—De acuerdo, está bien, te creo —Lala se rindió—. De todas formas, da igual. Ya no me gusta. ¿Se fijaron cómo se puso a sudar después del beso? Estuve a punto de ver mi reflejo en su frente.
—Ya te habría gustado —bromeó Blue.
Todas se echaron a reír.
Frankie, sintiéndose de pronto como una intrusa, miró por la ventanilla empapada de lluvia. Cruzó una mirada con el conductor de un Kia blanco, un hombre demacrado y con barba incipiente cuyo dedo estaba haciendo horas extraordinarias para extraer de la nariz algún objeto obstinado. Por suerte, Lala giró a la izquierda antes de que el hombre tuviera oportunidad de dejarlo al descubierto.
—Ya llegamos —anunció, ahora con tono más animado. Detuvo el todoterreno urbano debajo de un toldo blanco y le entregó las llaves al acomodador.
—Jamás haría nada para lastimarte. Tenemos que mantenernos unidas —Cleo atrajo a Lala hacia sí para abrazarla.
Frankie, feliz, sonrió con todo su cuerpo. Se sentía afortunada al estar incluida en aquel grupo de amigas inseparables y, en silencio, prometió que jamás las defraudaría.
Atravesaron la puerta giratoria de cristal y metal dorado y entraron en lo que podría haber pasado por el útero de una normi. Un espacio tenuemente iluminado, acogedor, donde se escuchaban murmullos de agua y voces amortiguadas.
—Hola, Sapphire —susurró Lala con voz amable, al tiempo que enseñaba su credencial de socia a una embelesada joven de pelo Cataño que se encontraba al otro lado del mostrador cubierto de velas.
—Buenas tardes, señoritas —con gesto delicado, Sapphire pasó la tarjeta por el lector antes de devolvérsela—. ¿Disfrutarán hoy de nuestras instalaciones?
—Sí —Lala abrió una chequera de invitaciones de color verde y arrancó cuatro—. Blue va a meterse en la piscina de agua salada, Cleo escogió el tratamiento relajante, Claudine necesita una depilación con cera…
Las chicas soltaron una risita.
—¡Basta ya! —ladró Claudine.
—Y ésta es Frankie —prosiguió Lala—. Va a utilizar la cama de rayos UVA.
—Hola —Frankie sonrió y, mientras sacaba el monedero, dirigió la vista a los tarros en la vitrina de cristal situada detrás de la cabeza de Sapphire.
—¿Esas cremas funcionan de verdad? —preguntó, señalando las líneas llamada NoScar («no más cicatrices»).
—Garantizan reducir espectacularmente la visibilidad de las marcas en la piel al cabo de cien días —anunció Sapphire con tono orgulloso—. Por increíble que parezca, los bigotes de roedores son el ingrediente activo.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó Frankie, recorriendo con la uña los dígitos en relieve de la tarjeta Visa de su padre.
—Mil cien dólares para socios mil trescientos para los invitados.
—Ah —Frankie dejó caer la tarjeta de crédito en su bolsa de lona. «A lo mejor las fashionratas me mandan un cable».
—No te preocupes —le dijo Lala con tono alentador—. El bronceado te irá de maravilla.
—Perfecto —Frankie asintió como si le pareciera un plan «B» infalible, aunque lo dudaba mucho.
Tras pulsar una serie de teclas en su computadora, Sapphire les entregó a Lala las llaves de los casilleros.
—
Namasté
—susurró en hindú para dar las gracias, mientras su coleta marrón le caía por encima de la cabeza al hacer una reverencia.
En el interior del vestuario, varias mujeres atravesaban la mullida alfombra de color crema, luciendo tan sólo la bata de felpa facilitada por el
spa
y el resplandor propio de la relajación total. Algunas se secaban el pelo a mano mientras otras chismeaban sobre el repentino aumento de peso de su profesora de Pilates. Pero la mayoría parecían felices al deambular en cueros, dejando que las diferentes partes de sus cuerpos normis colgaran libremente.
