A él le encantó la pregunta. Por alguna razón llevaban cierto tiempo sin conversar mucho entre ellos, y se puso a hablar de la antigua raza a que él pertenecía, del viejo y extraño caserón de piedra gris que se alzaba entre el bosque y el río. Su familia, dijo, se remontaba a un pasado remotísimo, anterior a los normandos, anterior a los sajones, hasta los tiempos de los romanos, y durante cientos de años sus antepasados habían sido reyezuelos y vivían en una poderosa fortaleza edificada sobre una colina en el corazón del bosque; e incluso hoy en día quedaban grandes montículos desde donde podía contemplarse la montaña, por un lado, a través de los árboles, y, por el otro, el amarillo mar. El verdadero nombre de la familia no era Darnell; este apellido fue adoptado en el siglo
XVI
por un tal Iolo ap Taliesin ap Iorwerth, aunque Darnell ignoraba los motivos. Y también le contó que, siglo tras siglo, la raza había ido empobreciéndose, hasta que por fin nada les quedó sino el caserón gris y unos pocos acres de tierra bordeando el río.
—Y ¿sabes, Mary? —dijo—, me parece que antes o después iremos a vivir allí. Mi tío abuelo, que es actualmente el dueño, hizo dinero de joven, en negocios, y creo que me lo dejará todo a mí. Sé que soy su único pariente. Qué extraño sería. Qué cambio respecto de la vida que llevamos aquí.
—Nunca me lo habías dicho. ¿Pero no crees que tu tío abuelo podría dejar la casa y el dinero a otra persona a la que haya tratado más que a ti? Porque tú no le has visto desde niño, ¿verdad?
No; pero nos escribimos una vez al año. Y por lo que he oído decir a mi padre, estoy seguro de que el viejo nunca dejará la casa a nadie que no sea de la familia. ¿Crees que te gustará?
—No sé. ¿No está muy solitaria?
—Creo que sí. No recuerdo si se ve alguna otra casa desde ella, pero me parece que no hay ninguna cerca. ¡Vaya cambio! Ni City, ni calles, ni gente de un lado para otro; sólo el sonido del viento, y hojas verdes y colinas verdes y la canción de las voces de la tierra…
Se detuvo bruscamente, como si temiera revelar algún secreto que no debía ser aún descubierto; y verdaderamente, sólo por hablar de cambiarse desde la callejuela de Shepherd’s Bush a aquel viejo caserón perdido en los bosques del lejano oeste, parecía como si ya le poseyese el cambio, y su voz adquiría las modulaciones de un antiguo cántico. Mary le miró fijamente y le tocó el brazo, y él respiró profundamente antes de volver a hablar.
—Es la antigua sangre que me llama a la antigua tierra —dijo—. Me olvidaba de que soy un escribiente de la City.
Era sin duda su sangre antigua que se le había agitado de pronto, la resurrección del antiguo espíritu que durante siglos y siglos se había mantenido fiel a secretos que hoy apenas interesaban a nadie, y ahora revivía con tanta pujanza en su corazón que le resultaba difícil ocultarlo. Se encontraba casi en la misma situación que el personaje del cuento que, tras una fuerte descarga eléctrica, había perdido la visión de las cosas que había a su alrededor, en las calles de Londres, y en cambio veía el mar y la orilla de una isla de las Antípodas; pues a Darnell ya le costaba un esfuerzo mantenerse apegado a los intereses y a la atmósfera que, hasta hacía bien poco, constituían todo su mundo; y el gris caserón y el bosque y el río, símbolos de la otra esfera, habían irrumpido, por así decirlo, en el paisaje del barrio londinense.
