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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

Un fragmento de vida (3 page)

El cuarto de la criada era pequeño y mal ventilado, la noche había sido calurosa y la Sra. Darnell se detuvo un instante en la puerta, preguntándose si la joven que yacía en el lecho era realmente la tiznada sirvienta que se afanaba día tras día por la casa o incluso la criatura extrañamente acicalada y vestida de morado que aparecía los domingos a servir el té, que ese día lo servían antes, con el rostro resplandeciente porque aquélla era su «tarde libre». Alice tenía el cabello negro y la tez de un tono pálido casi oliváceo. Estaba dormida, con la cabeza apoyada en un brazo, y a la Sra. Darnell le recordó un curioso grabado, titulado
Bacante fatigada,
que había visto hacía mucho tiempo en un escaparate de Upper Street, en Islington. Sonó un timbre ronco y eso quería decir que eran las ocho menos cinco, y todo sin hacer.

Tocó suavemente a la joven en el hombro y le sonrió cuando abrió los ojos y, despertando sobresaltada, se incorporó en la cama, llena de súbita confusión. La Sra. Darnell regresó a su alcoba y se vistió lentamente mientras su marido seguía durmiendo. En el último momento, cuando se hubo abrochado el corpiño color cereza, le despertó y le dijo que, si no se vestía aprisa, se le quemaría el tocino.

Durante el desayuno volvieron a hablar una vez más de si amueblar o no la habitación vacía. La Sra. Darnell admitió que la seguía atrayendo el proyecto de amueblarla, pero no lograba imaginarse cómo podrían hacerlo por diez libras. Como eran personas prudentes, no querían recurrir a sus ahorros. Edward estaba muy bien pagado, pues (contando las horas extraordinarias que hacía durante algunas semanas cuando había mucho trabajo) ganaba ciento cuarenta libras anuales, y Mary había heredado de un anciano tío suyo, y padrino, trescientas libras que habían sido juiciosamente invertidas en hipotecas al cuatro y medio por ciento. Sus ingresos totales, pues, contando el regalo de la tía Marian, habían sido ciento cincuenta y ocho libras anuales y no tenían deudas, ya que Darnell había comprado los muebles para la casa con dinero que había ido ahorrando durante los cinco o seis años anteriores. En sus primeros años de vivir en la City, sus ingresos lógicamente habían sido inferiores, y al principio había vivido generosamente, sin ahorrar un céntimo. Le gustaban los teatros y los
music-halls
y apenas pasaba una semana sin que acudiera (en platea) a uno u otro de tales locales. A veces compraba fotografías de actrices que le gustaban. Cuando se comprometió con Mary, las quemó solemnemente; recordaba muy bien aquella noche en que el corazón le había rebosado de gozo y entusiasmo; y también que, cuando regresó de la City a la noche siguiente, la patrona se le había quejado de lo sucia que tenía la parrilla del hogar. En cualquier caso, el dinero gastado era ya irrecuperable, unos diez o doce chelines, según creía recordar, y le molestó pensar que, si lo hubiera ahorrado, ya le faltaría poco para poder comprar una alfombra «Oriente» de brillantes colores. También había incurrido en otros gastos durante su juventud: compraba cigarros de tres e incluso cuatro peniques, estos últimos rara vez, pero los primeros con frecuencia, a veces por unidades y a veces en paquetes de doce por media corona. En cierta ocasión, durante seis semanas le había obsesionado una pipa de espuma; el estanquero la había sacado de un cajón, con mucho misterio, mientras él compraba un paquete de Lone Star. También habían sido gastos inútiles estos tabacos americanos; sus Lone Star, Long Jude, Old Hank, Sultry Clime y demás marcas costaban entre un chelín y uno con seis cada paquete de dos onzas, mientras que ahora compraba un tabaco excelente, mezclado con melaza, por tres peniques y medio la onza. Pero el astuto comerciante, que ya le tenía fichado como comprador de artículos caros y fantasiosos, sonrió con aire misterioso y, abriendo el estuche, expuso la pipa de espuma de mar ante los deslumbrados ojos de Darnell. La cazoleta tenía esculpidos una cabeza y un torso femeninos, y la boquilla era de ámbar finísimo. Sólo costaba veinte chelines con seis —dijo el vendedor— y, según declaró, sólo el ámbar ya valía más. Explicó que le daba reparo tener la pipa expuesta a la vista de todo el mundo y estaba dispuesto a venderla por menos del precio de coste. Darnell resistió de momento, pero la pipa le había seducido y, por fin, la compró. Durante algún tiempo disfrutó enseñándosela a los jóvenes de la oficina, pero no tiraba bien y dejó de usarla poco antes de casarse, ya que, por la índole de la figura tallada, le habría sido imposible utilizar la pipa en presencia de su esposa. En otra ocasión, durante unas vacaciones en Hastings, se había comprado un bastón de bambú absolutamente inútil que le había costado siete chelines, y recordó con pena las noches innumerables en que, despreciando el sencillo filete que le ofrecía su patrona, se había ido a
flâner
por los restaurantes italianos de Upper Street, Islington (él vivía a la sazón en Holloway), y se había regalado con manjares delicados y costosos, como chuletas con guisantes, carne a la brasa con salsa de tomate, solomillo con patatas, terminando casi siempre con una pequeña cuña de queso de Gruyere que le costaba dos peniques. Una noche, para festejar que le acababan de subir el sueldo, se había bebido la cuarta parte de una botella de Chianti, a lo que había añadido luego las enormidades de una copa de Benedictine, café y cigarrillos, todo lo cual, más seis peniques de propina, había aumentado la cuenta, que ya resultaba onerosa, a cuatro chelines, en vez del chelín que le habría costado en su pensión una cena suficiente y sana. Sí, podría recordar muchos más ejemplos de las insensateces que había cometido, y se había arrepentido muchas veces de la vida que había llevado, pues, si hubiera tenido más sentido común, ahora podría estar ganando cinco o seis libras más al año.