Frankie sintió la imperiosa necesidad de echar chispas.
—¿Se supone que tenemos que ir andando por ahí
desnudas
?
Ante su inocencia, las chicas se echaron a reír.
—¿Qué nunca has estado en un spa? —preguntó Cleo, cuyos ojos ya no estaban anegados de tristeza. Al contrario, lanzaban destellos de sospecha.
—No —admitió Frankie.
Cleo elevó una ceja en señal de curiosidad. Frankie optó por ignorar el gesto.
—Tomen —dijo Lala mientras entregaba una llave a cada una de las chicas. Con un solo giro, el casillero de Frankie, de madera oscura, se abrió de repente. En el interior se encontraba la bata de felpa y las pantuflas acolchadas que tenían que llevar durante la estancia en el
spa
—. ¡Electrizante! —exclamó, maravillada ante el descubrimientos. Pero su alivio se tornó rápidamente en pánico una vez que miró la bata de cerca.
Llegaba hasta justo debajo de las rodillas y carecía de cuello tortuga, de modo que dejaría al descubierto sus costuras y tornillos, algo que ni siquiera el F&F era capaz de ocultar.
Cleo y Lala empezaron a desvestirse mientras, con tono despreocupado, charlaban sobre el baile de septiembre.
—Naturalmente, voy a llevar a Deuce de pareja —comentó Cleo, ya sin rastro de inseguridad provocada por Melody.
—Tengo que encontrar otro chico que me guste —Lala se ciñó la bata y, acto seguido, se frotó los brazos para librarse de un frío inexistente—. ¿Con quién se te antoja ir? —preguntó a Claudine.
—Qué más da —Claudine agarró su bata y se dirigió a las cabinas del baño—. Como si mis hermanos fueran a permitir que un chico me llevara a un baile —añadió, girando la cabeza hacia atrás.
—No te imaginas lo sobreprotectores que son —explicó Blue, mientras rociaba el interior de sus botas de goma negras son el
spray
de Evian facial, obsequio del spa—. Como a mí no me interesa nadie, seré la pareja de Claudine —se encogió de hombros, como si la cosa no fuera para tanto—. ¿Y tú, Frankie?
—No lo sé —se sentó en el banco y abrazó la bata como si fuera una almohada—. Sigo pensando que ese chico, Brett, es una monada.
—Buena suerte si piensas arrebatárselo a Bekka —Cleo recogió su sedosa melena negra en una coleta alta y se aplicó en los labios un bálsamo con olor a rosas—. Bekka agarra más que el Super Glue.
—Pega más que el fijador más fuerte —añadió Lala.
—Sujeta más que la laca Elnett —apuntó Cleo con una risita.
—Es más posesiva que el demonio de
El Exorcista
—consiguió decir Lala.
—Más cerrada que el culo de un muñeco —aportó Blue.
—Más competitiva que los de
Operación Triunfo
—Frankie sacó el pecho y meneó el trasero en plan de diva.
Las chicas soltaron una carcajada.
—¡Genial! —Blue puso en alto una mano enguantada de púrpura.
Frankie la entrechocó sin soltar ni una sola chispa.
—Odio ser aguafiestas… —Claudine regresó a la conversación vestida con la bata y las pantuflas. Por alguna razón, se negaba a quitarse su estola de piel, algo sobre lo que Frankie no se atrevió a comentar de nuevo—. Pero si Bekka re sorprende son Brett, te hará pomada.
—No me preocupa —Frankie se echó el pelo hacia atrás—. He visto todas las películas de adolecentes, y la chica buena siempre acaba consiguiendo al chico.
—Sí, pero esto es la vida real —Cleo se frotó un lado de la cara, como si hubiera recibido una bofetada imaginaria—. Y Bekka no se anda con tonterías. Me plantó un puñetazo en la mandíbula cuando besé a Bett en un juego de «botella».
