Un fragmento de vida (7 page)

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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

»Al poco de dejar atrás este pueblecito, me encontré con el Camino Extraño. Salía de la polvorienta carretera principal y lo vi tan verde que tomé por él, y en seguida me sentí como si realmente hubiera penetrado en otro país. Tal vez fuera una de aquellas vías que construyeron los antiguos romanos, de las que muchas veces me había hablado mi padre; pero el caso es que estaba cubierta de un césped espeso y suave, y a los lados había setos enormes, altísimos, que parecían no haber sido podados en los últimos cien años; tan altos habían crecido, tan espesos y salvajes, que formaban un túnel por encima de mí y sólo me permitían vislumbrar fugazmente los campos por donde yo pasaba como por un sueño. Me dejé llevar por el Camino Extraño, colina arriba y colina abajo; a veces los rosales silvestres habían crecido de tal modo que apenas podía yo pasar entre ellos y a veces, en cambio, el camino se ensanchaba hasta formar un prado verde, y en una hondonada tuve que cruzar un arroyo por un viejo puente de madera. Estaba cansado y encontré un sitio blando y fresco, a la sombra de un fresno, donde debí quedarme dormido varias horas, pues cuando me desperté era ya media tarde. Conque seguí andando y por fin la senda verde desembocó en una carretera, y miré y vi que en lo alto de una loma había otro pueblo con una iglesia grande en el centro, y cuando llegué a la iglesia sonaba un gran órgano en su interior y se oía cantar a un coro.

En la voz de Darnell vibraba como un éxtasis que casi convertía su relato en cántico y, cuando terminó de hablar, hizo una larga inspiración, invadido por el recuerdo de aquel lejano día veraniego en que algún ensalmo había animado a todas las cosas conocidas, transmutándolas en un gran sacramento, iluminando las vulgares labores terrenas con el fuego y la gloria de la luz eterna.

Y algún fulgor de aquella luz resplandecía en el rostro de Mary, sentada contra el negro terciopelo de la noche, la faz aún más radiante por contraste con su oscura cabellera. Permaneció unos instantes en silencio y luego dijo:

—Pero, querido mío, ¿por qué no me habías contado nunca estas cosas maravillosas? A mí me parecen muy bonitas. Sigue, por favor.

—Yo siempre he temido que fueran tonterías —dijo Darnell—. Y no sé explicar lo que sentí. Nunca creí que podría contar tantas cosas como esta noche.

—¿Y todos los días te pasaron cosas parecidas?

—¿Durante las vacaciones? Sí, creo que cada día fue un éxito. Naturalmente, no todos los días me fui tan lejos, hasta el campo; estaba demasiado fatigado. Muchas veces me pasaba el día descansando y salía al atardecer, cuando ya estaban encendidos los faroles, y sólo andaba una o dos millas. Vagabundeé por plazoletas antiguas y oscuras y escuché el viento de las colinas susurrando en los árboles; y en cuanto veía que me acercaba a alguna calle importante e iluminada, me hundía en el silencio de las callejas donde yo era el único transeúnte y tan pocos faroles había, y tan débiles, que en vez de luz parecían dar sombra. Por estas callejas oscuras me paseaba despacito, de un lado para otro, durante un hora o cosa así cada vez, y en ningún momento dejé de sentir lo que te he dicho de que todo aquello era como un secreto mío, de que las sombras y las luces mortecinas y el fresco del atardecer y los árboles que parecían nubes bajas y oscuras eran míos y sólo míos y de que estaba viviendo en un mundo que nadie más conocía y en el que ningún otro podía entrar.

»Recuerdo que una noche llegué más lejos que otras veces. Había ido en dirección oeste y, tras mucho caminar, me encontré en un panorama de huertas y jardines y grandes prados que descendían hasta los árboles del río. Una enorme luna roja se alzaba aquella noche por entre nieblas crepusculares y nubes delgadas y tenues, y fui andando por un camino que atravesaba las huertas hasta que llegué a un cerro pequeño por encima del cual se asomaba la luna, resplandeciente como una enorme rosa. Y entonces vi una fila interminable de siluetas que pasaban una a una ante mis ojos, a la luz de la luna, doblegadas bajo el peso de los grandes fardos que portaban a hombros. Una de aquellas figuras iba cantando, y en mitad de su canción estallaron unas carcajadas horribles, cascadas, como de vieja, y todos desaparecieron en la sombra de los árboles. Ya sé que serían gentes que iban o volvían de trabajar en los jardines, ¡pero parecía una escena de pesadilla!

