A su mercancía inicial se habían ido añadiendo piedra caliza, cemento y ladrillos; y por fin dio el gran golpe: la compra de una extensa zona de terrenos en el norte de Londres. El propio Nixon atribuía este
coup
a su natural sagacidad y a la posesión de capital; pero también se extendieron ciertos oscuros rumores de que alguien había «hecho» algo en el curso de la transacción. Fuera lo que fuese, el caso es que los Nixon se enriquecieron hasta el exceso, y Mary había hablado muchas veces a su marido del tren de vida que llevaban, de sus criados de librea, de las maravillas de su salón, de su amplia pradera de césped sombreada por un espléndido cedro centenario. De este modo, Darnell había venido a concebir a la señora de tal palacio como a personaje brillante y aparatoso. Se la imaginaba alta, de porte y presencia imponentes, aunque tal vez un poco propensa a la obesidad, propensión, por otra parte, que no convenía mal a una dama de buena posición que vivía con absoluto desahogo. Incluso se la imaginaba un tanto rubicunda de tez, lo que sin duda armonizaría con sus cabellos que comenzaban a encanecer. Así, pues, cuando aquel domingo por la tarde oyó el timbre de la puerta, sentado, como estaba, a la sombra de la morera, ladeó la cabeza para admirar aquella figura majestuosa, ataviada, por supuesto, con la seda más rica y más negra, aderezada con pesadas cadenas de oro.
Dio un respingo de asombro al percibir la extraña presencia que apareció en el jardín detrás de la criada. La Sra. Nixon era una anciana diminuta, encorvada, que trotaba débilmente en pos de Alice; llevaba la mirada fija en el suelo, donde la mantuvo cuando los Darnell se levantaron para saludarla. Lanzó una fugaz e inquieta ojeada a la derecha, cuando Darnell le estrechó la mano, y a la izquierda cuando Mary la besó. Y cuando la acomodaron en el mejor sitio, con un cojín en la espalda, clavó la vista en la fachada trasera de las casas de la otra calle. Iba vestida de negro, cierto, pero hasta Darnell se dio cuenta de que el vestido estaba gastado y raído, de que la franja de piel de la esclavina y la de la boa que llevaba al cuello parecían deslustradas e inconsolables, con una melancolía como de tienda de segunda mano en un callejón trasero. Y los guantes, de cabritilla negra, arrugados por el mucho uso, azuleaban por las puntas de los dedos, donde se apreciaban signos de haber sido dolorosamente remendados. Su cabello, emplastado sobre la frente, resultaba mate y descolorido, aunque era evidente que se había untado alguna grasa para proporcionarle brillo. Sobre el cabello llevaba un gorrito anticuado con colgajos negros que tintineaban sordamente al chocar entre sí.
Y no había nada en la faz de la Sra. Nixon que correspondiese a la imagen que Darnell se había hecho de ella. Era pálida, arrugada, triste; tenía la nariz en punta y unos ojos de color gris acuoso, ribeteados de rojo, que parecían rehuir tanto la luz como las miradas de los demás. Mientras permanecía sentada junto a su esposa en el verde canapé de jardín, Darnell, que ocupaba un sillón de mimbre traído del cuarto de estar, tuvo la inevitable sensación de que esta figura borrosa y evasiva que respondía entre dientes a las corteses preguntas de Mary, se hallaba a una distancia imposiblemente remota de la idea que él se había forjado de aquella tía rica y poderosa que podía dar cien libras como simple regalo de cumpleaños.
La visitante habló poco al principio. Sí, se sentía algo fatigada; había pasado tanto calor al venir, y no se había atrevido a ponerse ropas más ligeras porque nunca se sabe en esta época del año si va a hacer fresco al atardecer; a veces se levantan nieblas frías cuando se pone el sol y no quería coger una bronquitis.
—Creí que nunca llegaría —prosiguió, elevando la voz hasta un extraño tono agudo y plañidero—. No me acordaba de que esto estaba tan lejos, hace tantos años que no vivo por estos alrededores.
Se secó los ojos, pensando sin duda en los lejanos días de Turnham Green y cuando su boda con Nixon; y en cuanto el pañuelo hubo cumplido su cometido, lo devolvió al bolso negro y raído que sujetaba crispadamente con manos como garras. Al observarla, Darnell notó que el bolso parecía repleto hasta el punto de reventar y especuló ociosamente sobre la índole de su contenido: correspondencia tal vez, pensó, acaso nuevas pruebas de la traicionera e inicua conducta del tío Robert. Se empezó a sentir incómodo allí sentado, contemplando las miradas furtivas de la vieja, que siempre rehuían las de su mujer o las suyas, y por fin se levantó y se fue al otro extremo del jardín, donde encendió la pipa y se puso a pasear de un extremo a otro por el sendero de grava, todavía asombrado ante el abismo existente entre la mujer imaginada y la real.
