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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Kokoro (32 page)

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En aquellos años todavía no había nadie que hablara de ideas tales como la «era del despertar» o «la vida nueva». Pero el motivo de que K no abandonara su vieja mentalidad y corriera en pos de nuevos horizontes no era por falta de ideas modernas, sino porque estaba muy arraigado en un pasado considerado por él como demasiado sagrado para poder prescindir de él. Podría decirse que su vida hasta entonces se había regido precisamente por ese carácter sagrado. Así, aunque no avanzaba con decisión hacia el objeto de su amor, tampoco podía decirse que este amor suyo careciera de pasión. K era incapaz de moverse a ciegas pese a la violencia de su sentimiento amoroso. Mientras no
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estuviera recibiendo un impacto tan potente que le hiciera olvidar todo, se vería obligado a detenerse y a volver la vista a su pasado. Por eso, no le quedaría más remedio que seguir recorriendo el camino marcado por su pasado. K, además, poseía esa terquedad y paciencia que no tiene la gente hoy en día. En estos dos sentidos, yo había captado bien sus sentimientos.

La noche que volvimos de Ueno sentí una calma relativa. Cuando K se retiró a su cuarto, yo le seguí y me senté al lado de su mesa. Deliberadamente, me puse a charlar de asuntos triviales. Su expresión era de molestia. De que mis ojos brillaran con la lucecita del triunfo no estoy seguro, pero en mi voz sí que había un tono de orgullo inconfundible. Después de calentarme las manos en el mismo brasero que él, volví a mi cuarto. En muchos aspectos no alcanzaba yo su nivel, pero entonces me di cuenta de que por fin había algo en lo que no había razón para temerle.

No tardé en quedarme plácidamente dormido. Pero me desperté bruscamente al oír que me llamaban por mi nombre. Abrí los ojos y vi la figura oscura de K en la entreabierta puerta corrediza. Su cuarto seguía iluminado por la lámpara. Sentí que bruscamente había cambiado el universo y, por un rato, me quedé sin voz mirando vagamente la escena.

—¿Estabas dormido? —me preguntó.

K solía quedarse despierto hasta muy tarde.

—¿Qué querías? —dije yo a la negra silueta.

—No, nada. Me había levantado para ir al cuarto de baño y quería saber si estabas despierto o dormido.

La iluminación le venía desde atrás y no pude distinguir ni su cara ni sus ojos. Pero su voz sonaba con más calma de lo habitual en él.

K cerró la puerta. Mi habitación volvió a quedar a oscuras. En esta oscuridad cerré los ojos dispuesto a tener un sueño apacible. No recuerdo más.

A la mañana siguiente, sin embargo, al ponerme a pensar en la noche anterior me pareció extraña esta visita de K. ¿Habría sido un sueño? Pensé.

A la hora del desayuno se lo pregunté.

—¡Claro que abrí la puerta y te llamé! —me dijo.

—¿Y por qué lo hiciste?

No me dio ninguna respuesta clara, pero al cabo de un buen rato, cuando ya no estábamos en ese tema, me preguntó:

—¿Puedes dormir bien estos días?

Su pregunta me produjo una extraña sensación.

Aquel día, nuestras clases empezaban a la misma hora; así que salimos juntos de casa. Preocupado como estaba desde la mañana por lo de la noche anterior, otra vez volví a acosar a K con preguntas. Pero tampoco esta vez me dio ninguna respuesta satisfactoria. Yo insistí:

—Pero fuiste tú quien anoche quiso hablar conmigo sobre ese asunto, ¿no es eso?

—No —dijo tajantemente.

Daba la impresión de que con esta negativa estaba llamando mi atención a que el tema había quedado cerrado el día anterior en Ueno. En este aspecto, K tenía un agudo sentido de la propia dignidad. Me di cuenta de esto de repente y recordé aquella palabra dicha por él con insistencia la víspera: «voluntad», una palabra que, si antes no me inquietaba en absoluto, ahora empezó a oprimirme la cabeza con una extraña fuerza.

