebí. Después, fui a la entrada principal y salí fuera. De esa forma, habiendo evitado pasar por su cuarto, me vi en el centro de la calle.
Naturalmente, no tenía dónde ir. De lo que se había tratado era de no quedarse quieto en la habitación. Caminé por las calles con ambiente de Año Nuevo. Anduviera cuanto anduviera, de mi cabeza no salía K. No es que caminara porque quisiera sacármelo de la cabeza; más bien, lo que hacía era estar rumiando de buena gana, casi podría decirse, su imagen.
En primer lugar, a mí K me parecía un hombre desconcertante. ¿Por qué me había hecho de sopetón aquella confesión? ¿Por qué su amor había crecido tanto hasta tener que confesármelo? Por otro lado, ¿dónde se había ido el K de siempre que yo conocía? Todo me resultaba incomprensible. Sabía que su voluntad era firme. Y que era también sincero. Antes de decidirme a actuar, había mucho que necesitaba oír de él. Pero al mismo tiempo, sentía una singular aversión a tratarle a partir de entonces.
Caminaba ensimismado, con la mente continuamente ocupada por la imagen y figura de K sentado en su cuarto, inmóvil. En mi interior oía una voz diciéndome que por mucho que yo me moviera y caminara, a él jamás podría moverle. K iba tomando a mis ojos el aspecto de un demonio, un demonio por el cual iba a estar poseído para siempre.
Agotado, volví a casa. El cuarto de K seguía silencioso, como si no hubiera nadie dentro.
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Poco después de entrar en casa, oí el ruido del
rickshaw
. Entonces, estos vehículos todavía no tenían las llantas de las ruedas de goma y producían desde lejos un desagradable ruido. El cochecillo paró delante de la entrada.
Media hora después, me avisaron para cenar. Vi entonces los quimonos de gala, que se habían quitado la señora y su hija y que con su brillante colorido animaban desordenadamente el cuarto que había al lado del comedor. Ella y su madre habían vuelto con prisa para poder llegar a tiempo de prepararnos la cena sin retraso. Pero toda la amabilidad de la señora no hallaba eco en ninguno de nosotros dos. Sentado a la mesa, yo apenas hacía algún comentario insulso como si escatimara las palabras, mientras que K permanecía aún más callado. La madre y la hija, que habían salido juntas, algo nada frecuente, se mostraban más alegres de lo habitual, lo cual destacaba todavía más nuestra taciturna compostura.
—Bueno, ¿qué os pasa? —preguntó finalmente la señora.
—Me siento un poco mal —le respondí yo que, en realidad, estaba diciendo la verdad.
La señorita le hizo a K la misma pregunta. Pero K no contestó que se sentía mal como yo, sino que dijo:
—Es que no me apetece hablar.
La señorita insistió:
—¡Vaya! ¿Y eso por qué?
En ese momento alcé mis párpados pesados y miré a K. Tenía curiosidad por saber qué contestación daría. Sus labios, como antes, se pusieron a temblar ligeramente. Para los demás eso no era más que un indicio de su confusión para contestar. La señorita, riéndose, dijo:
—¡Ah, ya veo! Pensando en cosas difíciles como siempre, ¿verdad?
K enrojeció levemente.
Esa noche me acosté más temprano que de costumbre. A eso de las diez, la señora, preocupada por el malestar que confesé tener durante la cena, me trajo a la habitación una sopa. Como la habitación estaba ya totalmente oscura, abrió un poco la puerta y dijo:
—¡Bueno, bueno!
Entonces, la luz de la lámpara de la mesa de K penetró en mi habitación en un vago y diagonal haz de luz. Parecía que K seguía levantado. La señora se sentó a mi cabecera y me dijo:
—Seguramente es un resfriado. Por eso, debes entrar en calor.
Y me acercó la sopa a la cara. Como no había otro remedio, me tuve que tragar el espeso líquido en su presencia.
En medio de las tinieblas, me quedé despierto pensando. No podía hacer otra cosa, desde luego, qué darle vueltas al único tema. «¿Qué estaría haciendo K en este momento en el cuarto de al lado?», se me ocurrió pensar de repente. Y, casi sin darme cuenta, llamé:
—¡Eh…!
—¿Qué? —me respondió. Todavía no estaba dormido.
—¿Todavía no te has acostado? —le pregunté.
—Iba a acostarme ahora.
Otra vez le pregunté:
—¿Qué estabas haciendo?
Pero esta vez no hubo respuesta. En lugar de una respuesta, al cabo de cinco o seis minutos, le oí abrir un armario y extender su lecho. Oía todos sus movimientos como si los hiciera sobre mi mano.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—La una y veinte.
Pronto le oí apagar la lámpara. Toda la casa se quedó envuelta en un absoluto silencio.
Las tinieblas, sin embargo, parecían aguzar aún más mis ojos. Nuevamente oí cómo mis labios decían:
—¡Eh…!
—¿Qué? —me contestó igual que antes.
Por fin abordé el tema y le dije:
—¿Cuándo te viene mejor que hablemos más despacio de eso de esta mañana?
Naturalmente que yo no tenía ninguna intención de ponerme a hablar con él a través de la puerta. Tan sólo quería conseguir lo antes posible una respuesta suya por lo menos. Pero esta vez no atendió a mi pregunta, a diferencia de antes. Se limitó a musitar con voz sorda: