—Bueno…
Y a mí, otra vez, me invadió el temor.
39
La actitud irresoluta de K, que traducía esa respuesta, continuó al día siguiente y también al siguiente. No volvió a mostrar ningún asomo de tocar el tema. Tampoco es que hubiera oportunidad de hacerlo. Mientras la señora y la señorita no salieran algún día, K y yo no podíamos abordar tranquilamente el tema. Yo lo sabía muy bien y el saberlo me irritaba. Bien preparado, acechaba oculto esperando que K acudiera a mí; pero, en vista de que no se me acercaba, decidí tomar la iniciativa.
Mientras tanto, había estado silenciosamente observando el aspecto de todos en la casa. En la actitud de la señora y la señorita no detecté nada anormal. Entre su comportamiento de antes y después de la confesión de K, no había ninguna diferencia. Era evidente, por tanto, que a mí y sólo a mí había confiado K su secreto y que ni la señorita ni su vigilante madre estaban enteradas. Con esto recuperé algo la calma, una calma que me llevó a pensar que tal vez fuera mejor esperar a que la oportunidad se presentara por sí misma para abordar el tema y no crear una ocasión artificial. Así, decidí dejar el asunto por un tiempo.
Dicho de esta manera, podrá parecerte todo muy fácil. En realidad, sin embargo, mi corazón era asaltado por altibajos semejantes al flujo y reflujo de la marea. Al reparar en que K no se movía para nada, mi imaginación prestó a esa actitud múltiples significados. Por otro lado, cuando observaba lo que la señora y la señorita decían y hacían, me entraba la sospecha de si sus palabras y actos reflejaban realmente sus pensamientos. Me preguntaba si sería verdad que, en efecto, ese complejo mecanismo colocado en el corazón humano refleja y apunta siempre el número exacto como hacen las manecillas de un reloj. Créeme: sólo después de darle vueltas y vueltas al asunto había conseguido llegar a ese punto de relativa calma. O, dicho de otro modo, la palabra «calma» no estaba ni siquiera disponible para mí en esos momentos.
Empezaron las clases de nuevo. Los días en que teníamos el mismo horario, K y yo salíamos juntos de casa; y, cuando nos iba bien, también volvíamos juntos. Vistos desde fuera, K y yo éramos tan íntimos como antes. Pero cada uno andaba sumergido en sus propios pensamientos. Un día, en la calle por fin le abordé:
—Aquella confesión que me hiciste… ¿se la has hecho también a la señora o a su hija?
Mi futura conducta pendía del hilo de su respuesta. Contestó claramente:
—Sólo te lo he dicho a ti y a nadie más.
«Lo que me imaginaba», pensé con satisfacción. Sabía que K era más abandonado que yo. Y también más valiente. Aún así y por extraño que parezca, confiaba en él. Mi confianza en él había permanecido intacta a pesar de haber estado engañando a sus padres adoptivos por espacio de tres años. Es más, sólo por esa razón confiaba más en él. Esta confianza mía explica que, aunque yo fuera receloso, no dudara de la franqueza de su respuesta.
Le hice otra pregunta:
—¿Y qué vas a hacer con este amor? ¿Vas a hacer algo por realizarlo o se va a quedar sólo en una confesión?
Esta vez no me respondió. Bajó la vista y siguió caminando en silencio.
—No me ocultes nada, por favor. Dime todo lo que piensas.
—No tengo ninguna necesidad de ocultarte nada —me dijo claramente.
Pero del tema que tanto me interesaba, no me dijo ni una palabra. Como íbamos caminando, me resultaba difícil detenerle en medio de la calle y apremiarle a que fuera más preciso. Las cosas se quedaron, pues, así.
40
Hacía mucho tiempo que no había ido a la biblioteca de la universidad. Hasta que un día entré. Sentado en el extremo de una amplia mesa, con medio cuerpo expuesto a la luz que entraba por la ventana, me puse a hojear unas revistas extranjeras recién llegadas. Mi tutor me había dado una semana para recoger datos sobre un tema de mi especialidad. No pude hallar lo que buscaba en las revistas y tuve que levantarme dos o tres veces para traer más revistas. Al fin, encontré el texto que buscaba y me puse a leerlo con mucha atención.
Pero en ese momento, alguien me llamó en voz baja desde el otro lado de la amplia mesa. Al alzar los ojos, vi a K de pie. Se inclinó sobre la mesa para acercarse más a mí. Como sabes, en la biblioteca no se puede hablar en voz alta a fin de no molestar a los demás. Por eso, el gesto de K, aunque perfectamente normal en esas circunstancias y en una biblioteca, a mí me pareció singularmente extraño. En ese tono bajo, me preguntó:
—¿Estás estudiando?
—Sí…, unos datos…
K siguió con su cara cerca de la mía. Con el mismo tono volvió a preguntar:
—¿Qué tal un paseo?
—Bien, pero tendrás que esperarme un rato.
—De acuerdo; te espero —me dijo.