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Tenía pleno conocimiento del carácter enérgico de K, pero al mismo tiempo comprendía igualmente bien la razón de su indecisión en este único asunto. Sentía, por tanto, cierto orgullo por conocer bien tanto los rasgos ordinarios como los extraordinarios de su carácter. Aún así, mientras que en mi mente yo era capaz de rumiar esa palabra de «voluntad», mi confianza iba paulatinamente perdiendo alas y al final amenazaba con desplomarse. Pensaba que tal vez la conducta de K en este asunto no era más que consecuencia de esos rasgos ordinarios de su carácter y no de los extraordinarios. Empezaba incluso a sospechar que tal vez tuviera guardado en la manga un último recurso para solucionar de una vez todas sus dudas, toda su angustia y sufrimiento. Al someter la palabra «voluntad» a esta nueva luz, me asusté. Con mirada imparcial y objetiva necesitaba inspeccionar el contenido de la voluntad de K. Por desgracia, sin embargo, mi mirada estaba lesionada; era como si estuviera tuerto. Su voluntad yo la entendía solamente en el sentido de que él habría de usarla para lanzarse sobre el objeto de su amor, la señorita. Sólo podía pensar que su valor iba a ser ejercido en el cumplimiento de su amor.

Había en mi corazón una vocecilla diciéndome que yo también necesitaba tomar una decisión final. Decidí responder a esa voz espoleando mi coraje y así actuar antes que él y sin su conocimiento. Aguardé la oportunidad en silencio. Dos, tres días esperé que se presentara la ocasión. Pero no venía. Quería hablar con la señora sobre su hija cuando ni esta ni K estuvieran en la casa. Pero si él no estaba, estaba ella. Así, pasaban y pasaban los días sin presentarse una ocasión favorable para que yo pudiera decir: «¡Ahora!». Empezaba a irritarme.

Al cabo de una semana en esa situación, e incapaz de aguantar más, una mañana fingí encontrarme mal. La señora, la señorita y hasta K me avisaron de que era hora de levantarse, pero yo les contesté vagamente y seguí bajo el edredón de la cama hasta las diez o algo así. Cuando estuve seguro de que ni K ni la señorita estaban y que la tranquilidad reinaba en la casa, me levanté. Al verme, la señora me preguntó:

—¿Dónde te duele? —y añadió—: ¿Por qué no sigues acostado? Yo te llevaré la comida a la habitación.

Pero, como en realidad no estaba en absoluto mal, no deseaba seguir más tiempo acostado. Me lavé la cara y desayuné como siempre en la sala de estar.

La señora me sirvió el desayuno desde el otro extremo del largo brasero. En mi mano yo sujetaba el tazón de arroz, aunque ni yo mismo sabía si estaba desayunando o almorzando. Tan sólo me preocupaba cómo abordar el asunto. En realidad, por tanto, debía tener el aspecto de un enfermo que se siente mal.

Terminé el desayuno y me puse a fumar. Como no me levantaba, la señora tampoco se apartaba de la mesa. Llamó a la criada y le pidió que retirara mi bandeja. Después, siguió allí conmigo, entretenida en echar más agua en la tetera o en limpiar el reborde del brasero.

—¿Tiene algo importante que hacer ahora, señora? —le pregunté.

—No. ¿Por qué? —me preguntó a su vez.

—Bueno… Es que hay algo de lo que quisiera hablarle…

—¿Y de qué se trata? —me preguntó mirándome a la cara. Su tono era tan ligero que no casaba con la gravedad de mi estado de ánimo. Sentí entonces que las palabras se me atragantaban.

Seguí un rato más dando rodeos hasta que por fin le pregunté:

—¿Le ha dicho K algo recientemente?

La señora puso cara de no saber nada y me respondió:

—No, pero… ¿sobre qué? —y antes de que yo pudiera contestar, añadió—: ¿Y a ti te ha dicho algo?

