Pero así seguía Darnell un día tras otro, tomando la muerte por vida, la locura por cordura y a fantasmas vagos y errabundos por seres reales. Estaba sinceramente persuadido de que él era un empleado de la City que vivía en Shepherd‘s Bush. Y había olvidado los misterios y esplendores del reino que era suyo por legítima herencia.
La City había estado durante todo el día envuelta en un bochorno agobiante y, cuando Darnell regresaba a casa, vio que la niebla cubría todas las partes bajas del terreno, enroscándose en espirales por los alrededores de Bedford Park, al sur, y ascendía por el oeste, de modo que la torre de la iglesia de Acton parecía emerger de un lago gris. En las plazoletas y los jardines que se divisaban desde el fatigoso y lento autobús, la hierba se veía quemada y seca por el sol. La pradera de Shepherd’s Bush Green era un desierto miserable, pardo y pisoteado, bordeado de chopos monótonos cuyas hojas pendían inmóviles en un aire que parecía vapor caliente y parado. Los peatones caminaban fatigosamente, y el vaho de final de verano, unido al humo de los tejares, le hacía a Darnell respirar a boqueadas, como si estuviera inhalando el aire sucio y venenoso de una habitación de enfermos.
Sólo hizo una breve incursión en el cordero frío que adornaba la mesa del té y confesó que se sentía agotado por el calor y los trabajos del día.
—Yo también he tenido un día muy cansado —dijo Mary—. Alice ha estado muy rara y muy difícil todo el día y he tenido que hablar seriamente con ella. Como sabes, creo que las tardes libres de los domingos le sientan muy mal a esa chica. ¿Pero cómo lo voy a evitar?
—¿Tiene algún novio?
—Naturalmente; es un dependiente de ultramarinos de Goldhawk Road; trabaja en una tienda que se llama Wilkin’s. Fui allí varias veces a comprar, cuando nos vinimos a vivir aquí, pero no quedé satisfecha.
—¿Y qué hacen toda la tarde? Porque tienen desde las cinco hasta las diez, ¿no es así?
—Sí, desde las cinco, o a veces desde las cinco y media si el agua tarda en hervir. Pues creo que suelen pasear. Él la ha llevado una o dos veces al City Temple, y hace dos domingos estuvieron paseando de arriba abajo por Oxford Street y luego se sentaron en el parque. Pero parece que el domingo pasado fueron a tomar el té con la madre de él, en Putney. Me gustaría poder decirle a esa señora lo que pienso de ella.
—¿Por qué? ¿Qué hizo? ¿Trató mal a la chica?
—No exactamente. Ya antes, varias veces habla estado muy antipática con ella. El primer día que el muchacho llevó a Alice a que la conociera, que fue en marzo, la chica acabó llorando; me lo contó ella misma. Dijo que desde luego no quería volver a ver a la Sra. Murry en toda su vida. Yo le dije a Alice que, si no me había exagerado las cosas, me parecía normal que no quisiera volverla a ver.
—¿Qué pasó? ¿Por qué acabó llorando?
—Pues parece que la buena señora, que por cierto vive en una casita minúscula en una callejuela de Putney, se mostró ante ella tan orgullosa e imponente que apenas se dignó dirigirle la palabra. Se había llevado a una chiquilla de alguna familia vecina y se las había arreglado para disfrazarla de doncella, y dice Alice que no había nada más ridículo en el mundo que aquella cría abriendo la puerta toda vestida de negro con una cofia y un delantal blancos; y, como decía Alice, no sabía ni girar el picaporte. George (que así se llama el novio) había dicho a Alice que la casa era muy pequeña, pero que la cocina era muy acogedora, aunque modesta y anticuada. Pero, en vez de ir allí directamente y sentarse, junto a un buen fuego, en los viejos bancos traídos del pueblo, la cría les pidió sus nombres (¿has oído una cosa igual en tu vida?) y les introdujo en una salita diminuta y astrosa, donde estaba la Sra. Murry sentada «como una duquesa» junto a una chimenea llena de papel rojo, y la habitación estaba como el hielo. Y la vieja se mostró tan majestuosa que apenas condescendió a hablar con Alice.