»¿Qué te voy a decir de Hampton? Empezaría a hablar y no terminaría nunca. Estuve allí una tarde, cuando ya faltaba poco para que cerraran las puertas, y había poquísima gente. ¡Pero qué patios, de color gris rojizo, silenciosos, llenos de ecos, y qué jardines! Las flores iban entrando en el país de los sueños a medida que caía la noche. ¡Y los oscuros tejos y las estatuas sombrías de las avenidas, y los estanques de agua silenciosa y quieta! Todo se confundía en una neblina azul y, lenta pero inexorablemente, las cosas iban quedando ocultas a la vista, como si fueran cayendo velos sucesivos sobre ellas, en una gran ceremonia. Oh, querida, ¿qué podría significar? Allá lejos, al otro lado del río, sonó tres veces el tañido de una plácida campana, y luego otras tres veces y por fin tres veces más, y me alejé de allí con lágrimas en los ojos.

»Cuando estuve, no sabía qué sitio era; después me enteré de que debía ser Hampton Court. Uno de mis compañeros de oficina me contó que había ido una vez con una camarera de ABC y que se habían divertido muchísimo. Entraron en el laberinto y luego no podían salir, y después fueron al río y casi se ahogan. Me dijo que en las galerías había algunos cuadros un tanto picantes; la chica daba grititos y se reía al verlos.

Mary hizo caso omiso de esta digresión.

—Pero me has dicho que hiciste un mapa. ¿Cómo era?

—Ya te lo enseñaré algún día, si quieres. Señalé todos los sitios donde había estado y tracé unos signos, como letras raras, para recordar lo que había visto en cada sitio. Nadie más que yo los puede entender. Quise hacer dibujos, pero siempre se me ha dado muy mal y, cuando lo intento, no se parecen nada a lo que pretendo representar. Intenté dibujar aquel pueblo que había descubierto en lo alto del cerro en mi primer día de viaje, por la tarde. Quise pintar una empinada ladera coronada de casas y, en medio pero muy por encima de ellas, la gran iglesia llena de torretas y cúpulas, y aún más por encima, ya en el aire, un cáliz con rayos saliendo de él. Pero me salió muy mal. Hampton Court lo representé con un signo muy extraño y le puse un nombre que me saqué de la cabeza.

A la mañana siguiente, cuando se sentaron a desayunar, los Darnell rehuyeron mirarse a los ojos. El tiempo había refrescado durante la noche, pues había llovido al alba. El cielo estaba azul y brillante, lleno de enormes nubes blancas que navegaban desde el sudoeste, y por la ventana abierta entraba un aire fino y alegre. Las nieblas se habían desvanecido, y con ellas también aquellos extraños sentimientos que se habían apoderado, la noche antes, de Mary y su esposo. Al contemplar la clara luz de la mañana, apenas podían creer que hacía pocas horas uno de ellos hubiera referido, y el otro escuchado, un relato tan alejado de la corriente habitual de sus pensamientos y sus vidas. Se miraron con timidez y hablaron de cosas vulgares, de si Alice sería finalmente corrompida por la insidiosa Sra. Murry o si la Sra. Darnell conseguiría convencerla de que la vieja actuaba por motivos inconfesables.

—Y creo que, si yo fuera tú —dijo Darnell al salir—, me pasaría por la carnicería para protestar. La última carne que te han vendido distaba de poseer la mínima calidad aceptable. Estaba llena de ternillas.