Pero siguió, aunque con más discreción, contando historias de sus lejanos antepasados. De uno de ellos, del más remoto de todos, se decía que era santo y se le suponía poseedor de ciertos secretos misteriosos a los que, en los documentos, se alude frecuentemente como «las Canciones Escondidas de Iolo Sant». Y de pronto, en brusca transición, pasó a evocar recuerdos de su padre y de la vida extraña y desamparada que habían llevado en sórdidas pensiones de los barrios bajos de Londres, recuerdos de las tristes callejuelas que constituían sus primeras reminiscencias, de olvidadas plazuelas del norte de Londres, y recuerdos de su padre, hombre grave y barbudo que parecía siempre vivir en un sueño, como empeñado también en él en ver, más allá de los muros sólidos, una tierra de huertos profundos y muchas colinas resplandecientes y fuentes y charcas que rutilan bajo la enramada del bosque.
—Creo que mi padre se ganaba la vida —prosiguió—, es decir, una vida como la que se ganaba, en la Oficina de Registros y en el Museo Británico. Solía hacer indagaciones por cuenta de abogados o párrocos rurales interesados en investigar hechos antiguos. Nunca trabajó mucho y siempre estábamos cambiando de pensión, y siempre en sitios apartados y decrépitos. Nunca llegábamos a conocer a los vecinos, por lo mucho que nos mudábamos, pero mi padre tenía como media docena de amigos, viejos como él, que venían muchas veces a casa; y entonces, si había dinero, mandaban por cerveza a la criada de la pensión y se estaban allí charlando y fumando hasta bien entrada la noche.
»Nunca supe mucho de los amigos de mi padre, pero todos tenían un aire común, como un anhelo de algo escondido. Hablaban de misterios que yo nunca comprendí, y muy poco de sus propias vidas, y cuando hablaban de cosas corrientes, daba la impresión de que, para ellos, asuntos tales como, por ejemplo, las necesidades económicas, constituían trivialidades sin importancia. Cuando me hice mayor y empecé a ir por la City, conocí a otros chicos de mi edad, y al oírles hablar me pregunté si mi padre y sus amigos no estarían un poco tocados de la cabeza; pero ahora sé más.
Así, noche tras noche, habló Darnell a su esposa, pasando sin rumbo aparente de las sucias pensiones en que vivió de niño con su padre y los otros buscadores, al viejo caserón oculto en aquel lejano valle occidental y a la antigua estirpe que durante siglos había contemplado la puesta del sol tras la montaña. Pero, en realidad, lo que él decía tenía siempre una finalidad, y Mary sentía que, detrás de sus palabras, por muy indiferentes que pudieran parecer, había un propósito escondido: embarcarse juntos en una grande y maravillosa aventura.
Así, cada día el mundo se tornó más mágico; día a día fue cumpliendo el trabajo de separación y fueron siendo pulidos los accidentes más toscos. Darnell no desdeñaba instrumento alguno que le pudiera ser útil en el trabajo; y ya no se quedaba en casa los domingos por la mañana, saboreando el ocio, pero tampoco acompañaba a su esposa a aquella blasfemia gótica que se pretendía iglesia. En un callejón trasero habían descubierto una pequeña iglesia de otras hechuras, y Darnell, que en uno de los viejos dietarios había encontrado la máxima
Incredibilia sola Credenda,
pronto percibió lo alto y glorioso que era el ritual a que asistía. Nuestros estúpidos mayores nos han enseñado que podemos llegar a sabios estudiando libros «científicos» y manipulando tubos de ensayo, muestras geológicas, preparaciones microscópicas o cosas parecidas; pero los que se han liberado de tales extravíos prefieren leer, no libros «científicos», sino libros sagrados, y saben que el alma alcanza la sabiduría contemplando ceremonias místicas y ritos complejos y singulares. En ellos descubrió Darnell un lenguaje sutil y misterioso que al instante le habló más secreta y directamente que los credos formalmente establecidos; y vio que, en un sentido, el mundo no es sino una inmensa ceremonia, un inmenso sacramento que muestra, en formas visibles, una doctrina oculta y trascendente. Así fue como encontró en el ritual de aquella iglesia una imagen perfecta del mundo; una imagen purificada, exaltada e iluminada, una casa sagrada de piedras resplandecientes y translúcidas, donde las antorchas llameantes significaban más que las estrellas de la rueda celeste y el humo del incienso era señal más certera que la niebla cuando levanta. Su alma desbordaba ante la procesión de la
albedo,
blanca y solemne, y ante la danza mística que significa embeleso y un gozo superior a todos los gozos, y cuando contempló al Amor matado alzarse de nuevo victorioso, supo que había presenciado en imagen la consumación de todas las cosas, la Nupcia de todas las Nupcias, el misterio que está detrás de todos los misterios, cumpliéndose desde la fundación del mundo. Así, la casa de su vida se tornó cada vez más mágica.
