Un fragmento de vida

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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

 

La obra narrativa del escritor galés Arthur Machen (1863-1947) gira en torno a la sensación de que bajo las apariencias de las cosas late un poderoso e inmenso mundo invisible. Si en sus cuentos de horror sobrenatural nos adentra magistralmente en un mundo cotidiano amenazado por fuerzas insospechadas y maléficas, la cualidad fantástica de
Un fragmento de vida,
publicado por primera vez en 1906 y olvidado después, gravita en torno al paulatino y prodigioso cambio de conciencia del protagonista y su nueva percepción del mundo circundante. La irrupción de elementos misteriosos en la vida cotidiana de Darnell, aplastada por la rutina y la precariedad, desemboca en la vivencia de su protagonista con una realidad traspasada por símbolos.
Un fragmento de vida
trata sobre todo del descubrimiento de nuestros ancestros y sus secretos, de la necesidad de trascender la identidad individual y restablecer el contacto con los dioses. En todas estas cuestiones podemos sospechar las íntimas aspiraciones de aquel escritor solitario y anónimo que era por entonces Arthur Machen.

Arthur Machen

Un fragmento de vida

ePUB v1.0

chungalitos
04.06.12

Título original:
A fragment of life

Arthur Machen, 1906.

Traducción: Rafael LLopis

Siruela, 2005

Corrección de erratas: GONZÁLEZ

ePub base v2.0

I

E
N
el momento de despertar, Edward Darnell estaba soñando con un bosque arcaico y un límpido manantial que se alzaba en nieblas y vapores bajo un calor que volvía trémulo el paisaje; y, al abrir los ojos, vio que la habitación estaba inundada de sol y que la luz centelleaba en los muebles nuevos recién barnizados. Se dio la vuelta y vio que su mujer no estaba en la cama. Aún confuso y maravillado por el ensueño, que se le demoraba en el recuerdo, se levantó también y empezó a vestirse aprisa, pues se había despertado un poco tarde y el autobús pasaba por su esquina a las 9.15. Era un hombre alto y delgado, de cabello y ojos oscuros y, a pesar de la rutina de la City, de pasarse el día contando cupones y de los trabajos aburridos y mecánicos que llevaba ejerciendo desde hacia diez años, todavía conservaba una vaga aureola de gracia silvestre, como si realmente hubiera nacido en aquel bosque arcaico y se hubiera criado junto a la fuente que manaba entre musgos verdes y rocas umbrías.

El desayuno estaba preparado en la habitación trasera de la planta baja, cuyas amplias ventanas daban al jardín; y, antes de sentarse frente al tocino frito, dio a su esposa un beso serio y respetuoso. Ella tenía cabello y ojos castaños y, aunque su hermoso rostro resultaba grave y sereno, cualquiera hubiera convenido en que perfectamente podría haber estado esperando a su esposo bajo los árboles antiguos o bañándose en la poza excavada en la roca por las aguas.

