Un fragmento de vida (10 page)

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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

—Bueno —dijo— ¿y qué?

—¿Y qué? ¿No ves que se le cayó a tu tía y debe estar más loca que una cabra?

—¡Oh, Edward, no digas eso! En primer lugar, ¿cómo sabes que se le ha caído a ella? También puede haberlo traído el viento de cualquier otro jardín. Y, aun en el caso de que se le hubiera caído a ella, no creo que sea para llamarla loca. Yo no creo que haya ahora auténticos profetas; pero hay mucha gente sensata que no piensa así. Conocí una vez a una señora anciana que era buenísima, estoy segura, y leía todas las semanas una revista llena de profecías y cosas como ésta. Nadie la llamaba loca y oí decir a mi padre que la buena señora tenía una de las mentes más agudas para los negocios que él había conocido en su vida.

—Muy bien, haz lo que quieras. Pero me parece que lo vamos a lamentar.

Permanecieron sentados en silencio durante un rato. Alice regresó de su «tarde libre» y ellos siguieron en silencio hasta que la Sra. Darnell dijo que tenía sueño y quería irse a la cama.

Su esposo le dio un beso.

—Creo que yo tardaré un poquito en acostarme —dijo—, tú ve a dormir, querida. Quiero reflexionar sobre todo esto. No, no; no voy a volverme atrás: tu tía vendrá con nosotros, ya te lo he dicho. Pero hay un par de cosillas que me gustarla aclarar dentro de mi mismo.

Estuvo meditando durante largo rato, paseando de arriba abajo por la habitación. Las luces se fueron apagando una tras otra en Edna Road, y la gente del barrio ya dormía; pero la luz de gas seguía encendida en el saloncito de los Darnell y él seguía paseándose de arriba abajo por la habitación. Pensaba que en torno a su vida en común, que un apacible había sido hasta entonces, parecían acumularse formas grotescas y fantásticas por doquier, presagios de confusión y desorden, amenazas de locura: extraño cortejo de otro mundo. Era como si a las calles silenciosas y durmientes de alguna antigua ciudad perdida entre los montes hubieran llegado desde lejos sonidos de tambores y de flautas, retazos de cánticos agrestes, y de pronto hubiera irrumpido en la plaza del mercado una loca compañía de danzantes extrañamente ataviados que bailaban desenfrenadamente a un ritmo cada vez más acelerado, que sacaban a los ciudadanos de sus protegidos hogares y vidas apacibles y los invitaban seductoramente a entremezclarse con ellos en las significativas figuras de la danza.

Sin embargo, a la vez lejos y cerca (pues estaba escondida en su corazón) contempló también el resplandor de una estrella segura y constante. Allá abajo cayeron las tinieblas; brumas y sombras envolvieron la ciudad. En medio de las calles se encendieron las llamas rojas y vacilantes de las antorchas. El cántico aumentó en volumen, cada vez más insistente, más mágico, hinchándose o cayendo en modulaciones ultraterrenas que componían el inequívoco discurso del ensalmo. Y el tambor redoblaba locamente y chillaba la flauta hasta el alarido, convocando a todos en la noche, llamándolos a abandonar sus apacibles lares; pues en medio de la zarabanda se preconizaba un extraño rito. Las calles, tan silenciosas de costumbre, tan ahogadas bajo los fríos y apacibles velos de la tiniebla, dormidas bajo la protección de la estrella vespertina, ahora hervían de linternas saltarinas y resonaban con los gritos de danzantes arrebatados como por un hechizo magistral; y los cánticos se hinchaban y triunfaban, el reverberante ritmo del tambor se aceleraba y, en el centro de la ciudad despertada, la hueste fantástica representaba su función al rojo resplandor de las antorchas. Él no sabía si eran actores y músicos que se desvanecerían tan súbitamente como habían venido y desaparecerían por la senda que subía al monte; o si realmente eran magos, hacedores de grandes y eficaces hechizos, sabedores de la palabra secreta mediante la cual la tierra puede transformarse en antecámara de la Gehenna, de tal modo que quienes los miraran y escucharan, como si de un espectáculo callejero se tratase, quedarían atrapados por el sonido de la visión, serían arrastrados y tomarían parte en las elaboradas figuras de aquella mística danza, para ser luego arrojados a los aborrecibles laberintos sin fin que se extienden por las colinas, donde vagarían errantes para siempre.

