Sentí, incluso, ganas de ser golpeado con un látigo por algún extraño, no importa quién fuera.
Recorriendo paso a paso estas sensaciones llegué a la conclusión de que en lugar de que me golpeara alguien, era mejor que me golpeara yo mismo. O, mejor que golpearse, morir. Como no tenía a mano otro remedio, decidí vivir como si ya hubiera muerto.
Desde que tomé esa decisión hasta hoy, ¡cuántos años han pasado ya! Mi mujer y yo hemos seguido viviendo en armonía. Nunca hemos sido infelices. Hemos sido una pareja más bien feliz. Sin embargo, esta sombra penosa que está conmigo, mi mujer siempre la ha percibido como un negro nubarrón en el cielo de su felicidad. Pensando esto, no puedo dejar de sentir compasión por ella.
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Posteriormente a mi decisión de vivir después de haber muerto una vez, mi corazón a veces era excitado en presencia de estímulos exteriores. Sin embargo, si me movía hacia una u otra dirección u objetivo, de alguna parte salía una fuerza terrible que me apresaba el corazón, lo oprimía y lo paralizaba. Esa fuerza, con palabras aplastantes, me decía:
—No tienes derecho a hacer nada.
Y entonces, súbitamente, me desanimaba.
Cuando pasaba el tiempo y de nuevo intentaba levantarme, otra vez la misma fuerza me estrangulaba. Si, apretando los dientes, yo gritaba «¿Por qué me atormentas así?», la fuerza con una extraña voz soltaba una risa fría y respondía:
—Tú sabes muy bien el porqué.
Y mi ánimo volvía a caer por los suelos.
Créeme: aparentemente, mi vida es sencilla y discurre sin incidentes ni problemas. Pero en mi interior siempre he estado librando penosas batallas. Antes de que mi mujer se impacientara conmigo, yo mismo en numerosas ocasiones he sentido una impaciencia mucho más aguda que la suya. Cuando ya no podía quedarme quieto en esta cárcel y no encontraba forma de huir, empecé a sentir que el único recurso disponible para mí era el suicidio. Tal vez preguntarás tú: «¿Y por qué?». Déjame que te explique. Esa fuerza que me atenaza el corazón y que no me deja realizar ninguna acción, tan sólo me deja libre el camino de la muerte. Sería mejor no moverse nada, pero si me muevo, por poco que sea, no es más que para avanzar por ese único camino abierto ante mí.
Hasta hoy, ha habido dos o tres momentos en mi vida en los que decidí emprender ese camino, el más fácil que me señalaba mi destino. Pero siempre me detenían los sentimientos hacia mi esposa. Y, naturalmente, carezco de la audacia de llevarla conmigo. Si ni siquiera tengo valor para abrirle el pecho, ¿cómo iba a tenerlo para pedirle que se quite la vida? Me da horror sólo imaginarlo.
Yo tengo mi destino y ella tiene el suyo. Juntar estas dos ramas y quemarlas en un mismo fuego sería un doloroso extremismo.
Por otro lado, imaginar a mi mujer después de mi muerte me producía tristeza. Cuando se murió su madre, esa frase que me dijo, «En este mundo, ahora tú eres mi único apoyo», había penetrado en mis entrañas. La indecisión me detenía. Hubo ocasiones en las que, viendo su cara, sentía alivio de haber sido indeciso. Pero después, de nuevo volvía a ser presa de la inacción y de las miradas de decepción de ella.
Recuérdalo bien: así he vivido. Cuando te conocí en Kamakura y cuando paseábamos juntos por las afueras de Tokio, mi estado de ánimo no variaba mucho. Continuamente estaba pegada a mi espalda esa sombra negra. Era como si vagara por el mundo, arrastrando una vida sólo por mi mujer. Cuando te fuiste a tu pueblo después de graduarte, mi ánimo era el mismo. Y no mentí cuando te prometí que nos veríamos de nuevo en septiembre. Estaba convencido de verte, incluso pasado el otoño y entrado el invierno, e incluso pasado el invierno.