Y se sentó en el lugar que había libre delante de mí. Pero desde ese momento me resultó imposible concentrarme en la lectura de la revista. No podía apartar la idea de que había venido porque tenía algo que decirme. Puse la revista boca abajo y me dispuse a levantarme.
—¿Ya has acabado? —me preguntó tranquilamente.
—No, pero no importa.
Devolví la revista y salí de la biblioteca con K.
No teníamos ningún destino concreto. Así que de Tatsuokacho nos dirigimos a Ikenohata y nos metimos en el parque de Ueno. Entonces K se puso a hablar de ese asunto. Por el modo de abordarlo, se diría que me había sacado a pasear a fin de hablarme precisamente de eso. Pero, por su actitud, no parecía haber llegado a ninguna decisión concreta.
—¿A ti qué te parece? —me preguntó vagamente.
Deseaba saber cómo le veía yo a él, caído en el fondo del enamoramiento. Por decirlo en una palabra, lo que él quería de mí era mi crítica sobre el estado en que se encontraba. En eso, pude claramente reconocer una diferencia entre su conducta habitual y la de entonces. Lo he repetido varias veces: la naturaleza de K no era nada débil en el sentido de que le inquietara la opinión ajena. Cuando creía en algo, avanzaba con determinación y con la suficiente audacia como para llevarlo a cabo. En mi mente estaba grabada esa fuerza de carácter demostrada en relación con su familia adoptiva. La pregunta que acababa de hacerme en el parque era, por lo tanto, a todas luces impropia de su carácter.
Al preguntarle yo por qué en esa ocasión deseaba mi parecer, me respondió con un tono de abatimiento jamás oído en él:
—Es que estoy realmente avergonzado de mi debilidad…
Y añadió:
—Me siento perdido, sin lograr entenderme. ¿Qué remedio me queda si no es pedirte tu opinión sincera?
—¿Qué quieres decir con eso de «perdido»? —me apresuré a preguntarle.
—Quiero decir que no sé si debo avanzar o retroceder. No sé qué hacer.
—Pero dime: ¿podrías realmente retroceder si quisieras? —le pregunté yo.
Inesperadamente, se quedó sin palabras. Sólo acertó a decir:
—¡Siento tanto dolor!
Su aspecto, en efecto, expresaba sufrimiento. ¡Ah! Si el objeto de su pasión no hubiera sido la señorita, ¿acaso yo no habría vertido de mil amores palabras de consuelo con las que, como gotas de benéfica lluvia, haber podido aliviar la sequedad de su rostro?
Creo que he nacido con este don de la compasión, pero en aquella ocasión yo no era yo.
41
Observaba a K con la atención con que se observa a un contrincante de esgrima que perteneciera a una escuela diferente. Mi cuerpo entero, de pies a cabeza, estaba en estado de máxima alerta y en guardia para enfrentarme a él. K, por su parte, se me ofrecía accesible y vulnerable en su inocencia. Era como si yo hubiera recibido de las propias manos del enemigo el plano de una fortaleza que ahora examinaba fría y calmadamente en su presencia.
Mis pensamientos miraban exclusivamente el punto en que podría asestarle un golpe único y certero y así vencerle. Acababa de descubrir, en efecto, que K vacilaba entre la realidad y el ideal. Me moví con rapidez para sacar ventaja de ese flanco débil. Avancé a él con gravedad inexorable. No sólo tal era mi táctica, sino también era la reacción natural a mis sentimientos. No tenía motivos, pues, para sentirme en una posición ridícula ni vergonzosa. Así que le dije:
—La persona sin voluntad de mejorar espiritualmente es un idiota.
Esa fue, exactamente, la frase que él mismo me dijo cuando viajábamos por Boushu. Esta estocada se la di con el mismo tono con que él me la había dado. Pero en mis palabras no había venganza. Te confieso que llevaban una intención más cruel que una simple venganza. Yo quería segar el camino del amor que se le ofrecía delante.
K había nacido en un templo budista de la escuela de Shin-shu. Pero ya en sus años de enseñanza media, su filosofía parecía irse alejando de las doctrinas de esa escuela. Reconozco que soy un lego en este tema de las diferencias entre las escuelas budistas y que, por tanto, no tendría derecho a hacer esta crítica, pero me di cuenta de que K difería de la doctrina de Shin-shu en su actitud hacia la relación hombre-mujer. A K le gustaba referirse al término de «esfuerzo y abstinencia». Yo comprendía que en esa expresión se contenía la idea del control de las pasiones. Me sorprendí, sin embargo, cuando más tarde descubrí que el significado verdadero de esa expresión iba más allá. Para K, la base de esa idea era que había que sacrificar todo para seguir el «camino verdadero», es decir, más allá de la abstinencia, el amor, aunque desprovisto de deseo carnal, era un obstáculo en ese camino. Cuando K se mantenía por sí solo, yo escuchaba con frecuencia sus opiniones. Por entonces yo ya andaba enamorado de la señorita y a toda costa le manifestaba mi oposición. Al contradecirle, él siempre ponía una expresión lastimosa en la que más que compasión, se reflejaba el desdén.