Pero Darnell no tenía miedo, gracias al Lucero del Alba que había comenzado a resplandecer en su corazón. En realidad siempre había estado allí, y allí poco a poco había ido brillando con luz cada vez más clara; y empezó a darse cuenta de que, aunque sus pasos terrenos le condujeran por los caminos de la antigua ciudad asediada por los Hechiceros, y ésta resonase de cánticos y procesiones, él, sin embargo, también moraba en la serenidad y en la seguridad de aquel astro de luz, y de que contemplaba el confuso espectáculo de los mortales desde una altura indecible, desde donde veía misterios en los cuales no participaba realmente y oía cantos mágicos que no eran capaces de hacerle abandonar los bastiones de la alta y sagrada ciudad.

Su corazón estaba henchido de paz y de gozo cuando se acostó junto a su esposa y cayó dormido; y por la mañana, cuando despertó, se sintió alegre.

IV

Entre brumas como de sueño atravesó Darnell los primeros días de la semana siguiente. Tal vez la naturaleza no había pretendido hacer de él un ejemplar de hombre práctico ni especialmente propenso a lo que suele llamarse «sólido sentido común»; pero su formación le había exigido desarrollar sencillas y buenas cualidades mentales, y su extraño talante del domingo por la noche le preocupaba, por lo que se esforzaba en explicárselo como antaño había intentado interpretar las fantasías de su adolescencia y juventud. Al principio se sintió frustrado por no conseguirlo; el periódico de la mañana, que siempre compraba durante la larga parada del autobús en Uxbridge Road Station, cayó de sus manos no leído, mientras él razonaba en vano, ante sí mismo, que la temida incursión de una anciana estrafalaria, por muy tediosa que fuera, no justificaba racionalmente aquellas insólitas horas de meditación en que sus imaginaciones se habían revestido de ropajes fantásticos y desacostumbrados y le habían hablado en un extraño lenguaje, lenguaje por otra parte que él había comprendido perfectamente.

Con tales razonamientos fatigó su mente durante la larga y habitual ascensión del autobús por la empinada cuesta de Holland Park y a través del incongruente bullicio de Notting Hill Gate, donde, por un lado, la calle conduce a las residencias lujosas y un tanto marchitas de Bayswater y, por el otro, se divisa la entrada a la lúgubre región de los suburbios. Los habituales compañeros de su viaje matutino iban en los asientos de alrededor; oía perfectamente el bisbiseo de sus conversaciones, que eran discusiones de política, y su vecino de asiento, que venía de Acton, le preguntó qué opinaba ahora del gobierno. Justo enfrente de él se había producido un debate, ruidoso y excitado, sobre si el ruibarbo era fruta u hortaliza y junto a su oído resonó la voz de Redman, que vivía muy cerca de su casa, elogiando la buena economía de «la esposa».

—No sé cómo se las arregla. Fíjese: ¿a que no sabe qué comimos ayer? Desayuno: empanadas de pescado, muy bien fritas. Sabrosas, ¿entiende?, con toda clase de hierbas. Es una receta de su tía, tiene usted que probarlas algún día. Café, tostadas, mantequilla, mermelada y, naturalmente, los etcéteras de costumbre. Cena: carne asada, pudín de Yorkshire, patatas, verduras y salsa de rábanos picantes, tarta de ciruelas y queso. ¿Dónde le pueden dar a uno mejor cena? Bien, a mí me parece excelente, de veras.