Pero entonces, en la canícula del verano, falleció el emperador Meiji. Sentí que el espíritu de Meiji, que había comenzado con el emperador, se había extinguido con él. La idea de que nosotros, los más penetrados por ese espíritu de Meiji, sobreviviríamos después de su muerte y que nos íbamos a quedar atrás en la marcha del tiempo, me afectó profundamente. Y así se lo expresé claramente a mi mujer. Ella se rio y se negó a tomar mi idea en serio. Pero, de improviso y todavía medio en broma, añadió:
—Bien, si piensas así, ¿por qué no seguir a tu señor haciendo
junshi
[109]
?
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Yo casi tenía olvidado este término de
junshi
. No es ciertamente una palabra que utilice habitualmente y por eso parecía estar hundida y medio podrida en el fondo de mi memoria. Al recordarla en los labios de mi mujer y dicha de broma por ella, dije:
—Si lo hiciera, sería por fidelidad al espíritu de Meiji.
Por supuesto, mi respuesta también era en broma, pero sentí entonces como si ese arcaísmo desusado cobrase nuevo significado.
Ha pasado un mes desde entonces. La noche del funeral imperial, sentado en mi estudio como siempre, oí los cañonazos. Me sonaron como señales de despedida de la era de Meiji, una era que se iba para siempre. Más tarde, me di cuenta de que también eran la señal de despedida del general Nogi. Sosteniendo en la mano la edición extra del periódico, le dije a mi mujer sin pensar:
—
¡Junshi, junshi!
En el periódico leí la nota de suicidio dejada por el general Nogi
[110]
. Cuando leí aquellas frases en las que explicaba que desde la guerra de Seinan, cuando había perdido el estandarte imperial ante el enemigo, había tenido la idea de suicidarse para expiar su culpa, pero que había seguido viviendo hasta ese día, tuve el impulso de ponerme a contar con los dedos los años y los meses que ese hombre había vivido con la idea del suicidio. La guerra de Seinan tuvo lugar en año 10 de la era Meiji
[111]
, por lo tanto, hasta el año 45 de Meiji habían transcurrido treinta y cinco años. El general Nogi había estado esperando durante treinta y cinco años la oportunidad para quitarse la vida y pensando sólo en la muerte. ¿Qué había sido más doloroso para ese hombre, esos treinta y cinco años vividos o el momento de clavarse la espada en el vientre?
Dos o tres días después tomé la resolución de quitarme la vida. Igual que yo no entiendo bien los motivos del suicidio del general Nogi, probablemente tampoco tú entenderás con claridad el sentido de mi suicidio. Si así es, no habrá modo de hacértelo entender, dada la diferencia generacional que nos separa. O, mejor dicho, dada la diferencia de carácter que tenemos cada uno. He intentado, de todos modos, darte a entender en este relato, lo mejor que he podido, cómo es esta persona extraña que soy yo mismo.
Dejo sola a mi mujer. Es una suerte que, después de mi desaparición, no vaya a tener ninguna dificultad material. No quiero aterrorizarla cruelmente. Me moriré evitando que vea el color de mi sangre. Me iré de este mundo silenciosamente mientras no esté ella en casa. Una vez muerto, desearía que pensara que he tenido una muerte repentina. También me agradaría que piense que me he vuelto loco.
Desde mi decisión de suicidarme, han pasado más de diez días. Casi todo este tiempo, lo he pasado escribiéndote esta larga confesión de mi vida. En un principio, pensaba verte y contártelo todo, pero me parece que por escrito he podido expresarme con más claridad, y esto me alegra. No he escrito por pasar el rato. Sólo yo puedo contar, como una parte de la experiencia humana, el pasado que me ha formado como la persona que soy. Bien valdrían mis esfuerzos de escribir todo esto sin falsedad, si sirviera para que se conozca mejor al ser humano. Ojalá te aprovechara a ti o a otras personas para tal fin.
Hace poco he oído que Watanabe Kasan
[112]
pospuso su muerte una semana para poder terminar una pintura llamada
Kantan
[113]
. A alguien le parecerá esto una vanidad, pero este hombre tenía en su corazón una necesidad imperiosa a la que no podía sustraerse. No te he escrito sólo para cumplir una promesa que te hice. Más imperiosa que la promesa ha sido la necesidad que yo también he sentido en mi interior. Una necesidad que ya he cumplido. Nada más me resta por hacer.