III

Aquella noche podría haber sido distinto, pues Darnell había elaborado un plan del que esperaba grandes beneficios. Con el pretexto de tener los ojos cansados de trabajar, pensaba preguntar a su esposa si no le importaría mantener encendida sólo una luz de gas, y aun ésta lo más bajo posible. Opinaba que podían suceder muchas cosas si dejaban la habitación con poca luz y la ventana abierta, y se sentaban a espiar la noche y escuchar el suave murmullo del árbol del jardín. Pero sus planes habían sido urdidos en vano, pues, al llegar a la cancela de su casa, Mary salió llorando a su encuentro.

—¡Oh Edward —empezó—, qué cosa más horrible ha pasado! Nunca me gustó, pero tampoco le creía capaz de una cosa tan espantosa.

—¿Qué quieres decir? ¿De quién hablas? ¿Qué ha pasado? ¿Ha sido el novio de Alice?

—No, no. Pero entra, querido, que está la mujer de enfrente sin quitarnos ojo. Se pasa el día espiando.

—Bueno, ¿qué pasa? —dijo Darnell cuando se sentaron a tomar el té—. ¡Cuenta, pronto, que me tienes angustiado!

—No sé cómo empezar, ni por dónde. La tía Marian llevaba varias semanas notando algo raro. Y de pronto se encontró… Bueno, en pocas palabras, ¡que el tío Robert se entiende con una pelandusca y la tía lo ha descubierto todo!

—¡No me digas! ¡Pero qué viejo más verde! ¡Si debe estar ya más cerca de los setenta que de los sesenta!

—Tiene sesenta y cinco justos; y le ha sacado una de dinero…

Una vez pasada la primera impresión de sorpresa, Darnell se concentró con toda decisión en el pastel de carne.

—Ya me lo contarás después del té —dijo—; no estoy dispuesto a que ese viejo tonto de Nixon me estropee las comidas. ¿Quieres llenarme la copa, querida?

»Excelente pastel de carne —prosiguió con toda calma—. ¿Qué le has echado, zumo de limón y un poco de jamón? Creí que había pasado algo extraordinario. ¿Está hoy bien Alice? ¡Estupendo! Espero que supere todas esas tonterías.

Y siguió conversando con una calma que dejó estupefacta a la Sra. Darnell, para quien la caída del tío Robert significaba algo así como una brusca subversión del orden natural, hasta tal punto que casi no había podido probar bocado desde que en el segundo correo le llegara información de lo sucedido. Luego había acudido a la cita que su tía señalaba en la carta para aquella misma mañana y se había pasado la mayor parte del día en una sala de espera de primera clase de la Estación Victoria, donde se había enterado de todos los pormenores del asunto.

—Ahora —dijo Darnell cuando la mesa hubo sido recogida—, hablemos de ello. ¿Cuánto tiempo dura el asunto?

—La tía dice que, por pequeñas cosas que ha recordado, debe llevar por lo menos un año con esa horrible mujer. Dice que el tío llevaba mucho tiempo comportándose de una forma muy misteriosa y que ella tenía los nervios deshechos porque pensaba que a lo mejor estaba mezclado en algún asunto de anarquistas o alguna otra espantosa cosa parecida.

—¿Y qué le hacía pensar eso?

—Pues verás. Un par de veces que salió de paseo con su marido, oyó unos silbidos que la asustaron y que parecían seguirles por todas partes. Ya sabes que en Barnet hay sitios muy bonitos para dar un paseo campestre, especialmente por los prados de Totteridge, que es donde solían ir a pasear mis tíos los domingos por la tarde si hacía bueno. Claro que ésta no era la primera cosa rara que notaba la tía, pero entonces le hizo una impresión tremenda; se estuvo semanas y semanas sin poder pegar ojo.

—¿Silbidos? —dijo Darnell—. No entiendo nada. ¿Por qué le asustaban unos silbidos?