Pero, a pesar de estas distracciones, Darnell cayó en un estado de ensoñación mientras el autobús avanzaba traqueteando hacia la City, y siguió esforzándose por resolver el enigma de lo que le había ocurrido la noche antes. Y al contemplar la afanosa muchedumbre de las aceras y escuchar los ruidos de la calle, mientras árboles, parques y casas pasaban ante sus ojos, todo le pareció extraño y distinto, como si se hallase recorriendo las avenidas de alguna ciudad extranjera. Tal vez fuese que, en aquellas mañanas en que se dirigía a su rutinario traba o, vagas fantasías flotantes que debían llevar mucho tiempo rondándole la mente empezaban a tomar forma definida y a cristalizar en conclusiones concretas que ya no podía ignorar aunque quisiera. Darnell había recibido lo que se llama una sólida formación comercial y, por tanto, le habría resultado muy difícil poner en palabras articuladas cualquier pensamiento que mereciera ser pensado; pero, en esas mañanas, se sentía cada vez más convencido de que el «sentido común», que siempre había oído encomiar como la suprema facultad del hombre, era con toda probabilidad el instrumento más ínfimo y peor considerado de cuantos constituyen la dotación intelectual de una hormiga de mediana inteligencia. Y, como consecuencia casi obligada de tales reflexiones, se imponía en él la firme creencia de que toda la urdimbre de la vida en que él se movía hallábase sumida, hasta lo inimaginable, en el más craso de los absurdos; de que él y todos sus amigos, conocidos y compañeros de trabajo se interesaban en asuntos en que el hombre jamás tendría por qué haberse interesado, perseguían fines que jamás deberían haber perseguido, verdaderamente eran como hermosas piedras de un altar utilizadas para construir una pocilga. La vida, según le parecía, era una gran búsqueda de… no sabía qué; y, a lo largo de las edades, las auténticas señales e indicaciones del camino habían sido destruidas, o enterradas, o el significado de las palabras se había ido olvidando poco a poco; uno a uno, los signos habían sido desvirtuados, los auténticos accesos se hallaban ocultos por espesos matorrales, el mismo camino había sido desviado de las alturas a las honduras, hasta que por fin la raza de peregrinos había degenerado en picapedreros hereditarios o excavadores de zanjas que se afanaban en una senda que, si acaso, conducía a la destrucción. El corazón de Darnell saltó de gozo, de un gozo extraño y trémulo, con la sensación de que todo era nuevo, cuando se le ocurrió que acaso esta gran pérdida no fuera desesperada, que tal vez las dificultades no fueran ni mucho menos insuperables. Quizá bastara —se dijo— con que el picapedrero tirase el martillo y echase a andar, para que el camino apareciera claro y manifiesto ante él; y con un solo paso se liberaría el excavador del pestilente fango de la zanja.

De todo esto, naturalmente, se fue dando cuenta poco a poco y con dificultad. Él era un escribiente inglés de la City, “florecido” a finales del siglo
XIX
, y el enorme montón de morralla acumulado durante siglos no se podía eliminar en un instante. Una y otra vez, la estúpida mentalidad que había sido implantada en él, como en todos los demás, le afirmaba con toda seguridad que el mundo real y verdadero era el que podía verse y palparse, un mundo en el que copiar cartas con fidelidad y buena letra era intercambiable por cierta cantidad de pan, carne y vivienda, y en el que el hombre que copiaba bien, no golpeaba a su mujer y no malgastaba el dinero, era un hombre que estaba cumpliendo el objetivo para el que había sido hecho. Pero, pese a estos argumentos y pese a que eran aceptados por todos cuantos le rodeaban, él poseía el privilegio de percibir la absoluta falsedad y el absurdo total de semejante actitud. Tenía la suerte de ignorar por completo la «ciencia» de perra gorda; pero, aunque le hubieran metido toda la biblioteca en el cerebro, no habrían conseguido hacerle «negar en las tinieblas lo que había conocido en la luz». Darnell sabía por experiencia que el hombre es un misterio hecho para misterios y visiones, para sentir en su conciencia una felicidad inefable, para vivir un gozo inmenso que transmuta al mundo entero, un gozo que sobrepasa todos los gozos y vence todas las tristezas. Esto lo sabía con certidumbre, aunque confusamente; y estaba separado de los otros hombres, preparándose para un gran experimento.