Y al mismo tiempo empezó a darse cuenta de que, si en la Nueva Vida existen gozos nuevos e insospechados, también existen peligros igual de nuevos y de insospechados. En uno de sus libros manuscritos que decían revelar el sentido externo de esos misteriosos
Cánticos Escondidos de Iolo Sant,
había un breve capítulo encabezado por la sentencia:
Font Sacer non in communem Vsum convertendus est,
y a fuerza de paciencia y mucho uso de la gramática y el diccionario, Darnell logró interpretar el poco complicado latín de su antepasado. El tomo que contenía el capítulo en cuestión era uno de los más singulares, pues se titulaba
Terra de Iolo
y aparentemente, gracias a una ingeniosa ocultación de su verdadero simbolismo, consistía en una relación de huertos, campos, bosques, caminos, edificaciones y corrientes de agua existentes en la finca de los antepasados de Darnell. Gracias a este libro, supo del Manantial Sagrado, oculto en el Bosque de los Sabios —
Sylva Sapientum
—, que es «una fuente de aguas abundantes que calor de estío secar no puede ni ensuciar riada alguna, y son aguas de vida para quienes padecen sed de vida, arroyo purificador para quienes anhelan pureza, y medicina de tal valor curativo que con ella, por voluntad de Dios e intercesión de Sus santos, hasta las más crueles heridas sanan». Pero el agua de esta fuente ha de ser mantenida perpetuamente sagrada, no ha de ser usada con fines vulgares ni para satisfacer sed corporal alguna, sino que ha de ser tenida siempre por tan santa «como el agua que el sacerdote ha consagrado». Y un comentario escrito al margen por una mano muy posterior había proporcionado a Darnell alguna noción sobre el significado de estas prohibiciones. Se le advertía que no debía utilizar el Manantial de Vida como un simple placer de la vida mortal ni para obtener sensaciones nuevas ni para endulzar la insípida copa de la existencia cotidiana. «Pues —decía el comentarista— no hemos sido llamados a sentarnos en un teatro y contemplar la función, sino a entrar en escena y representar apasionadamente nuestro papel en un grande y maravilloso misterio».
Darnell comprendía perfectamente la tentación a que se aludía. Aunque apenas había recorrido unos pasos por la senda y probado sólo unas gotas del agua que rebosaba de aquel místico manantial, ya se daba cuenta del encantamiento que iba transmutando el mundo a su alrededor e infundiendo en su vida extraños significados y un aura de aventura. Londres parecía una ciudad de las Mil y Una Noches y sus torcidas callejas formaban un laberinto encantado; sus largas avenidas flanqueadas de faroles eran como constelaciones de estrellas y su inmensidad se convirtió para él en símbolo del universo infinito. Se imaginaba fácilmente lo agradable que podía resultar quedarse en un mundo así, sentarse aparte y soñar mientras contemplaba el espectáculo que se desarrollaba ante su vista; pero el Manantial Sagrado no era para usos vulgares, sino para limpiar el alma y curar las crueles heridas del espíritu. Sin embargo, aún quedaba otra transformación: Londres se había convertido en Bagdad; finalmente se transmutaría en Sión o, según palabras de uno de sus antiguos documentos, la Ciudad del Cáliz.