—Ahora te lo cuento. La cosa empezó en mayo, un domingo. Uno o dos domingos antes, a la tía le había dado la sensación de que les estaban siguiendo, pero no vio ni oyó nada, excepto una especie de crujido en un seto. Pero el domingo que te digo, apenas habían cruzado el portillo que da a los prados, cuando oyó una especie de silbido apagado, muy peculiar. No hizo ningún caso, creyendo que no tenía nada que ver con ella ni con su marido, pero al cabo de un poco lo volvió a oír, y luego otra vez y otra vez y les siguió por todo el paseo. Se sintió incomodísima, porque no sabía de dónde venía ni quién lo hacía ni por qué. Luego, en cuanto salieron del prado al camino, el tío dijo que estaba muy mareado y que creía que se iba a tomar un poco de brandy en La Cabeza de Turpin, una tabernita que hay cerca. Y la tía le miró y vio que tenía la cara morada, más como si le fuera a dar una apoplejía que un mareo, pues la gente que se marea se pone más bien de un color blanco verdoso. Pero no dijo nada y pensó que tal vez el tío tuviera una manera especial de marearse, pues era un hombre que siempre lo hacía todo de una manera especial. Conque se quedó esperando en el camino y él siguió y se metió en la taberna, y la tía dice que le pareció ver una figura pequeña que salía de las sombras y se metía detrás de él, pero no está segura. Y cuando salió el tío ya no estaba morado, sino rojo, y dijo que se encontraba mucho mejor. Conque se fueron tranquilamente a casa los dos juntos y no hablaron más. Fíjate que el tío no había dicho nada del silbido y la tía tenía tanto miedo que no se había atrevido a mencionarlo, por si les mataban a tiros allí mismo.

»Ya no pensó más en ello, pero a los dos domingos volvió a suceder exactamente lo mismo. Sin embargo, en esta ocasión la tía hizo acopio de valor y le preguntó al tío que qué podría ser aquello. ¿Y qué te crees que contestó él? «Pájaros, querida, pájaros». Naturalmente, la tía le dijo entonces que jamás pájaro alguno que volara con alas había producido nunca ruido semejante: un silbido apagado, como tímido, con pausas intercaladas; pero él repuso que en el norte de Middlesex y en Hertforshire vivían muchos pájaros de especies raras. «Tonterías, Robert», dijo la tía, «¿cómo puedes decir eso, cuando lleva siguiéndonos todo el camino durante una milla o más?». Y entonces el tío le explicó que algunos pájaros se apegan de tal modo al hombre que a veces le siguen durante millas; dijo que precisamente acababa de leer un libro de viajes donde se hablaba de un pájaro así. Y en cuanto llegaron a casa, le mostró un capítulo del
Naturalista de Hertfordshire
(que habían comprado por hacer un favor a un amigo) y trataba de pájaros raros que existen en esos alrededores, todos ellos con los nombres más extravagantes que se pueda uno imaginar, según dice la tía, que ella no los había oído jamás, y el tío tuvo la impudicia de añadir que seguramente había sido una gallineta purpúrea, pues, según el libro, dicha ave emite “una nota baja y penetrante, constantemente repetida”. Y luego sacó del estante un libro de viajes por Siberia y enseñó a la tía una página donde se contaba que un hombre había sido perseguido por un pájaro durante todo el día a través de un bosque. Y esto es casi lo que más le molesta a tía Marian, que él tenga siempre la habilidad de sacarle un libro a tiempo para convencerla de lo que a él le conviene. Pero, cuando iban entonces paseando por el campo, la tía no sabía a qué atenerse con su marido, que no paraba de hablar de pájaros de una forma tontísima, como nunca le había visto, y continuaron el paseo con el horrible silbido siguiéndoles a todas partes y ella andando deprisa y sin mirar atrás, aunque más bien por enfado y desconcierto que por verdadero miedo. Y cuando llegaron al siguiente portillo, la tía se atrevió a mirar atrás y «contemplad, he ahí» (como dice ella) que no había tío Robert por parte alguna. Sintió que se ponía pálida del susto, sobre todo por el dichoso silbido, y estaba segura de que lo habían raptado o algo así, y acababa de gritar «¡Robert!» como loca, cuando él apareció tranquilamente por la esquina, tan fresco como una lechuga; llevaba una cosa en la mano y dijo que no era capaz de pasar junto a ciertas flores sin coger un ramillete, y cuando la tía vio que lo que llevaba en la mano era un diente de león arrancado de raíz, sintió que la cabeza le daba vueltas.

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