Tales pensamientos sobre su tesoro escondido y secreto le permitieron sobrellevar casi con indiferencia la amenaza de invasión protagonizada por la Sra. Nixon. Sabía ciertamente que la presencia de ésta entre su mujer y él resultaría desagradable e incómoda, y abrigaba serias dudas acerca de la cordura de la anciana; pero, después de todo, ¿qué importaba? Además, ya comenzaba a alborear en su interior una luz tenue que le permitía vislumbrar los beneficios de la abnegación, y en este asunto él había preferido la voluntad de su mujer a la suya propia.
Et non sua poma;
para sorpresa suya, encontró placer en negarse a su propio deseo, cosa que siempre le había parecido completamente detestable. La situación en que se hallaba le resultaba del todo incomprensible; pero, también aquí, pese a pertenecer a una clase social sin esperanza, a vivir en los contornos más carentes de esperanza que el mundo ha visto, pese a saber tanto de la
askesis
como de metafísica china, también aquí tuvo el privilegio de no negar la luz que había empezado a alborear en su alma.

Y encontró una recompensa en la mirada de Mary cuando, en el frescor de la tarde, egresó de sus necias ocupaciones al hogar. A la caída del crepúsculo se sentaron juntos bajo la morera, cogidos de la mano, y a medida que las feas paredes que los rodeaban se iban difuminando en un mundo de sombras sin forma, ellos se sentían libres de la esclavitud de Shepherd’s Bush, libres para vagar en ese mundo no desfigurado, no mancillado, que se extiende más allá de las paredes. De esta región poco o nada sabía Mary por experiencia, pues su familia siempre había hecho suyos los postulados del mundo moderno, al que la verdadera naturaleza inspira un horror y un espanto instintivos y extraordinariamente significativos. El Sr. Reynolds también había compartido otra extraña superstición de estos últimos tiempos, a saber: que es necesario salir de Londres una vez al año por lo menos, como consecuencia, Mary tenía cierto conocimiento de diversos lugares de veraneo sitos en playas de las costas meridional y oriental, donde los londinenses se reúnen en hordas, convierten las arenas en un inmenso y pésimo
music-hall
y obtienen, según dicen, enormes beneficios con el cambio. Pero experiencias de esta índole no proporcionan ningún conocimiento de la naturaleza en su sentido verdadero y oculto; sin embargo, Mary, mientras descansaba en el crepúsculo bajo el árbol susurrante, supo del secreto del bosque, del valle cerrado por altas colinas, donde siempre murmuran las aguas de un claro riachuelo. Y para Darnell éstas fueron noches de grandes sueños; pues había llegado la hora del trabajo, el momento de la transmutación, y él, que no podía comprender el milagro, que apenas podía creer en él, sabía sin embargo, secreta y casi conscientemente, que el agua estaba siendo transformada en el vino de una nueva vida. Siempre era ésta la música interna de sus sueños, y a ella añadía en estas noches serenas y sagradas el lejano recuerdo de cierto tiempo distante de su infancia en que, antes de que el mundo le anegara, había viajado a la antigua casa gris del oeste, y durante todo un mes estuvo oyendo el murmullo del bosque por la ventana de su dormitorio y, cuando callaba el viento, el romper de las mareas contra los arrecifes; y algunos días que se había despertado muy temprano oyó un extraño grito de ave que se alzaba de su nido, entre los juncos, y se había asomado a la ventana y había visto cómo el valle se blanqueaba al alba y cómo el río que por él serpenteaba se tomaba blanco al sumergirse en el mar. Todos estos recuerdos se le habían ido borrando y desluciendo a medida que él se hacía adulto y las cadenas de la vida común eran sólidamente remachadas en torno a su alma; toda la atmósfera que le rodeaba era casi letal para tales vivencias, y sólo de vez en cuando, en momentos semiconscientes o en sueños, había retomado a aquel valle del lejano oeste, donde el hálito del viento era un ensalmo y cada hoja y cada arroyo y cada monte hablaban de grandes e inefables misterios. Pero ahora, aquella visión rota le había sido en gran parte restaurada, y mirando con amor en los ojos de su esposa, vio centellear las lagunas del bosque apacible, vio la niebla levantándose al atardecer y oyó la música del tortuoso río.

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