Y el asunto de la habitación vacía volvía a despertar dolorosamente estos remordimientos. Estaba convencido —erróneamente, por otra parte— de que aquellas cinco libras que podía haber ahorrado le habrían proporcionado un margen suficiente para hacer el desembolso que pretendía. Pero se daba cuenta de que, en las condiciones actuales, no debía retirar ningún dinero de los escasos fondos que tenía ahorrados. La renta del piso ascendía a 35 libras, a las que había que añadir otras diez libras de impuestos y tasas, con lo que el alojamiento le consumía casi la cuarta parte de sus ingresos. Mary hacía verdaderos equilibrios para que los gastos caseros no ascendieran demasiado, pero la carne era cara y sospechaba que la criada cortaba subrepticiamente lonchas del asado para comérselas en su cuarto, con pan y miel, a altas horas de la noche, ya que la muchacha poseía apetitos desordenados y excéntricos. El Sr. Darnell ya no iba jamás a restaurantes, ni baratos ni caros; se llevaba la comida a la oficina y, por la tarde, al regresar a casa, hacía con su esposa una merienda-cena a base de chuletas o un filete o carne fría de la que había sobrado el domingo. La Sra. Darnell comía a mediodía pan con mermelada y leche; pero, pese a esta rigurosa economía, les resultaba muy difícil vivir con arreglo a sus posibilidades y ahorrar para contingencias futuras. Habían decidido mantener esta forma de vida durante tres años, como mínimo, pues la luna de miel en Walton-on-the-Naze les había costado mucho dinero; y así era como, con cierta falta de lógica, habían decidido apartar las famosas diez libras, ya que no iban a ir de veraneo, para gastárselas en algo útil.

