El relato de Mary se vio interrumpido de pronto. Darnell llevaba diez minutos removiéndose en la silla y sufriendo verdaderas torturas por no herir los sentimientos de su esposa. Pero el episodio del diente de león fue demasiado para él y estalló en una gigantesca carcajada que, por intentar reprimirla, se convirtió en una especie de grito de guerra de los pieles rojas. Alice, que estaba fregando en la pila, dejó caer al suelo porcelana por valor de unos tres chelines y los vecinos salieron a sus jardines preguntándose si sería algún asesinato. Mary lanzó una mirada llena de reproches a su marido.
—¿Cómo puedes ser tan cruel, Edward? —dijo al fin, cuando las carcajadas de su marido se fueron debilitando de puro agotamiento—. Si hubieras visto los lagrimones que le caían a la pobre tía Marian cuando me lo contaba, no creo que te hubieras reído. No sabía que eras tan duro de corazón.
—Querida Mary —dijo Darnell, débilmente, entre sollozos y jadeos—, no sabes cuánto lo siento. Ya sé que es una pena, de verdad, y no es que yo sea cruel. Pero es una historia tan rara, ¿no te parece? ¡Primero la gallineta purpúrea y luego el diente de león!
Darnell retorció la cara y rechinó los dientes en sus esfuerzos por no volver a reírse. Mary le miró muy seria durante un momento. Luego ocultó la cara entre las manos y Darnell vio que todo su cuerpo se agitaba de risa.
—Soy igual de mala que tú —dijo por fin Mary—. Pero es que yo no había visto el asunto como tú lo ves. Y me alegro, porque, en tal caso, me habría reído en la cara de la tía Marian. ¡Pobrecilla, lloraba como si se le partiera el corazón! Nos vimos en la Estación Victoria, donde ella me había dicho, y tomamos un caldo en una repostería. Yo casi no pude tocarlo; a ella le caían todo el tiempo unas enormes lágrimas en el plato; y luego nos fuimos a una sala de espera de la estación y allí se echó a llorar de un modo que daba grima verla.
—Bueno —dijo Darnell—, ¿y qué pasó después? Ya no me volveré a reír.
—No, no debemos reímos; es demasiado horrible para tomárselo como un chiste. Bueno, pues el caso es que la tía volvió a casa y se puso a pensar y a pensar sobre lo ocurrido, pero no consiguió llegar a ninguna conclusión. No entendía nada. Empezó a temer que el tío se estuviera volviendo loco por exceso de trabajo, pues últimamente había tenido que quedarse en la City hasta muy tarde (según decía él) y había tenido que ir a Yorkshire para un asunto pesadísimo relacionado con no sé qué escrituras de arrendamiento (¡el muy sinvergüenza!). Pero luego reflexionó que, por muy raro que se estuviese volviendo su marido, ni siquiera sus rarezas podían hacer aparecer silbidos en el aire, a pesar de que él, como decía la tía, había sido siempre un hombre maravilloso. Conque abandonó ese motivo de preocupación, pero entonces empezó a preguntarse si no sería a ella a quien le pasaba algo, pues había leído cosas sobre gente que oye ruidos inexistentes. Pero este razonamiento tampoco servía, pues, aunque podía justificar los silbidos, no explicaba el diente de león ni la gallineta purpúrea, ni por qué cuando su marido se mareaba se ponía morado, ni ninguna de las rarezas del tío. Así, pues, la tía dijo que, no pudiendo pensar ninguna cosa más, se dedicó a leer la Biblia desde el principio, día tras día, y para cuando llegó al Libro de las Crónicas se encontraba bastante mejorada, sobre todo porque habían pasado dos o tres domingos sin que sucediera nada. Se dio cuenta de que el tío estaba un poco ausente y no tan amable como solía, pero ella prefirió achacarlo al exceso de trabajo, ya que él volvía siempre en el último tren y además tenía que tomar dos coches de caballos en el trayecto, por lo que nunca llegaba a casa antes de las tres o las cuatro de la madrugada. Así no se calentaba ella la cabeza con cosas que no podían entenderse ni explicarse, y ya casi habla recuperado su estado normal, cuando, un domingo a última hora de la tarde, volvieron a empezar sus aflicciones, y ocurrieron cosas peores que nunca. El silbido les fue siguiendo como las otras veces, y la pobre tía apretó los dientes y no dijo nada, pues sabía que el tío le respondería con algún cuento, y siguieron paseando en silencio. De pronto, algo le hizo a la tía mirar hacia atrás y vio a un horrible muchacho pelirrojo que acechaba, con una mueca desagradable, desde detrás de un seto. Según dice, tenía una cara terrorífica, casi inhumana, como de duende; pero, antes de que la tía tuviera tiempo de fijarse mejor, desapareció tras el seto como por ensalmo y ella estuvo a punto de desmayarse.