Tenían mucho de que hablar mientras se servían el café, comían tocino y la estúpida criada de mirada inexpresiva y rostro desaseado traía un huevo a Darnell. Llevaban casados un año y hasta entonces se habían llevado maravillosamente. Estando juntos, rara vez habían permanecido callados más de una hora; pero, desde hacía unas semanas, el regalo de la tía Marian les proporcionaba un tema de conversación que parecía inextinguible. De soltera, la Sra. Darnell había sido la Srta. Mary Reynolds, hija de un subastador y agente de fincas de Notting Hill, y la tía Marian era una hermana de su madre que, a juicio de la familia, había perdido categoría social al casarse con un comerciante de carbones de Turnham Green. A Marian le había hecho sufrir mucho esta actitud y los Reynolds tuvieron ocasión de arrepentirse de gran parte de las cosas que habían dicho, cuando el comerciante de carbones ahorró un dinero y lo invirtió en negocios de solares y construcciones cerca de Crouch End, obteniendo grandes beneficios al parecer. Nadie había supuesto al tal Nixon capaz de hacer grandes cosas; pero el caso es que él y su esposa llevaban ya varios años viviendo en una casa hermosísima, en Barnet, con ventanas de medio punto y un parque con prados y arboleda. Ambas familias se trataban poco, pues la situación del Sr. Reynolds no era demasiado próspera. La tía Marian y su marido habían sido invitados, por supuesto, a la boda de Mary, pero se habían limitado a enviarles un bonito juego de cucharillas de plata y una notita en la que se disculpaban por no poder asistir a la ceremonia. Se temía, pues, que no cupiera esperar nada más de ellos. Sin embargo, el día del cumpleaños de Mary, su tía le había escrito una carta muy cariñosa en la que incluía un cheque de cien libras de parte de Robert y de ella. Desde que recibieran este dinero, los Darnell se dedicaban a deliberar sobre la forma más juiciosa de emplearlo. La Sra. Darnell había propuesto invertir toda la suma en valores del Gobierno, pero el Sr. Darnell había señalado que los intereses eran increíblemente bajos y, tras no breves debates, había logrado persuadir a su esposa de que colocaran noventa libras en una sociedad minera que estaba dando el cinco por ciento. En esto quedaron de acuerdo, pero las restantes diez libras, que la Sra. Darnell insistía en guardar como reserva, habían dado origen a peroratas y argumentaciones tan interminables como las disputas de colegio.

Al principio, el Sr. Darnell había propuesto que amueblaran la habitación vacía. La casa tenía cuatro dormitorios: el de ellos, uno pequeño para la criada, y otros dos que daban al jardín, uno de los cuales se había utilizado para almacenar cajas, cuerdas, números descabalados de
Quiet Days
y del
Sunday Evenings,
además de algunos trajes viejos del Sr. Darnell, cuidadosamente empaquetados y guardados, pues no sabía qué hacer con ellos. La habitación restante estaba absolutamente vacía, desierta. Un sábado por la tarde en que regresaba a casa en autobús, dándole vueltas al difícil problema de qué hacer con las diez libras, se acordó de repente de la indecorosa vacuidad de aquella estancia y se le ocurrió la brillante idea de amueblarla con el dinero de tía Marian. Durante el resto del trayecto mantuvo sus pensamientos ocupados en tan deliciosa perspectiva; pero cuando llegó a casa no dijo nada a su mujer, pues deseaba madurar la idea. Lo que le dijo fue que tenía algo importante que hacer y se veía obligado a salir de nuevo a la calle, pero que estaría de regreso sin falta para tomar el té a las seis y media. Mary, por su parte, tenía trabajo casero atrasado, y no le importó quedarse sola. La realidad es que Darnell, entusiasmado con la idea de amueblar el dormitorio vacío, deseaba consultar con su amigo Wilson, que vivía en Fulham y que a menudo le había dado prudentes consejos sobre dónde invertir fondos con mayores beneficios. Wilson tenía que ver con un negocio de importación de vinos de Burdeos y lo único que preocupaba a Darnell era que su amigo no estuviera en casa.

Pero todo le salió bien. Cogió un tranvía que recorría Goldhawk Road, anduvo a pie el resto del camino y se llevó una alegría cuando vio a Wilson en el jardín delantero de su casa, ocupado en arreglar un macizo de flores.

—¡Hace un siglo que no te veía! —exclamó alegremente al oír la llamada de Darnell en la cancela—. Pasa. ¡Ah, se me olvidaba! —añadió al ver a Darnell luchando con el picaporte sin poder entrar—. No puedes abrir; no te he enseñado cómo se hace.

Era un día caluroso de junio y Wilson iba vestido con lo que se había puesto a toda prisa nada más llegar de la City. Llevaba un sombrero de paja encajado sobre un pañuelo limpio que le protegía la parte posterior del cuello, una chaqueta de Norfolk y unos pantalones bombachos.