Cuando esta carta esté en tus manos, yo ya no estaré en este mundo. Habré muerto. Hace diez días que mi mujer está en casa de una tía enferma en Ichigaya. Necesitaba ayuda, así que yo mismo le aconsejé que fuese a asistirla. En su ausencia, he escrito la mayor parte de esta carta tan larga. Cuando alguna vez volvía, la ponía fuera de su vista.
Mi intención es ofrecer, como sugerencia, mi pasado, tanto lo bueno como lo malo, a la gente. Pero recuerda: mi mujer es la única excepción. No quiero que se entere de nada. Mi único deseo en este momento es que conserve un recuerdo de su pasado tan blanco y puro como ahora. Como un secreto a ti sólo revelado quiero que, mientras ella viva, lo guardes en tu corazón.
fusuma
: puerta corredera de papel o tela que divide las habitaciones de las casas japonesas.
go
: juego en el que los participantes se turnan para colocar fichas negras y blancas sobre un tablero cuadrado de hasta 19 puntos de lado, con el objetivo de rodear las fichas enemigas y controlar territorios.
[c]
geta
: especie de sandalias con la base de madera y cuya altura permite caminar por el suelo húmedo sin mancharse los pies.
hakama
: falda-pantalón que solían llevar especialmente los hombres.
haori
: chaquetón que suele ponerse sobre el quimono.
juban
: quimono interior usado como muda.
koto
: tipo de cítara de forma semicilíndrica y de trece cuerdas que se toca desde el suelo.
obi
: cinturón de anchura variable para ceñir el quimono.
sake
: bebida alcohólica producida de la fermentación del arroz.
sen
: moneda fraccionaria del yen, unidad monetaria de Japón.
shoji
: puerta corredera que da al exterior y que por ser de papel permite el paso de la luz.
tatami
: unidad de superficie de suelo en las habitaciones japonesas. Hecha de paja trenzada, mide 0,90 m por 1,80 m.
tokonoma
: alcoba en un rincón del salón de la casa japonesa donde se coloca el altar y objetos de especial valor familiar.
tsubo
: medida de superficie equivalente a 3,306 m
2
.
yukata
: quimono de algodón usado especialmente en el verano.
NATSUME SOSEKI
(1867-1916) es el seudónimo literario de
Natsume Kinnosuke
(en japonés, Natsume Kin'nosuke), novelista japonés, profesor de literatura inglesa y escritor de
haikus
y poesía china. Sus obras más conocidas son
Kokoro
,
Yo, el gato
,
Botchan
y
Sanshiro
.
Soseki nació en el seno de una familia de funcionarios públicos, de modo que disfrutaba de una posición bastante buena. Recibió una educación completa en literatura y clásicos chinos, lo cual influirá luego en su literatura.
A los 23 años, Soseki ingresó en la Universidad Imperial (hoy la Universidad de Tokio o Tödai) en el departamento de Filología Inglesa.
Tras licenciarse, fue profesor de inglés en esa capital, y a los 30 años aceptó un empleo en Matsuyama en la Isla de Shikoku, en aquel tiempo considerada como una zona fuera de los confines de la civilización. Sus amigos intelectuales le dieron el pésame, porque aquel trabajo parecía más bien un destierro.
Pese a ello, Soseki enseñó durante un par de años a aquellos rudos escolares, que describe con mucho sarcasmo en
Botchan
(1906), y se casó con Kyoko Nakane, hija de un político local, pero luego recibió una beca de la Universidad de Tokio para estudiar inglés en Londres. Los tres años que pasó en Londres fueron de soledad, miserables pagas del gobierno japonés, aunque leyó cuanto pudo en las bibliotecas de Londres. Por eso también debe mucho a los escritores ingleses.
A su vuelta a Tokio, Soseki enseñó 4 años en la cátedra de Filología Inglesa en la Universidad Imperial, como estaba pactado, sustituyendo a Lafcadio Hearn. Pero esa ocupación le resultaba odiosa, así que empezó a ocupar casi todo su tiempo libre en escribir.