—Tuvo que haber sido muy desagradable.
—Oh, la pobre chica pasó un rato malísimo. La vieja la saludó así: «Es un placer, Srta. Dill, conozco tan pocas personas que estén sirviendo…». Alice imita muy bien los dengues que hace al hablar, pero a mí no me sale. Y luego se puso a hablar de su familia y de que habían trabajado tierras propias desde hace quinientos años. ¡Qué gente! George ya le había contado a Alice que habían tenido una casita con jardín y un par de tierras en no sé qué pueblo de Essex, pero aquella señora se presentaba como si perteneciera a la aristocracia rural. Presumía de que el Dr. Nosecuántos, el Rector, iba a visitarlos ¡tan a menudo!, y de que Don Fulano tenía mucho interés en verlos, ¡como si no fueran a visitarlos por simple caridad! Decía Alice que bastante hizo con no reírse en la propia cara de la Sra. Murry, porque el chico le había hablado mucho de la casita del pueblo, y de que era pequeñísima, y de lo bien que se había portado con ellos el Don Fulano de marras, que se la había comprado cuando murió el viejo Murry y George era un niño y su madre no podía sacar a la familia adelante. Sin embargo, aquella tonta señora siguió erre que erre, como suele decirse, y el muchacho se fue sintiendo cada vez más incómodo, sobre todo cuando la vieja se puso a decir que debía uno casarse con una persona de la misma clase social y que ella había conocido a chicos jóvenes muy desgraciados por haberse casado con una mujer de clase inferior, y al decirlo lanzaba miradas significativas a Alice. Y entonces pasó una cosa muy divertida. Alice había observado que George llevaba un rato mirando a su alrededor como intrigado, como si no acabara de comprender algo, y al final no pudo más y preguntó a su madre si había comprado objetos de adorno a las vecinas, pues, los dos floreros verdes de cristal tallado, recordaba haberlos visto en la chimenea de la Sra. Ellis, y las flores de cera en la de la Sra. Turvey. Parecía dispuesto a seguir hablando, pero su madre le lanzó una mirada asesina y tiró varios libros de un codazo y él tuvo que agacharse a recogerlos; pero Alice se dio cuenta de que la vieja había pedido prestadas esas cosas a las vecinas, igual que les había dicho que le dejaran a la niña que hacía de criada, para aparentar más de lo que es. Y luego tomaron el té (que dice Alice que era agua de brujas) y unas rebanadas finísimas de pan con mantequilla, y unos pasteles extranjeros malísimos de una tienda suiza que hay allí y que, según Alice, tenían la crema agria y la mantequilla rancia. Y después volvió la Sra. Murry a presumir de familia y a ridiculizar a Alice, hasta que la chica se hartó y se fue, muy enfadada, pero también deprimidísima. No es extraño, ¿verdad?
—Desde luego no parece haber sido una velada muy agradable —dijo Darnell, mirando ensoñadoramente a su mujer. No había prestado demasiada atención al tema del relato, pero le encantaba oír su voz, que le sonaba a ensalmo y evocaba ante él imágenes de un mundo mágico.
—¿Y siempre ha estado así la madre del chico? —volvió a hablar Darnell tras una larga pausa, deseoso de que continuase la música.