—¿Un
muchacho
pelirrojo? —dijo Darnell, con aire pensativo; y, tras una pausa, añadió—: ¡Qué historia más extraordinaria! En mi vida he oído una cosa tan rara. ¿Y quién era ese muchacho?
—A su debido tiempo lo sabrás —dijo la Sra. Darnell—. Pero
es
todo muy raro, ¿verdad?
—¡Rarísimo! —corroboró Darnell, quedando luego sumido en silenciosas reflexiones. Por fin, declaró—: Sé con toda claridad lo que pienso del asunto. Creo que tu tía se está volviendo loca, o lo está ya, y tiene alucinaciones. Todo este asunto me suena a figuraciones de loco.
—Estás muy equivocado. Lo que te he contado es rigurosamente cierto y, si me dejas terminar, tú mismo comprenderás lo que sucedió.
—Muy bien. Adelante.
—Veamos, ¿dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en que la tía había visto al muchacho pelirrojo de la mueca. Pues sí, en efecto, la pobre se llevó un susto de muerte, sobre todo porque la cara tenía algo muy extraño. Pero al cabo de un minuto o dos consiguió rehacerse y se dijo: «Después de todo, mejor es muchacho con mueca que hombre con escopeta»; y se hizo el propósito de vigilar estrechamente al tío Robert, que tenía aspecto de estar completamente al tanto del asunto. Iba él absorto mientras tanto, como si tuviera que resolver mentalmente un problema complicadísimo y no supiera qué decisión tomar. A cada momento abría y cerraba la boca como un pez. Conque la tía siguió con la vista al frente y sin decir palabra; y cuando él comentó que el crepúsculo era muy hermoso, no se dio por enterada. «¿Es que no oyes lo que te digo?», insistió el tío con cierta irritación y un volumen atronador de voz. Y entonces la tía le dijo que lo sentía mucho, pero que con el catarro se había quedado sorda y no oía nada. Y observó que el tío parecía complacido por su explicación, incluso aliviado, y que debía creerse que ella no había oído los silbidos. De pronto, el tío pretendió divisar súbitamente un bello manojo de madreselvas en lo alto del seto y dijo que lo iba a cortar para ella, sólo que ella tenía que seguir andando porque a él le ponía muy nervioso que le mirasen. Ella dijo que bueno; pero, en cuanto pudo, se salió del camino y se escondió detrás de un arbusto del seto, que formaba como una oquedad. Desde allí vio al tío con toda claridad, aunque se arañó cruelmente el rostro al meterlo por error en un rosal. Y al cabo de un momento salió el muchacho de detrás de un seto y el tío se puso a hablar con él, y ella estaba segura de que era el mismo muchacho, pues todavía no era tan de noche como para no distinguir su pelo rojo llameante. Y el tío le echó mano como para cogerle, pero el chico salió como un rayo y desapareció entre los arbustos. La tía no dijo nada de momento; pero por la noche, en casa, relató acusadoramente al tío lo que había presenciado y le requirió las explicaciones pertinentes. Al principio se quedó desconcertado, balbuciente, y masculló que una espía no era precisamente su ideal de esposa. Pero por fin, tras obligarla a jurar que guardaría silencio, le dijo que él era masón de alto rango y el muchacho era un emisario de la orden que le traía mensajes de la mayor importancia. Pero la tía no se lo creyó, porque casualmente ella tenía un tío masón y jamás se había comportado de esa manera. Y fue entonces cuando empezó a pensar que debía tratarse de anarquistas o algo parecido, y cada vez que llamaban al timbre se creía que habían descubierto al tío y venía la policía por él.