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No tenía ninguna intención de revelarle la confesión de K. Por eso le contesté:

—No, nada —y al instante sentí malestar por la mentira. En realidad K no me había pedido nada sobre este asunto. Añadí:

—Pero bueno…, no se trata de K…

—¿Ah, no? —Se quedó en actitud de esperar mis palabras.

Ya no me quedó otra salida que decírselo. Bruscamente, le solté:

—Señora, quiero pedirle la mano de su hija.

No puso la cara de sorpresa que yo había imaginado, pero por un buen rato no pudo contestarme y se quedó mirándome en silencio.

Una vez lanzada mi petición, ya no sentía timidez e insistí:

—Deme a su hija, por favor. Démela como esposa.

La señora, sin duda por su edad, se mantenía todo el tiempo mucho más tranquila que yo. Me dijo:

—Bien, no te estoy diciendo que no, pero ¿no es demasiado repentino todo esto?

Yo me apresuré a contestar:

—Quiero casarme con ella cuanto antes.

Se echó a reír. Luego quiso asegurarse y me preguntó:

—¿Lo has pensado bien?

Le expliqué con tono rotundo:

—Sí, lo he pensado bastante tiempo, aunque la petición le parezca tan repentina…

Me hizo dos o tres preguntas más sobre temas que ya he olvidado. La señora tenía un temple resuelto, casi masculino, muy distinto al de otras mujeres, lo cual la hacía una persona con quien podía hablarse con absoluta franqueza.

—Está bien. Te daré a mi hija —dijo finalmente. Y añadió—: Nuestras circunstancias tampoco nos permiten decirte que te concedo su mano. Ya sabes que la pobre es huérfana de padre. Por eso, soy yo quien debe más bien pedírtelo en estos términos: «Por favor, tómala por esposa».

De esa forma, fue ella quien acabó pidiéndome que me casara con su hija.

El asunto quedó, por tanto, zanjado de forma así de fácil y clara. Nuestra conversación no había durado ni siquiera quince minutos de principio a fin. La señora no puso ninguna condición. Me dijo que tampoco había necesidad de consultar con ningún pariente; bastaría con decírselo después. Incluso dijo que no hacía falta asegurarse de la voluntad de su hija. En estos detalles creo que yo, pese a tener estudios, daba más importancia a la forma que ella. Cuando le expresé que no me importaba que no se consultase a los parientes, pero sí que debía decírselo a su hija y asegurarse de que estaba de acuerdo, me dijo:

—No te preocupes. Yo jamás le daría por esposo a un hombre con quien ella no deseara casarse.

Al volver a mi habitación y pararme a reflexionar sobre la facilidad con que este asunto había avanzado, me sentí extraño. Incluso, se me metió en la cabeza la duda de si todo esto había ocurrido en realidad. La idea de que las grandes líneas de mi destino ya estaban trazadas me hizo sentir en todos los aspectos como una persona nueva.

A mediodía, fui otra vez a la sala de estar y le pregunté a la señora:

—¿Cuándo piensa hablar con su hija sobre lo de esta mañana?

—¿Importa mucho cuándo se lo diga, una vez que ya estamos de acuerdo?

Por esa forma de hablar tan directa daba la impresión, aun siendo mujer, de tener más carácter que yo. Cuando iba a retirarme, me llamó y me dijo:

—Bien, si deseas que hable con ella cuanto antes, hoy mismo puedo decírselo, tan pronto vuelva de clase.

—Sí, creo que sería mejor —le dije, y volví a mi habitación.

Pero imaginar a esas dos mujeres hablando del asunto del matrimonio y estar yo sentado en mi mesa, me producía inquietud. Así que cogí el sombrero y salí a la calle.

Al bajar la cuesta, me encontré con la señorita. Ignorante de todo, pareció sorprenderse de verme allí. La saludé quitándome el sombrero y le dije:

—¿Ya vuelves a casa?