Y fue precisamente este requisito de utilidad el que terminó de hundir el proyecto de Darnell. Una y otra vez habían calculado lo que les costarían la cama y las sábanas, el linóleo y los adornos, y cuando, ya agotados, habían obtenido una cifra que ascendía a «muy poco más de diez libras», Mary dijo de repente:

—Pero, después de todo, Edward, no tenemos
ninguna
necesidad de amueblar la habitación. Quiero decir que no es
necesario.
Además, si la amueblamos, vamos a metemos en gastos interminables. La gente se enterará y querrá que la invitemos. Ya sabes que tenemos familia en el campo y estoy segura de que por lo menos los Mailing nos lanzarán alguna indirecta.

Darnell vio que el argumento era sólido y cedió. Pero se quedó muy desilusionado.

—Pero habría sido bonito, ¿verdad? —suspiró.

—No te preocupes, querido —dijo Mary, viéndole derrotado—. Ya se nos ocurrirá otro plan que sea igual de bonito y además útil.

Aunque tenía tres años menos que él, muchas veces le hablaba con un tono maternal.

—Y ahora —añadió— tengo que arreglarme para ir a la iglesia: ¿Vienes?

Darnell dijo que no. Solía acompañar a su esposa al servicio matinal, pero aquel día sentía amargura en el corazón y prefería quedarse a la sombra de la gran morera que crecía en el centro de su jardincillo, reliquia de los grandes prados que antaño se habían extendido, verdes y suaves, por donde ahora bullían calles lúgubres de un laberinto sin esperanza.

Así, pues, Mary se fue callada y sola. La iglesia de San Pablo se alzaba en una calle próxima y su estilo gótico moderno habría dejado perplejo a cualquier curioso investigador. Desde un punto de vista formal, por supuesto, no le faltaba nada. La decoración era de tipo geométrico y la tracería de las ventanas parecía correcta. La nave central, las laterales y el espacioso presbiterio estaban razonablemente proporcionados; y, para ser exactos, el único detalle visiblemente discordante era la sustitución del alto enrejado habitual por una barandilla un tanto ridícula con puertas de hierro. Sin embargo, también podía argüirse que ésta no era sino una adaptación de la idea tradicional a las necesidades modernas. En todo caso, habría resultado muy difícil explicar por qué todo el edificio, desde el mismo mortero que unía las piedras hasta los góticos faroles de gas, constituía una complicada y misteriosa blasfemia. Los cánticos se entonaban en si bemol, los himnos eran anglicanos y el sermón consistía en el evangelio del día, ampliado y traducido al inglés, más moderno y ágil, del predicador. Y Mary salió de la iglesia.

Después de cenar (una excelente pieza de cordero australiano adquirida en los World Wide Stores de Hammersmith), se sentaron un rato en el jardín, parcialmente ocultos por la morera de la vista de los vecinos. Edward fumó tabaco con melaza y Mary le contempló plácida y afectuosamente.

—Nunca me cuentas nada de tus compañeros de oficina —dijo ella al cabo—. Algunos son muy agradables, ¿verdad?

—Oh, sí, muy decentes. Uno de estos días me vendré con alguno a casa.

Recordó, con una punzada de dolor, que tendría que comprar whisky. No se podía obsequiar a un invitado con cerveza corriente de diez peniques el galón.

—¿Cómo son? —inquirió Mary—. Ya podían haberte hecho un regalo de bodas.

—Sí, no sé… La verdad es que nunca nos metemos en esas cosas. Pero son personas muy decentes. Mira: está Harvey, «el impertinente Harvey», como le llaman a sus espaldas. Le encanta montar en bicicleta. El año pasado corrió en la carrera de las dos millas, para aficionados. Y la habría ganado si hubiera podido entrenarse mejor.

»Luego está James, que está chiflado por los caballos. No te gustaría. Siempre me da la impresión de que huele a cuadra.

—¡Qué espanto! —exclamó la Sra. Darnell, bajando la vista y pensando que su marido era un poco demasiado grosero.