—¡Qué tontería! ¡Cuándo se ha visto que un propietario de fincas urbanas sea anarquista!
—Bueno, la tía se dio cuenta de que allí debía haber algún terrible secreto y de momento no se le ocurrió otra explicación. Pero entonces empezó a recibir cosas por correo.
—¡Cosas por correo! ¿Qué quieres decir?
—Toda clase de cosas; trozos de botella rota cuidadosamente embalados como si fueran joyas; paquetes envueltos en innumerables papeles sucesivos, y cuando por fin llegabas al centro del envoltorio, te encontrabas con la palabra «gato» en letras mayúsculas; algunos dientes postizos, una pastilla de pintura roja y, por último, cucarachas.
—¡Cucarachas por correo! Tonterías y sandeces; tu tía está loca.
—Me enseñó la caja, Edward; era una cajita de las de cigarrillos y dentro tenía tres cucarachas muertas. Y cuando encontró una caja exactamente igual en el bolsillo del abrigo del tío, pero medio llena de cigarrillos, la pobre sintió que la cabeza le daba vueltas otra vez.
Darnell lanzó un gemido y se removió inquieto en la silla, con la sensación de que el relato de las desventuras domésticas de la tía Marian se parecía cada vez más a un mal sueño.
—¿Algo más? —preguntó.
—Cariño, no te he dicho ni la mitad de las cosas que me ha contado esta tarde la pobre tía. También una noche creyó ver un fantasma en el jardín. Estaba preocupada porque tenía una nidada de polluelos a punto de romper el cascarón y, cuando ya había oscurecido, salió con algo de huevo y miga de pan por si ya lo habían roto. Y justo delante de ella vio una figura que se deslizaba junto a los rododendros. Parecía un hombrecillo pequeño y delgado, vestido al estilo de hace siglos; mi tía vio que llevaba espada al cinto y una pluma en la gorra. Creyó que le había llegado la última hora, dijo, y aunque la figura desapareció al instante y ella intentó convencerse de que en realidad no había visto nada, el caso es que se desmayó nada más volver a entrar en casa. Aquella noche el tío estaba y, cuando ella le refirió lo que acababa de suceder, salió corriendo al jardín y tardó media hora o más en regresar, diciendo que no había encontrado nada; y, un momento después la tía oyó el célebre silbido justo al pie de la ventana, y el tío volvió a salir corriendo.
—Mary, vida mía, vayamos al meollo del asunto. ¿Adónde conduce todo esto?
—¿Qué, no te lo figuras? Bueno, pues, naturalmente, siempre era la misma chica.
—¿Chica? ¿No me habías dicho que era un chico pelirrojo?
—¿No te das cuenta? Es actriz y se disfrazaba. No le dejaba en paz al tío. No contenta con verle casi todos los días de la semana, tenía que ir también los domingos detrás de él. La tía encontró una carta que había escrito aquella horrible criatura y así se enteró de todo. Se llama Enid Vivian, aunque no creo que tenga derecho a llamarse de ninguna manera. Y el asunto es: ¿qué hacer?
—Ya hablaremos otro día. Yo me voy a fumar una pipa y luego nos acostamos.
Estaban casi dormidos, cuando Mary dijo, de pronto:
—¿No te parece raro, Edward? Anoche tú me dijiste unas cosas tan bonitas, y yo hoy en cambio te he contado las tristes aventuras de ese pobre viejo.