—¿En serio? ¡Pero si precisamente de eso se trata el juego! —exclamó Frankie, preguntándose en secreto lo que sería besar los labios (amantes de los RAD) de Brett.
—Sí, bueno, la botella no se detuvo exactamente delante de Cleo —explicó Lala con una mueca irónica.
—Es que Deuce aún estaba en Grecia… —un destello de malicia iluminó los ojos de Cleo—. Aun así… ¡no tenía por qué ponerse a soltar puñetazos!
—¡Uf! —Blue se rascó las espinillas—. Tengo que mojarme antes de destrozarme las piernas— se ajustó a bata y se dirigió a la puerta de cristal esmerilado con el cartel de «PISCINA DE AGUA SALADA». Seguía con las botas de agua y los guantes puestos.
Dos mujeres vestidas con bata de uniforme rosa hicieron su entrada, carpeta sujetapapeles en mano.
—Señorita Wolf —dijo sonriendo la mayor, de pelo rubio—. Soy Theresa, la encargada de su depilación con cera.
—¡Un momento! ¿Dónde está Anya? —preguntó Claudine, cuyos ojos amarillentos miraban de un lado a otro, presas del pánico.
—En un congreso de Estética —declaró Theresa. Acto seguido, estiró un brazo, indicando a Claudine el pasillo que conducía a las caninas de tratamiento—. ¿Nos vamos?
Claudine se levantó, sujetó el cuello de la bata para mantenerlo cerrado y siguió a Theresa por el pasillo. Volvió la vista hacia las chicas y entornó los ojos, dando a entender que la situación no le había hacho ni pizca de gracia.
—¿Lista, Cleo? —preguntó la otra empleada, por encima del zumbido de los secadores de pelo. Sujetaba un cuenco de uvas rojas.
—Gracias, Blythe —Cleo aceptó las uvas y luego se despidió con la mano, bajando los dedos de uno en uno.
—La cama de rayos UVA está en la cabina número trece —explicó Lala, a quien los dientes le castañeaban—. Lee las instrucciones de uso antes de desnudarte. Ahí adentro hace un frío que cala. Yo me voy al sauna.
—De acuerdo, gracias —Frankie sonrió, agradecida por no tener que desnudarse delante de sus amigas.
La cabina número trece olía a sudor de normi y a sol. «Quizá Lala tiene problemas de circulación», pensó Frankie mientras cerraba la puerta con pasador y la reforzaba con una silla, porque ahí adentro un calor del demonio. La cama en forma de cueva —que más bien parecía el cruce entre un todoterreno Hummer y un ataúd— la esperaba. Una pequeña almohada de vinilo y una toalla doblada descansaban pulcramente sobre el colchón de cristal desinfectado.
Tras leer las instrucciones, las sospechas de Frankie se confirmaron. Quince minutos en aquella cama no solucionarían sus problemas. No conseguirían que Brett se fijara en ella. Y no le cambiaria el color de la piel de verde a blanco. Nada lo haría. Pero podría proporcionarle ese cosquilleo electrizante que había sentido cuando, con la cara lavada, miró directamente al sol en el instituto Mount Hood. Aquella carga de luz solar fue mucho más efectiva que todas las que Carmen Electra le había ofrecido jamás, y su calidez le había recorrido el cuerpo hasta las costuras de los tobillos. Y si no tuviera ese efecto, ¿qué? Al menos, aquellos quince minutos de rayos UVA serían algo que añadir a su reducida (pero cada vez mayor) colección de experiencias en la vida real.
Embriagada por la expectativa y agradecida por la intimidad, Frankie se quitó el suéter de cuello tortuga y lo lanzó a un rincón. Minutos más tarde se encontraba con la cabeza apoyada en la almohada de vinilo sin nada en el cuerpo, salvo las costuras y los tornillos que su padre le había colocado, una capa de maquillaje F&F y unas tirias adhesivas plateadas para proteger los ojos.