De pronto oyó un susurro sibilante y vio a la Sra. Nixon cuchicheando al oído de su mujer. Mary se levantó y fue hacia él.
—¿No te importaría quedarte en el cuarto de estar, Edward? —le dijo—. La tía dice que no se atreve a hablar delante de ti de un asunto tan delicado. Y a mí me parece natural.
—De acuerdo. Pero no me iré al cuarto de estar. Creo que me vendrá bien un paseo.
»No te preocupes si tardo un poco —añadió—; si no estoy de vuelta para cuando se vaya tu tía, dile adiós de mi parte.
Salió caminando a la carretera principal, por donde iban y venían ruidosos tranvías. Todavía seguía confuso y perplejo, e intentó explicarse el alivio que acababa de experimentar al retirarse de la presencia de la Sra. Nixon. Se dijo que la aflicción de la anciana por el desvergonzado comportamiento de su marido merecía todo respeto y compasión; pero al mismo tiempo, para su bochorno, había sentido en el jardín cierta aversión física a aquella mujer vestida de negro que se secaba los ojos enrojecidos con un pañuelo húmedo. De chico había ido una vez al zoo y todavía recordaba el horror que le había producido cierta masa de reptiles arrastrándose lentamente unos sobre otros en un cenagoso estanque. Pero le enojó la similitud entre ambas sensaciones y caminó a paso vivo por aquella carretera plana y monótona, contemplando a su alrededor el poco favorecido espectáculo de un barrio periférico de Londres en domingo.
Sin embargo, Acton aún conserva cierto sabor antiguo y pintoresco que sosegó sus pensamientos y los apartó de tan antipáticas meditaciones.
Por fin, cruzando muro tras muro de ladrillos, dejó de oír los gritos y risas de los domingueros y encontró un camino que le llevó a un campito resguardado, en el que se sentó lleno de paz, bajo un árbol, donde podía contemplar el agradable valle que desde allí se divisaba. El sol se ocultó tras las colinas, las nubes adquirieron apariencia de rosaledas floridas; y él siguió sentado en la creciente oscuridad hasta que empezó a soplar una brisa fresca, y entonces se puso en pie con un suspiro y regresó a los muros de ladrillos, a las calles ya iluminadas por faroles mortecinos y a los ruidosos paseantes que iban y venían en la procesión de su lúgubre festividad. Pero él iba murmurando para sí unas palabras que le sonaban a canción mágica, y cuando llegó a casa ya tenía el corazón alegre.
La Sra. Nixon se había ido hora y media antes, según le dijo Mary. Darnell suspiró aliviado, y salió con su mujer al jardín y se sentaron muy juntos.
Permanecieron en silencio durante un rato y por fin habló Mary no sin cierto temblor nervioso en la voz.
—Quiero decirte, Edward —empezó—, que la tía nos ha hecho una propuesta que debes conocer. Creo que debemos estudiarla.
—¿Una propuesta? Pero, ¿qué tal van sus problemas? ¿Siguen?
—¡Oh, sí! Me lo dijo. El tío no muestra el menor signo de arrepentimiento. Parece que ha puesto a esa mujer un piso en la ciudad, amueblado a todo lujo. El tío, por lo visto, ante los reproches que le hace ella, se limita a reírse, y dice que pretende por fin divertirse un poco. ¿Ya viste que estaba deshecha, la pobre?
—Sí, qué pena. ¿Pero es que no le da dinero? ¿No va muy mal vestida para su posición social?
—La tía posee infinidad de cosas preciosas, pero me parece que prefiere tenerlas guardadas; le horroriza estropear los vestidos. No es por falta de dinero, te lo aseguro, pues hace un par de años el tío puso a su nombre una gran suma, cuando todavía era un marido al que no se le podía pedir más. Y esto me trae a lo que te quería decir. La tía querría vivir con nosotros. Pagaría generosamente. ¿Qué dices?
—¿Querría vivir con nosotros? —repitió Darnell, y la pipa se le cayó de las manos, sobre el césped. La idea de hospedar a la tía Marian le había dejado estupefacto, y se quedó mirando al vacío, preguntándose qué nuevo monstruo engendraría la noche a continuación.
—Ya sabía que no te gustaría mucho la idea —prosiguió su esposa—. Pero yo creo, querido, que no la debemos descartar sin estudiarla muy a fondo. Me temo que no te cae muy bien la pobre tía.
