Con un profundo suspiro, decidió terminar su comida y su agua en un último festín. Pensó que las dos cosas combinadas podrían proporcionarle por un tiempo la energía suficiente como para que olvidara temporariamente el hambre. Estaba equivocada. Mientras bebía las últimas gotas de agua de su cantimplora, su mente se vio bombardeada con imágenes de botellas de agua mineral que ella y su familia siempre ponían en la mesa en Beauvois.
Hubo otro fuerte crac en la distancia después que Nicole terminó su comida. Se detuvo para escuchar, pero de nuevo hubo silencio. Sus pensamientos se vieron dominados por ideas de escapar, todas ellas utilizando de alguna forma a las aves para ayudarse a salir del pozo. Se sintió furiosa consigo misma por no haber intentado comunicarse con ellas mientras aún tenía la oportunidad. Se rió de sí misma.
Por supuesto, podían haber decidido devorarme. Pero, ¿quién dice que morirse de hambre sea preferible a ser devorada?
Nicole estaba segura de que las aves volverían. Quizá su certeza se viera reforzada por la impotencia de su situación, pero de todos modos empezó a hacer planes para lo que haría cuando regresaran. Hola, se imaginó diciendo. Se pondría de pie con la palma de la mano extendida y caminaría segura hasta el centro del pozo, inmediatamente debajo de la flotante criatura. Usaría entonces un conjunto especial de gestos para comunicar su problema... señalándose repetidamente primero a sí misma y luego al pozo para indicar que no podía escapar de allí; señalando a la vez a las aves y al techo del cobertizo, les pediría su ayuda.
Dos secos y fuertes ruidos la volvieron a la realidad. Tras una breve pausa, oyó otro crac. Revisó el capítulo "Entorno" de su
Atlas de Rama
computadorizado, y luego se rió de sí misma por no haber reconocido inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Los fuertes sonidos indicaban que el hielo se estaba quebrando a medida que el Mar Cilíndrico se fundía desde el fondo. Rama se hallaba aún dentro de la órbita de Venus (aunque, sin que Nicole lo supiera todavía, la última maniobra la había situado en una trayectoria que hacía que su distancia del Sol se estuviera incrementando de nuevo), y las radiaciones solares habían hecho aumentar finalmente la temperatura dentro de Rama por encima del punto de congelación del agua.
El
Atlas
advertía acerca de feroces tormentas y huracanes creados por las inestabilidades térmicas de la atmósfera como consecuencia del fundirse del mar. Nicole se situó en el centro del pozo.
—¡Vamos, pájaros, o lo que sean! —gritó—. Vengan, sáquenme y denme una oportunidad de escapar.
Pero las aves no volvieron. Nicole permaneció sentada, despierta, en su rincón durante diez horas, debilitándose gradualmente a medida que la frecuencia de los fuertes chasquidos alcanzaba un límite y luego disminuía poco a poco. El viento empezó a soplar. Al principio fue tan sólo una brisa, pero pronto se convirtió en un ventarrón cuando el crujir del hielo cesó. Nicole se sentía completamente desanimada. Cuando se quedó dormida de nuevo, se dijo que probablemente no volvería a despertarse más de una o dos veces.
Los vientos golpearon Nueva York mientras el huracán resonaba durante horas. Nicole permanecía inmóvil y acurrucada en un rincón. Escuchaba el aullar del viento y recordaba haber permanecido sentada en una cabaña de esquí durante una tormenta de nieve en Colorado. Intentó recordar los placeres del esquí, pero no pudo. Su hambre y su cansancio habían debilitado también su imaginación. Permaneció sentada inmóvil, con su mente vacía de pensamientos excepto para preguntarse ocasionalmente qué debía de sentirse al morir.
No podía recordar haberse quedado dormida, pero tampoco podía recordar haberse despertado. Se sentía muy débil. Su mente le decía que algo había caído en el interior del agujero. Era oscuro de nuevo. Nicole se arrastró de su rincón del pozo hacia el otro rincón donde estaba la pila de metal. No encendió su linterna. Chocó contra algo y se sobresaltó, luego lo palpó con las manos. El objeto era grande, más que una pelota de basquetbol. Su exterior era liso y su forma ovalada.
Nicole se sintió más alerta. Encontró su linterna en el overol de vuelo e iluminó el objeto. Era blancuzco y tenía la forma de un huevo. Lo examinó atentamente. Cuando lo apretó con fuerza, cedió ligeramente bajo la presión. ¿Puedo comerlo?, preguntó su mente, abrumada por demasiada hambre como para preocuparse de lo que podía hacerle.
Extrajo su cuchillo y consiguió cortarlo con dificultad. Separó febrilmente un pedazo y se lo llevó a la boca. Era insípido. Lo escupió y se echó a llorar. Pateó furiosamente el objeto, y éste rodó sobre sí mismo. Nicole creyó oír algo. Adelantó una mano y lo empujó fuertemente, haciéndolo rodar de nuevo.
Sí,
se dijo,
sí. Eso fue como un chapoteo.