—Fíjate —dijo mientras hacía pasar a Darnell—, mira en qué consiste el truco. No tienes que
girar
el picaporte. Primero hay que empujarlo con fuerza y luego se tira de él. Me lo inventé yo y lo voy a patentar. Impide que se te cuelen tipos indeseables en el jardín, y esto es importante en un barrio como éste. Ahora ya no me importa dejar sola a la Sra. Wilson; pero antes no te puedes figurar los sustos y la lata que le daban.

—¿Y qué sucede cuando vienen visitantes? —preguntó Darnell—. ¿Cómo entran?

—Ah, se lo advertimos. Además —añadió vagamente— siempre hay alguien en casa mirando. La Sra. Wilson está casi siempre asomada a la ventana. Ahora ha salido; ha ido a visitar a unos amigos. Creo que hoy es el día en que reciben los Bennett. Es primer sábado, ¿no? Conoces a J. W. Bennett, ¿verdad? Está en la Cámara y creo que le va muy bien. El otro día me propuso un asunto muy interesante.

Caminaron hacia la puerta de la casa.

—Pero, hablando de otra cosa —siguió Wilson—, ¿por qué vas vestido de negro? Debes pasar calor. Mírame a mí. He estado trabajando en el jardín y fíjate: me siento más fresco que una lechuga. ¿A que no sabes dónde me he comprado esa ropa? Casi nadie lo adivina. ¿Dónde te figuras que la he comprado?

—En el West End, supongo —dijo Darnell, que deseaba mostrarse cortés.

—Eso es lo que se figura todo el mundo. Está muy bien cortada. Bueno, te lo diré, pero no vayas por ahí contándoselo a todo el mundo. A mí me lo dijo confidencialmente Jameson. Ya le conoces: «Jim-Jams», uno que tiene negocios chinos en 39 Eastbrook. Y me dijo que no quería que se enterara toda la City. Pero vete a Jennings, en Old Wall, y di que vas de mi parte. Te atenderán bien. ¿Y cuánto te crees que cuesta?

—No tengo ni idea —contestó Darnell, que en su vida se había comprado un traje así.

—Bueno, pero haz un cálculo a ojo.

Darnell contempló gravemente a Wilson.

La chaqueta le colgaba como un saco. Los bombachos le calan lamentablemente por encima de las pantorrillas y el pelillo del tejido estaba a punto de desaparecer.

—Tres libras, supongo. Por lo menos —dijo por fin.

—Bueno, el otro día se lo pregunté a Dench y dijo cuatro con diez, y eso que su padre tiene un gran negocio de tejidos en Conduit Street. Pero no me costó más que 35 chelines con 6 peniques. Y a la medida. Mira qué corte.

Darnell se mostró asombrado por lo bajo del precio.

—Y, por cierto —prosiguió Wilson, señalando sus flamantes botas marrones—, ¿ya sabes adonde hay que ir a comprar el calzado? ¡Hombre, yo creía que esto ya lo sabía todo el mundo! Sólo hay un sitio:
Mr. Bill
, en Gunning Street: 9 con 6.

Paseando, dieron varias vueltas al jardín, y Wilson señaló los macizos y arriates. Apenas tenían flores pero se las veía cuidadas con esmero.

—Éstas son glasgownias, se reproducen por tubérculo —dijo, señalando una hilera rígida de plantas que parecían un tanto desmedradas—; y ésas son esquintáceas; ésta la he plantado hace poco: es una
moldavica semperflorida andersonii
; y ésta es una prattsia.

—¿Cuándo dan la flor? —preguntó Darnell.

—Casi todas a finales de agosto o primeros de septiembre —contestó secamente Wilson. Estaba un poco molesto consigo mismo por haber hablado tanto de sus plantas; por su parte, el visitante apenas pudo impedir que le invadieran vagos recuerdos de antiguos jardines silvestres, llenos de aromas bajo cercas grises, y la fragancia de las ulmarias junto al arroyo.

—Quería hacerte una consulta sobre muebles —dijo por fin Darnell—. Ya sabes que tenemos una habitación vacía y estoy pensando poner en ella algunas cosas. Todavía no he decidido exactamente qué, pero creo que me podrás aconsejar.

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