—Siempre, hasta hace bien poco, hasta el domingo pasado, para ser exactos. Como es natural, Alice habló inmediatamente con George y, como chica sensata que es, le dijo que no le parecía propio que un matrimonio viviera con la madre del marido, «sobre todo», siguió diciendo, «porque buena cuenta me doy de que tu madre no se ha encaprichado precisamente conmigo». Como es costumbre, él le contestó que eran cosas de su madre, que no lo había hecho para ofenderla, etcétera, pero Alice estuvo mucho tiempo sin ir a visitarla y creo que a él le dio a entender que acaso tuviera que llegar a elegir entre su madre y ella. Y así estuvieron las cosas durante la primavera y el verano, y entonces, justo antes de las vacaciones de agosto del Banco, George volvió a hablar con Alice y le dijo que había sufrido mucho con todos aquellos disgustos y que lo único que quería es que su madre y ella se llevaran bien, y que su madre es que estaba un poco chapada a la antigua y tenía rarezas, pero que a él siempre le hablaba muy bien de ella cuando estaban solos. El caso es que Alice accedió a salir con ellos el lunes, que habían decidido ir a Hampton Court, la chica siempre estaba hablando de Hampton Court, que no había estado nunca allí y tenía ganas de conocerlo. ¿Recuerdas que día tan bueno hizo?
—Déjame recordar —dijo Darnell, soñador—. Ah, sí, ya recuerdo. Me pasé el día a la sombra de la morera y comimos allí. Fue como una excursión campestre. Las orugas nos dieron bastante la lata, pero lo pasé muy bien. —Su oído seguía hechizado, maravillado por la melodía grave y angélica, como de cántico ancestral de un mundo recién hecho en que todo lenguaje era música y toda palabra sacramento de poder, no dirigida a la mente sino al alma. Se recostó en el respaldo y dijo:
—Bueno, ¿y qué les pasó después?
—No te lo vas a creer, pero esa malvada vieja se comportó peor que nunca. Se reunieron en Kew Bridge, como habían convenido, y, no sin grandes dificultades, consiguieron billetes para uno de esos carricoches y Alice creía que se lo iba a pasar de maravilla. Pero nada de eso. Apenas se habían saludado cuando la vieja Sra. Murry empezó a hablar de Kew Gardens, de que debían estar preciosos, y de que era preferible ir allí en vez de a Hampton, porque además no se gastarían nada: no tenían más que molestarse en cruzar el puente. Después, mientras esperaban el carricoche, siguió diciendo que siempre había oído que en Hampton no había nada que ver, excepto un montón de cuadros viejos y horribles, algunos de los cuales no debería verlos ninguna mujer decente, y mucho menos una joven, y lo que no se explicaba es cómo la Reina permitía que se exhibieran tales inmundicias que les metían a las chicas toda clase de malas ideas en la cabeza, que ya de por sí la tenían bastante hueca; y, al decir esto, miraba a Alice de una manera tan aviesa, la muy maligna, que, según me contó, la habría abofeteado si no hubiera sido una anciana y además madre de George. Bueno, pues luego se puso otra vez a hablar de Kew Gardens y dijo que qué preciosos eran los invernaderos, que tenían palmeras y toda clase de plantas maravillosas y un nenúfar del tamaño de una mesita pequeña, y que además se veían unas vistas preciosas del río. Según Alice, George estuvo muy bien. Al principio se le vio desconcertado, porque su madre le había prometido estar todo lo más amable que pudiera; pero luego, sin enfadarse pero con firmeza, dijo: «Bueno, madre, ya iremos otro día a Kew Gardens, porque hoy Alice se ha hecho la ilusión de ir a Hampton y a mí también me apetece ir». La única respuesta de la Sra. Murry fue dar un resoplido y mirar a la chica con verdadero odio, y en ese momento llegó el carricoche y tuvieron que luchar para conseguir asiento. La Sra. Murry se pasó todo el viaje hasta Hampton Court gruñendo en voz baja. Alice no oyó todo lo que decía, pero de vez en cuando entendía frases como «Qué pena ser vieja cuando los hijos salen malos», «Honrarás a tu padre y a tu madre», «Quédate en el armario, dijeron el ama de casa al zapato viejo y el mal hijo a su madre», y «Yo te di leche y tú a mí la espalda». Alice