—El que te resultaría muy divertido es Dickenson —prosiguió Darnell—. Siempre está haciendo chistes. Pero es un terrible embustero. Cuando nos cuenta algo, nunca sabemos si es verdad o no. El otro día nos juró que había visto a uno de los administradores comprando caracoles en un tenderete ambulante, junto al Puente de Londres, y Jones, que acababa de llegar, se lo creyó a pies juntillas.

Darnell rió al recordar la escena.

—Pues eso no es nada en comparación con lo que nos contó de la mujer de Salter —prosiguió—. Salter es el director, ya sabes. Dickenson vive cerca de él, en Notting Hill, y una mañana vino contando que había visto a la Sra. Salter en Portobello Road, con medias rojas y bailando al son de un organillo.

—Es un poco grosero, ¿no te parece? —intervino la Sra. Darnell—. A mí no me hace gracia.

—Bueno, ya, pero entre hombres es diferente. El que a lo mejor te gustaba es Wallis; es un gran fotógrafo. Muchas veces nos enseña fotos de sus hijos. El otro día nos enseñó una de su niña de tres años, metidita en el baño. Le pregunté cómo sería cuando tuviera veintitrés.

La Sra. Darnell bajó la vista y no dijo nada.

Durante unos minutos reinó el silencio entre ellos, mientras Darnell fumaba su pipa.

—Digo, Mary —habló por fin—, que qué te parecería si cogiésemos un huésped de pago.

—¡Un huésped! Nunca se me habría ocurrido. ¿Y dónde le meteríamos?

—Pues estaba pensando en la habitación vacía. De este modo no podrías hacer ninguna objeción a mi plan, ¿no te parece? Hay muchos empleados de la City que cogen huéspedes y sacan algún dinero. Me atrevo a decir que podríamos aumentar nuestros ingresos en diez libras anuales. Redgrave, el cajero, dice que vale la pena vivir en una casa grande para poder tener huéspedes. Ellos tienen hasta un campo de tenis y un salón de billar.

Mary reflexionó gravemente, con mirada ensoñadora.

—No creo que podamos —dijo al fin—; sería muy complicado en muchos sentidos —titubeó durante un momento—. Y no me gustaría tener a un hombre joven en casa. ¡Es tan pequeña y tenemos un mal acomodo!

Se ruborizó levemente, y Edward, que ya estaba un poco contrariado, la miró con un anhelo singular, como un estudioso examina un jeroglífico enigmático sin saber si va a resultar absolutamente maravilloso o completamente vulgar. En la casita de al lado, los niños jugaban en el jardín, chillando, riendo, llorando, peleándose y corriendo de un lado para otro. De pronto se oyó una voz clara y agradable en una ventana del piso de arriba.

—¡Enid! ¡Charles! ¡Subid inmediatamente a mi habitación!

Se hizo un silencio instantáneo. Los niños se habían callado en seco.

—Parece que la Sra. Parker se sabe imponer a sus hijos —dijo Mary—. Alice me habló de ello el otro día. Había estado charlando con la criada de la Sra. Parker. Yo escuché lo que dijo pero no le contesté nada, porque creo que no conviene dar pie a los cotilleos de las criadas; siempre lo exageran todo. Y me atrevo a decir que a los niños muchas veces hay que corregirlos.

Los niños seguían callados, como paralizados por un terror blanco.

Darnell creyó oír un grito extraño procedente de la casa, pero no estaba seguro. Se volvió hacia el otro lado, donde un hombre corriente, de cierta edad, con bigote canoso, paseaba de arriba abajo por su propio jardín. Observando el vecino que el Sr. Darnell lo miraba y que en ese momento la Sra. Darnell también le dirigía la vista, saludó muy cortésmente a ambos levantando su gorra a cuadros. Darnell quedó sorprendido al ver que su esposa se ruborizaba intensamente.

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