Fue un trabajo lento cortar la capa exterior con su cuchillo. Tras varios minutos Nicole tomó su equipo médico y empezó a trabajar en el objeto con su escalpelo eléctrico. Fuera lo que fuese, el objeto estaba formado por tres capas separadas y distintas. La exterior era dura, como el cuero de una pelota de fútbol, y relativamente difícil de manipular. La segunda capa era un compuesto blando, húmedo, color cobalto, con la consistencia del melón. Dentro, en el centro, había varios litros de un líquido verdoso. Temblando con anticipación, Nicole metió una mano formando cuenco en la incisión y se llevó el líquido a los labios. Tenía un sabor extraño y medicinal, pero era refrescante. Bebió, dos sorbos apresurados, y entonces sus años de entrenamiento médico se interpusieron.
Luchando contra el deseo de beber más, Nicole insertó la sonda de su espectómetro de masas en el líquido para analizar sus componentes químicos. Sentía tanta prisa que cometió un error con la primera muestra y tuvo que repetir el proceso. Cuando los resultados del análisis aparecieron en el pequeño monitor modular que podía conectarse a cualquiera de sus instrumentos, Nicole se echó a llorar de alegría. El líquido no la envenenaría. Al contrario, era rico en proteínas y minerales en el tipo de combinaciones químicas que el cuerpo podía procesar.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —gritó Nicole con voz fuerte. Se puso rápidamente de pie y casi se desvaneció. Más cautelosamente ahora, se sentó sobre sus rodillas y empezó el festín de su vida. Bebió el líquido y comió la jugosa pulpa hasta que estuvo absolutamente saciada. Luego se sumió en un profundo y satisfecho sueño.
Su primera preocupación cuando despertó fue determinar la cantidad de "melón maná", como lo llamó, que tenía a su disposición. Había sido una glotona, y lo sabía, pero eso había ocurrido en el pasado. Lo que necesitaba hacer ahora era controlar el melón maná hasta que de algún modo pudiera conseguir la ayuda de las aves.
Nicole midió cuidadosamente el melón. Su peso bruto debía de ser originalmente de unos diez kilos, pero ahora debían de quedar un poco más de ocho. Su evaluación le indicó que la capa externa no comestible pesaba aproximadamente dos kilogramos, lo cual le dejaba seis kilos de alimento más o menos por igual entre el líquido y la pulpa color cobalto.
Veamos,
pensó,
tres kilos de líquido significan...
Su proceso de pensamiento se vio interrumpido cuando las luces se encendieron de nuevo. Sí, se dijo, comprobando su reloj de pulsera,
justo a tiempo, con una exactitud secular.
Alzó la vista de su reloj y vio por primera vez a plena luz el objeto en forma de huevo. Su reconocimiento fue inmediato.
Oh, Dios mío,
pensó Nicole mientras se acercaba y reseguía con sus dedos las líneas amarronadas que recorrían en forma ondulada la superficie blanco cremosa.
Casi lo había olvidado.
Buscó en su overol de vuelo y extrajo la piedra pulida que Omeh le había dado la noche de fin de año en Roma. La miró, y luego miró el objeto ovalado en el pozo.
Oh, Dios mío,
repitió. Volvió a guardar la piedra en su bolsillo y extrajo el pequeño frasco verde.
—Ronata sabrá el momento de beber —oyó decir de nuevo a su abuelo. Nicole se sentó en su rincón y vació el frasco de un solo trago.
Inmediatamente, la visión de Nicole empezó a enturbiarse. Cerró los ojos por un segundo. Cuando los abrió de nuevo, estaba cegada por una confusión de brillantes colores, que pasaban por su lado en esquemas geométricos como si se movieran muy aprisa. En el centro de su visión, muy lejos en la distancia, un punto negro emergió del fondo en medio de un brillante conjunto de formas rojas y amarillas alternadas. Nicole se concentró en el punto mientras éste seguía creciendo. Avanzó a toda velocidad hacia ella y se expandió hasta llenar su visión. Vio un hombre, un viejo negro, correr por la sabana africana en una noche perfectamente estrellada. Nicole vio claramente su rostro cuando él se volvió para trepar por una rocosa montaña. El hombre se parecía a Omeh, pero a la vez, de una forma un tanto extraña, a su madre.
Corrió montaña arriba con una sorprendente agilidad. En la parte superior se detuvo en silueta, con los brazos abiertos, y miró al cielo, al creciente de luna en el horizonte. Nicole oyó el sonido de un motor cohete al ponerse en marcha y se volvió hacia su izquierda. Contempló una pequeña nave espacial que descendía a la superficie de la Luna. Dos hombres con trajes espaciales bajaron una escalerilla. Oyó a Neil Armstrong decir: —Es un pequeño paso para un hombre, un paso de gigante para la humanidad.
Buzz Aldrin se reunió con Armstrong en la superficie lunar, y ambos señalaron algo con su mano derecha. Estaban contemplando al viejo negro de pie en una cercana pendiente lunar. El hombre sonrió. Sus dientes eran muy blancos.
Su rostro se hizo muy grande en la visión de Nicole, al tiempo que el paisaje lunar empezaba a desvanecerse. El hombre se puso a cantar lentamente, en senoufo, pero al principio Nicole no pudo comprender lo que decía. De pronto se dio cuenta de que le estaba hablando a
ella,
y que podía comprender cada una de sus palabras.