—No sé —contestó Edward como entre sueños—. En los muros de la iglesia grande del cerro vi toda clase de monstruos con extrañas muecas, tallados en la piedra.
Las travesuras del Sr. Robert Nixon acarrearon consecuencias imprevisibles. No es que ocurriera nada tan fantástico como podrían haber hecho suponer las primeras aventuras referidas por la Sra. Darnell. Lo que sucedió es que, un domingo por la tarde, la tía Marian se dejó caer por Shepherd’s Bush y Darnell sintió vergüenza por haberse reído de las desgracias de aquella pobre mujer atribulada.
Nunca había visto antes a la tía de su mujer y se quedó muy sorprendido cuando Alice la hizo pasar al jardín, donde ellos estaban disfrutando de aquel tibio y neblinoso domingo de septiembre. Para él, exceptuando los últimos días, la tía de su mujer siempre había estado asociada a ideas de magnificencia y éxito: su esposa siempre hablaba de los Nixon con cierto tono de reverencia; él le había oído contar muchas veces la epopeya del Sr. Nixon, sus luchas y su lenta pero triunfal ascensión. Mary le había contado la historia tal como ella la sabía de sus padres, historia que comenzaba con su llegada a Londres procedente de algún pueblo oscuro y perdido en la zona más llana de los Midlands, pero en aquellos tiempos, ya lejanos, en que un joven campesino tenía muchas probabilidades de hacer fortuna en la capital. El padre de Robert Nixon tenía una tienda de comestibles en la calle Mayor de su pueblo y, años después, el negociante de carbón y constructor enriquecido se complacía en recordar aquella aburrida vida provinciana, y, aunque le gustase glorificar sus éxitos personales, también daba a entender a sus oyentes que él procedía de una estirpe de triunfadores. Aquello había sucedido hacía mucho tiempo (solía decir): en los días en que el raro ciudadano que pretendiese trasladarse a Londres o a York tenía que levantarse en plena noche y recorrer, de una u otra forma, diez millas de sendas cenagosas y errabundas hasta llegar a la Gran Carretera del Norte, donde tenía que coger la diligencia de
El Relámpago,
vehículo que pasaba en toda la comarca por encarnación visible y sólida de la velocidad.
—… Y además —solía añadir Nixon— llegaba siempre a su hora, cosa que no puede decirse hoy en día de la Línea de Dunham.
Era precisamente en esta antigua población de Dunham donde la familia Nixon llevaba manteniendo su próspero negocio durante los últimos cien años, instalado en una tienda de prominentes ventanales que daban a la plaza del mercado. No había competencia, y la gente del pueblo, los granjeros acomodados, el clero y las familias del condado consideraban la Casa Nixon como una institución igual de estable que el ayuntamiento (que se alzaba sobre pilares romanos) y la iglesia parroquial. Pero llegó el cambio: el ferrocarril se fue acercando cada vez más, los granjeros y las clases medias rurales se fueron volviendo cada vez menos acomodados; el curtido de pieles, que era la industria local, sufrió un rudo golpe cuando se instaló una gran empresa del ramo en una ciudad situada a unas veinte millas de distancia, y los beneficios de los Nixon fueron disminuyendo cada vez más. De ahí la hégira de Robert, que se recreaba hablando de la pobreza de sus primeros tiempos, de cómo había ido ahorrando poco a poco de sus magros ingresos como escribiente de la City y de cómo por fin él y otro compañero de trabajo, «que había llegado a las cien libras», vieron la oportunidad en el comercio de carbón y no la dejaron escapar. Fue en esta época de su vida, que todavía distaba de la opulencia, cuando lo conoció la Srta. Marian Reynolds en casa de unos amigos de Gunnersbury a los que había ido a visitar. A continuación se sucedieron los éxitos. El muelle de Nixon se convirtió en punto de referencia para los patrones de las gabarras; su poder fue aumentando en radio de acción, su tiznada flota fluvial llegó, hacia fuera, hasta el mar y, hacia dentro, a los puntos más remotos donde alcanzara un canal.