A su vez, ella me preguntó con aire de curiosidad:

—¿Ya te encuentras mejor?

Le contesté:

—Sí, ya estoy bien, muy bien.

Me alejé con paso rápido en dirección a Suidobashi.

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De Sarugakucho salí a la calle de Jinbocho y de ahí giré en dirección a Ogawa-machi. Siempre que iba a este barrio, era con el fin de visitar librerías de viejo, pero aquel día no me apetecía para nada hojear viejos libros manoseados. Mientras caminaba, no dejaba de pensar en lo que podía estar ocurriendo en la casa. En mi mente, me representaba a la señora, tal como la había visto poco antes en casa, y a la señorita, que acababa de regresar. Estas dos figuras, como dos piernas, me hacían caminar. De vez en cuando, además, me detenía sin saber por qué en medio de la calle y pensaba: ¿estarán en este instante hablando madre e hija sobre este asunto? O bien, me figuraba que ya habrían terminado de hablar.

Crucé el puente de Mansei y subí por la cuesta del templo de Mio-jin. Así llegué a Hongodai, bajé por Kukusaka y finalmente bajé al valle de Koishikawa. Había recorrido tres barrios moviéndome en un círculo ovalado, pero curiosamente durante todo este largo paseo apenas había pensado en K. Ahora que me acuerdo, me pregunto cómo pudo ser así. No sabría responder. Simplemente, me parece extraño. Tal vez, mi corazón estaba en tal tensión sobre un tema concreto que me había olvidado de K, aunque mi conciencia no debía haberme permitido tal olvido.

Esta conciencia se reencontró con K en el momento de pasar por su cuarto para entrar en mi habitación, una vez que volví a casa por la puerta principal. Como siempre, estaba leyendo sentado a la mesa. Y, como siempre, apartó la vista del libro y me miró. Pero esta vez no me dijo aquello de «¿Qué?, ¿ya has vuelto?», sino que me preguntó:

—¿Ya estás bien? ¿Has ido al médico?

En ese momento, sentí ganas de arrodillarme ante él y pedirle humildemente perdón. No fue este un impulso nada débil. Si hubiéramos estado los dos solos en medio de un desierto, seguro que me habría dejado llevar por él y, fiel a mi conciencia, le habría suplicado perdón. Pero estábamos en una casa en donde había más gente y mi naturaleza me contuvo en el acto. Por desgracia, ya nunca más volvió a brotarme ese impulso.

A la hora de cenar, K y yo volvimos a vernos. K se mostraba abatido e, ignorante de todo lo ocurrido en su ausencia, su actitud no expresaba ni la más mínima sospecha. La señora, igualmente ignorante, pero sólo de la verdad entre K y yo, parecía más alegre que de costumbre. Sólo yo no era ignorante de nada. Los alimentos de aquella cena me supieron a plomo. Esa vez la señorita, a diferencia de lo que siempre hacía, no se sentó con nosotros a cenar. Cuando su madre la llamaba, ella contestaba desde la habitación de al lado:

—¡Ahora voy!

Pero nada más. La curiosidad finalmente prendió en K, que preguntó a la señora:

—¿Qué le pasa a su hija?

La señora me miró un instante y contestó:

—Sin duda, se siente turbada.

K insistió:

—Pero, ¿por qué se siente así?

La señora volvió a mirarme a mí, esta vez con una sonrisa.

Desde que me senté a la mesa, sabía ya por la expresión de la señora cómo más o menos había podido ir el asunto. Pero me habría parecido horroroso si ella le hubiera explicado a K todo, estando yo delante. Juzgándola capaz de hacerlo, me sentía muy inquieto. Pero, afortunadamente, K no tardó en sumirse en su silencio de siempre. La señora, en efecto, siguió más alegre de lo habitual en ella, aunque, pese a mi inquietud, no llegó a abordar el asunto que yo temía. Suspiré aliviado y volví a mi cuarto.

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