—Soy uno de tus antepasados de hace mucho tiempo —dijo el hombre—. Cuando muchacho salí a meditar la noche en que la humanidad se posó por primera vez en la Luna. Como tenía sed, bebí abundantemente de las aguas del Lago de la Sabiduría. Primero volé a la Luna, donde hablé con los astronautas, y luego a otros mundos. Conocí a los Grandes. Ellos me dijeron que tú vendrías para llevar la historia de Minowe a las estrellas.
Mientras Nicole observaba, la cabeza del viejo empezó a crecer. Sus dientes se volvieron malignos y largos, sus ojos amarillos. Se transformó en un tigre y saltó a su garganta. Nicole gritó cuando sintió los dientes en su cuello. Se preparó para morir. Pero el tigre se volvió fláccido; una flecha estaba profundamente enterrada en su costado. Nicole oyó un ruido y alzó la vista. Su madre, vestida con una magnífica túnica roja flotante y con un arco de oro en la mano, corría graciosamente hacia un carro dorado detenido en medio del aire.
—Madre..., espera —gritó Nicole. La figura se volvió.
—Fuiste seducida —dijo su madre—. Tienes que ser más cuidadosa. Sólo puedo salvarte tres veces. Cuidado con lo que no puedes ver pero sabes que está ahí. —Subió al carro y tomó las riendas. —No debes morir. Te quiero, Nicole. —Los caballos rojos alados se arquearon más y más hacia arriba hasta que Nicole ya no pudo verlos.
El esquema de color regresó a su visión, Nicole oyó ahora música, primero muy lejos en la distancia, luego mucho más cerca. Era como el sonido de campanillas de cristal. Hermosa, inquietante, etérea. Hubo fuertes aplausos. Nicole estaba sentada en primera fila en una sala de conciertos, con su padre. En el escenario, un hombre oriental cuyo pelo llegaba hasta el suelo, con los ojos soñadoramente fijos, permanecía de pie junto a tres instrumentos de extrañas formas. El sonido estaba todo alrededor de ella. Le hacía sentir deseos de llorar.
—Vamos —dijo su padre—. Tenemos que irnos. —Mientras Nicole miraba, su padre se convirtió en un gorrión. Le sonrió. Ella agitó sus propias alas de gorrión y ambos se elevaron juntos por el aire, dejando atrás el concierto. La música se desvaneció. El aire silbó junto a ellos. Nicole pudo ver el encantador valle del Loira y un atisbo de su villa en Beauvois. Se sintió contenta de volver a casa. Pero su padre-górrión descendió en Chinon, más abajo en el Loira. Los dos gorriones se posaron en un árbol en los terrenos del castillo.
Debajo de ellos, de pie en el frío aire de diciembre, Henry Plantagenet y Eleanor de Aquitania discutían acerca de la sucesión al trono de Inglaterra. Eleanor caminó bajo el árbol y se dio cuenta de la presencia de los gorriones.
—Ah, hola, Nicole —dijo—. No sabía que estuvieras aquí. —La reina Eleanor alzó la mano y acarició el vientre del gorrión. Nicole se estremeció ante la suavidad del contacto.
—Recuerda, Nicole —dijo—, el destino es más importante que cualquier tipo de amor. Puedes soportarlo todo si estás segura de tu destino.
Nicole olió a fuego y tuvo la sensación de que la necesitaban en otra parte. Ella y su padre ascendieron, giraron al norte hacia Normandía. El olor a fuego se hizo más fuerte. Oyeron un grito pidiendo auxilio y aletearon frenéticamente.
En Rúan, una muchacha con luces en los ojos alzó la vista hacia ellos cuando se acercaron. El fuego bajo ella había alcanzado sus pies; el primer olor a carne quemada estaba ya en el aire. La muchacha bajó los ojos en una plegaria mientras una cruz de fabricación casera era sostenida encima de su cabeza por un sacerdote.
—Bendito Jesús —dijo la muchacha; las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Nosotros te salvaremos, Juana —exclamó Nicole mientras ella y su padre descendían sobre la atestada plaza. Juana los abrazó mientras ellos la desalaban de la estaca. El fuego estalló alrededor y todo se volvió negro. Al instante Nicole estaba volando de nuevo, pero esta vez era una gran garza blanca. Volaba sola, dentro de Rama, yendo alto sobre la ciudad de Nueva York. Se desvió para eludir una de las aves que había visto antes, que la miró con sorpresa.
Nicole podía verlo todo en Nueva York con un detalle increíble. Era como si dispusiera de ojos multiespectrales con una amplia cantidad de lentes. Pudo divisar movimiento en cuatro lugares diferentes. Cerca del cobertizo, un ciempiés biot avanzaba lentamente hacia el extremo sur del edificio. Desde las inmediaciones de cada una de las tres plazas centrales emanaba calor de fuentes subterráneas, causando esquemas de color en su visión de infrarrojos. Nicole trazó un círculo descendente hacia el cobertizo y aterrizó sana y salva en su pozo.