pensó que debían ser refranes (excepto el Mandamiento, claro), pues George siempre le decía que su madre era muy antigua; pero dice que eran tantísimos, y todos contra ella y George, que ahora cree que la Sra. Murry debía habérselos ido inventando sobre la marcha. Dice que es muy propio de ella, pues además de antigua tiene muy mala idea y habla más que un carnicero en sábado por la noche. Bueno, por fin llegaron a Hampton y Alice pensó que el lugar le gustaría, tal vez, y que podían incluso pasarlo bien. Pero la vieja no paró de gruñir en voz baja, y hasta en voz alta, de modo que la gente les miraba y una señora dijo, para que la oyeran: «También llegarán ellos a viejos algún día». Alice se puso enfadadísima, pues, como dijo, no estaban haciendo nada malo. Cuando la llevaron a la avenida de castaños de Bushey Park, dijo que era demasiado larga y recta y que sólo de mirarla se mareaba, y dijo que los ciervos (ya sabes lo bonitos que son) estaban flacos y tristes, y que lo único que les hacía falta era una buena artesa de pienso. Decía que les notaba triste la mirada, seguramente porque los guardas los maltrataban. Y así todo; dijo que en los jardines del mercado de Hammersmith y de Gunnersbury había visto macizos de flores más bonitos, y cuando la llevaron al lago sombreado por los árboles, protestó a voces de que, con lo cansada que estaba, la llevaran a ver un vulgar canal que no tenía ni siquiera una barcaza para alegrar un poco el panorama. Y así siguió dale que le das todo el día y Alice me dijo que dio gracias a Dios cuando volvió a casa y se vio libre de ella. ¿No te parece que fue terrible para la pobre chica?
—Desde luego que sí. ¿Pero qué sucedió el domingo pasado?
—Esto es lo más extraño de todo. Me di cuenta de que esta mañana Alice estaba un poco rara; tardó más de lo normal en fregar las cosas del desayuno, y cuando le pregunté que cuándo estaría dispuesta para ayudarme a lavar, me contestó con brusquedad; y en un momento que entré a la cocina a no recuerdo qué, la vi que estaba haciendo las cosas de muy mal talante. Conque le pregunté qué le pasaba y entonces me lo contó todo. Apenas pude dar crédito a mis oídos cuando murmuró que la Sra. Murry creía que ella podía estar mucho mejor colocada de lo que estaba; pero yo le hice toda clase de preguntas hasta sonsacárselo todo. Parece mentira lo tontas y vacías que son estas chicas. Le dije que era una auténtica veleta. Pues resulta que, lo creas o no, cuando Alice fue a visitarla la otra noche, se encontró con que la horrible vieja era una persona distinta. Por qué, no lo sé, pero así era. Dijo a la chica que era muy guapa, que tenía muy buena figura, que andaba muy bien, y que ella conocía a muchas chicas menos listas y guapas que ella que ganaban veinticinco o treinta libras anuales, y con buenas familias. Parece que la Sra. Murry entró en toda clase de detalles e hizo complicados cálculos de lo que podía ahorrar si se colocaba con «una familia decente que no fuera roñosa y no lo tuviera todo guardado bajo llave», y luego se puso a decir, con toda su hipocresía, que tenía mucho afecto a Alice y que podría morir en paz sabiendo que su George sería muy feliz con una buena esposa como ella, y que con un buen sueldo podría ahorrar para poner casa entre los dos, y terminó diciendo: «Y, si haces caso de los consejos de una vieja, no pasará mucho tiempo antes de que oigas campanas de boda».
—Ya veo —dijo Darnell—; y el resultado, supongo, es que la chica está completamente descontenta, ¿no?
—Sí. ¡Es tan joven y tan tonta! Hablé con ella y le recordé lo antipática que había sido la Sra. Murry y le dije que, si cambiaba de casa, a lo mejor encontraba otra peor. En todo caso, creo que la he convencido de que debe pensar las cosas con calma. ¿Tú sabes qué pasa, Edward? Yo tengo una sospecha. Creo que esa maligna vieja intenta que Alice se vaya de nuestra casa para poderle decir a su hijo que es una chica tornadiza; supongo que se inventará alguno de sus estúpidos refranes, como «la mujer tornadiza te va a dar muchos disgustos en la vida» o algo parecido. ¡Qué vieja más horrible!