Darnell negó con la cabeza, sin hablar.
—Creí que no te caía bien; pobrecilla, estaba tan angustiada, y no la viste cómo se puso después. Es muy buena. Pero escucha, querido. ¿Crees que tenemos derecho a rechazar su oferta? Ya te he dicho que posee dinero propio, y estoy segura de que se ofendería horriblemente si le dijéramos que no la podíamos tener. ¿Y qué sería de mí si te pasara algo a ti? Ya sabes que tenemos muy poco ahorrado.
Darnell emitió un gemido.
—A mí me parece —dijo por fin— que lo estropearía todo. ¡Estamos tan felices solos, Mary querida! Desde luego que estoy muy preocupado por tu tía. Creo que es muy digna de compasión. Pero de ahí a tenerla siempre con nosotros…
—Ya sé, querido. No creas, que a mí tampoco me entusiasma el proyecto; ya sabes que me gusta estar a solas contigo. Pero tenemos que pensar en el futuro, y además podríamos vivir mucho mejor. Yo podría darte todas esas cosas que te gustan y que te mereces después de todo un día de trabajo en la City. Ganaríamos el doble.
—¿Quieres decir que nos pagaría ciento cincuenta libras al año?
—Claro que sí. Y además nos amueblaría la habitación vacía y pagaría cualquier otro gasto extraordinario que se le antojase. En concreto me dijo que, como vendría algún amigo a verla de vez en cuando, le gustaría costear el fuego del cuarto de estar y que también pagaría una parte del recibo del gas y daría unos chelines a la muchacha, por las molestias. Desde luego estaríamos por lo menos el doble de bien que ahora. Ya ves, Edward querido, que no es una oferta de las que le hacen a uno muchas veces en la vida. Además tenemos que pensar en el futuro, como ya te he dicho. ¿Sabes que la tía se ha quedado prendada de ti?
Él se estremeció pero no dijo nada, y Mary continuó su razonamiento.
—Y también parece que no la tendríamos siempre encima. Desayunará en la cama y me dijo que muchas tardes se iría directamente a su cuarto después de cenar. Me pareció un buen detalle que demuestra una gran consideración. Comprende perfectamente que no nos guste tener siempre a un tercero entre tú y yo. ¿No crees, Edward que, teniéndolo todo en cuenta, deberíamos decirle que se venga con nosotros?
—Oh, supongo que sí —gimió él—. Como dices, es una magnífica oferta desde el punto de vista financiero, y me temo que sería muy imprudente rechazarla. Pero no me gusta la idea, lo confieso.
—¡Cuánto me alegro de que estemos de acuerdo, querido! Ten confianza, ya verás como no saldrá tan mal como te figuras, ni mucho menos. Y además de que nos beneficia, estaremos haciendo a la pobre tía una obra de caridad. Pobrecilla, estuvo llorando amargamente cuando te fuiste; dijo que había tomado la decisión de no seguir viviendo en casa del tío Robert y que no sabía adonde ir o qué iba a ser de ella si nosotros no la acogíamos en casa. Estaba deshecha.
—Bueno, bueno; lo vamos a intentar durante un año, a ver qué pasa. Puede que tengas razón y no resulte tan mal como ahora parece. ¿Entramos en casa?
Se inclinó para recoger la pipa, que había caído en el césped. A tientas no la encontró y encendió una cerilla que le permitió distinguir la pipa, que estaba debajo del canapé, y, de paso junto a ella, algo que parecía una página arrancada de un libro. Se preguntó qué sería y la cogió.
La luz de gas estaba encendida en el cuarto de estar, y la Sra. Darnell ponía en orden el papel de cartas con intención de escribir inmediatamente a la Sra. Nixon aceptando su propuesta, cuando fue interrumpida por una brusca exclamación de su marido.
—¿Qué pasa? —dijo, sobresaltada por el tono de voz—. ¿Te has hecho daño?
—Mira esto —repuso él, enseñándole una hoja de papel—; lo acabo de encontrar debajo del canapé del jardín.
Mary lanzó una mirada de asombro a su marido y leyó lo siguiente:
L
A NUEVA Y ESCOGIDA SEMILLA
DE ABRAHAM
P
ROFECÍAS QUE SE CUMPLIRÁN
EN EL AÑO ACTUAL
La expresión de la Sra. Darnell se fue relajando a medida que leía asunto que a ella le parecía tan inofensivo como incoherente. El tono de voz de su marido la había hecho temer algo más tangiblemente desagradable que una vaga concatenación de profecías.