Recordando ese pasado, era evidente que esto que acababa de decirle —la persona sin voluntad de mejorar espiritualmente es un idiota— iba a dolerle. Con estas palabras, sin embargo, no pretendía atacar el edificio de las ideas que él había construido. Más bien, deseaba que siguiera construyéndolo. El hecho de que su edificio alcanzara el cielo, o de que K encontrara el camino que buscaba, no me importaba. Sólo, temía que K cambiase de repente sus ideas y chocase con mis intereses. En otras palabras, lo que acababa de decirle era simplemente una manifestación de mi egoísmo.
Y se lo repetí:
—El que no tiene voluntad de progresar espiritualmente es un idiota.
Se lo repetí dos veces. Y me puse a observar el efecto de mis palabras.
—Idiota —dijo finalmente—. Sí, soy un idiota.
Se detuvo quedándose inmóvil. Miró al suelo. Pero, inesperadamente, el temor me sobrecogió y me quedé helado. En ese instante, sentí que K iba a erguirse amenazadoramente y saltar sobre mí como un atracador. Percibí, sin embargo, que el tono de su voz era demasiado débil. Hubiera querido leer algo en sus ojos, pero se mantuvo cabizbajo todo el tiempo. Y, de nuevo, echó a andar lentamente.
42
Caminé a su lado esperando las siguientes palabras que saldrían de sus labios. Digo esperando, pero sería más exacto decir acechándole para saltar sobre mi desprevenida presa. Estaba listo, incluso, para atacarle por la espalda. Debo confesar que, con la conciencia que me había sido inculcada por mis educadores, una voz debiera haberme susurrado al oído: «Estás siendo un cobarde». Entonces, yo habría reaccionado y habría recuperado mi yo de siempre. Si esa voz hubiera sido la de K, me habría sonrojado ante él. Pero K nada dijo porque era demasiado recto para hacerme reproches. Era también demasiado sencillo y demasiado bueno. Pero yo, cegado por el amor, me estaba olvidando de respetarle por esas mismas cualidades. Y aún más, me estaba aprovechando de ellas. Me aprovechaba para vencerle.
Poco después, K me llamó por mi nombre y me miró. Fui yo el que se detuvo esta vez. También K se paró. Por fin pude ver sus ojos cara a cara. Como K era más alto que yo, tuve que mirar hacia arriba para verle bien. En esa posición, yo dirigí mi corazón de lobo hacia el cordero inocente.
—Vamos a dejarlo —dijo.
Sus ojos y palabras traslucían sufrimiento. No pude responder. K añadió entonces en tono de súplica:
—¡Déjalo ya!
Esta vez mi respuesta fue cruel, tan despiadada como la agresión del lobo mordiendo la garganta de un cordero preso:
—Dices que lo dejemos, pero no he sido yo quien ha empezado, ¿verdad? Tú lo has empezado desde el principio. Pero, en fin, si quieres que lo dejemos, pues bien, lo dejamos. Te advierto, de todos modos, que si no tienes voluntad de poner fin tú mismo a todo esto, aunque dejemos la conversación, ¿cómo vas a justificar tus ideas de siempre?
Al pronunciar estas palabras, sentí cómo su estatura encogía delante de mis propias narices. Como he dicho en otras ocasiones, K era muy obstinado, aunque, por otro lado, era más recto que nadie. Por eso, cuando le atacaban en sus contradicciones, se ponía nervioso. Al ver su aspecto, por fin me tranquilicé. Entonces me dijo de improviso:
—¿Voluntad? —y antes de que yo pudiera contestarle, añadió—: ¿Voluntad…? ¡Claro que la tengo!
Por el tono parecía estar hablando consigo mismo, como si estuviera soñando.
Dejamos de hablar y nos encaminamos a casa, en Koishikawa. No hacía viento; tampoco demasiado frío. Aún así, era invierno y el parque estaba triste. Al volver la vista y fijarme especialmente en los cedros, con su tono verde descolorido por las recientes heladas y con las ramas rojizas alzadas a un cielo negruzco, sentí que una corriente fresca me atenazaba por la espalda. Entre dos luces, pasamos deprisa por Hongodai y bajamos al valle de Koishikawa para después ponernos a subir otra vez la cuesta. Sólo entonces pude sentir el calor de mi cuerpo debajo del abrigo.
De vuelta, apenas conversamos, tal vez por ir caminando con tanta prisa.
Cuando ya estábamos sentados a la mesa para cenar, la señora nos preguntó:
—¿Por qué habéis llegado tarde?
—K me propuso acompañarle hasta Ueno —respondí yo.
La señora mostró su sorpresa exclamando:
—¡Con este frío!
La señorita se mostró curiosa:
—¿Y qué había en Ueno, si puede saberse?
—Nada. Sólo estuvimos paseando —le dije.
K permanecía tan callado como de costumbre, o más si cabe. Ni las palabras amables de la señora ni las risas de la señorita lograron arrancarle apenas una palabra. Terminó de tragarse la cena a toda prisa y, antes de levantarme yo, se retiró a su cuarto.