Palpando la pared que tenía detrás de la cabeza, localizó el botón de encendido y lo pulsó. Con un único y sonoro «clac», se encendieron varias hileras y de tubos fluorescentes. Frankie bajó el techo de la cama y adaptó el cuerpo a la postura de máximo confort.
«Ahhhh. Ahí está… el cosquilleo…» Justo como lo recordaba.
Al contrario de las recargas en casa, que hacían circular la electricidad a través de sus tornillos, ésta penetraba por cada centímetro de su cuerpo. La diferencia entre un vaso de agua y una bañera. La sensación era absolutamente electrizante.
Visiones de sí misma en biquini atado con cordones, retozando con Brett en una playa desierta, ocuparon la imagen de Frankie. Calientes por el sol (esa lámpara de infrarrojos de la naturaleza) sus tornillos y costuras, así como sus abdominales verdes y duros como piedras, despertarían al poeta que Brett llevaba dentro y le inspirarían a escribir. La fina arena calentaría los espacios interdigitales de los pies de Frankie, y la hoguera que encenderían por la noche crepitaría y lanzaría chispas en la oscuridad. Se acurrucarían y comportarían historias acerca de sus atormentadas dobles vidas, y encontrarían consuelo en los brazos del otro.
«Aaaaah».
Aquellas visiones parecían tan reales, tan factibles, que prácticamente podían olerlas. Las nubes de caramelo se ennegrecían en la hoguera mientras los labios de ambos expresaban su amor… el humo hacía piruetas a su alrededor… se olía el tufo a cartón quemado de cuando el pelo se chamusca…
«AAAAAH».
—¡Oh, no! —Frankie se incorporó al instante, golpeándose la frente contra el techo de cristal de la cama de rayos UVA. Se arrancó las pegatinas de los ojos y se percató de las cintas de humo que le salían de las costuras de los tobillos. Los tornillos del cuello lanzaban chispas como si fueran bengalas.
«¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Ohnoohnoohnoohnoohnoohnoohno!»
Temblosa y desconcertada, pulsó el botón amarillos que había en la pared con la esperanza de cortar la electricidad pero sólo consiguió añadir otros diez minutos a la sesión de bronceado.
—¡Alto! ¡Alto! —empezó a dar palmadas a sus costuras chamuscadas, pero el pánico provocaba que soltara más chispas todavía.
Frankie agarró el cable negro de la pared y lo jaló con todas sus fuerzas, pero se mantuvo tirante. Lo intentó otra vez. Y otra más…
Las chispas saltaban por todas partes. De pronto, le brotó de la mano un destello de electricidad que fue deslizándose a lo largo del cable y se coló en la toma de corriente.
¡Pop!
La cabina se sumió en la oscuridad.
—¿Qué pasó con la luz? —gritó alguien, presa del pánico, en la cabina de al lado. Por el tono, debía de ser Cleo.
Otras voces —algunas divertidas la mayor parte, inquietas— se fusionaron en un coro de consternación y moderada ansiedad. A través de la rendija bajo la puerta, Frankie percibió el parpadeo de una vela y escuchó apresuradas pisadas que pasaban junto a la cabina.
—¿Se está quemando algo? —preguntó una preocupada voz femenina.
Sin prestar mucha atención a sus olorosas costuras, Frankie se vistió a toda velocidad y salió al pasillo en tiniebla. Taras seguir las señales rojas de «salida» hasta la puerta trasera, se lanzó al chaparrón sin decir una palabra a nadie.
Afuera, el vapor ascendía en oleadas de su cuerpo chispeante como el efecto del hielo seco en una película de terror de serie «B». Pero se negó a llorar. Al fin y al cabo, había conseguido su día en el spa. Lo había respirado. Vivido. Olido. Sentido. Y (por desgracia) lo recordaría para siempre.