Y aún había peligros más sombríos, a los que aludían más o menos veladamente los manuscritos de Iolo (como su padre llamaba al conjunto de documentos). En ellos se sugería la existencia de una región espantosa donde puede ir a parar el alma, de una transmutación hacia la muerte, de invocaciones capaces de atraer a las más poderosas fuerzas del mal desde sus tenebrosas guaridas: en una palabra, de esa esfera que ante la mayoría de nosotros se manifiesta bajo el simbolismo tosco y un tanto pueril de la Magia Negra. Y a este respecto Darnell tampoco carecía de una vaga intuición de lo que se daba aquí a entender. Se sorprendió a sí mismo recordando un curioso incidente, ocurrido hacía mucho tiempo, que había permanecido durante todos aquellos años en su mente aunque sin merecer nunca su atención, perdido entre muchos recuerdos triviales de su infancia, y que ahora se alzaba ante él, claro y nítido, lleno de significación. Sucedió durante aquella memorable visita al viejo caserón del oeste, y toda la escena volvió a presentarse ante él en sus menores detalles, y las voces parecieron resonarle en los oídos. Había sido un día gris e inmóvil, de pesado calor: después de desayunar había estado un rato en el césped, de pie, quieto, maravillándose de la paz y el silencio inmensos del mundo. No se movía una hoja en los árboles de la pradera, ni un susurro venía de las innumerables hojas del bosque; de las flores emanaba un perfume denso y dulzón, como si exhalaran los sueños de la noche de verano; y allá lejos, al fondo del valle, el tortuoso río parecía de plata empañada bajo aquel cielo opaco y plateado, y los bosques, campos y colinas lejanos se perdían en la niebla. La quietud del aire le tenía como paralizado por un hechizo; se pasó toda la mañana apoyado en la valla que separaba el césped del prado, respirando el aliento místico del verano, y viendo encenderse los campos, como si de pronto se abrieran muchas flores relucientes, cuando por un instante la alta niebla se aclaraba ante el sol escondido. Mientras contemplaba este panorama, pasó cerca de él hacia la casa un hombre agobiado por el calor y con cierta expresión de horror en la mirada; pero él siguió apoyado en la valla hasta que sonó la vieja campana de la torreta, y cenaron todos juntos, amos y criados, en la habitación fría y oscura que miraba a las inmóviles hojas del bosque. Se dio cuenta de que su tío estaba preocupado por algo y, cuando terminaron de comer, le oyó decir a su padre que había problemas en una granja; y decidieron que, tras reposar la comida, irían a cierto lugar de extraño nombre. Pero al llegar la hora, el Sr. Darnell estaba tan sumergido en viejos libros y humo de tabaco, que no fue posible sacarlo de su rincón, y fueron solos Edward y su tío en el pequeño carruaje de dos ruedas. Bajaron al trote por la estrecha senda hasta desembocar en la carretera que seguía el serpenteante curso del río, y lo cruzaron por el puente de Caermaen, junto a las desmoronadas murallas romanas, y luego, bordeando el pueblo desierto, lleno de ecos, salieron a un ancho camino de portazgo, y el polvo calizo les seguía como una nube. De pronto torcieron hacia el norte por una senda que Edward jamás había visto. Era tan angosta que apenas dejaba sitio para el ligero carruaje, y el suelo era de roca viva, y subieron lentamente por la larga y empinada cuesta encajonada entre escarpados taludes y setos incultos que les tapaban la luz. Y en los taludes crecían helechos tupidos y verdes, y goteaban ocultos manantiales; y el viejo le contó que en invierno aquel callejón se convertía en una torrentera de aguas turbulentas y quedaba intransitable. Adelante siguieron, a veces cuesta arriba y a veces cuesta abajo, pero siempre por aquella profunda zanja cubierta de silvestres ramas entrelazadas, y el chiquillo se preguntó en vano cómo sería el paisaje a ambos lados del camino. Y en un momento dado el aire se oscureció, y el seto de uno de los lados no era ya sino la linde de un bosque umbrío y susurrante, y las grises rocas calizas habían dejado paso a una tierra roja salpicada de parches verdes y vetas de marga, y de pronto en el silencio de las profundidades del bosque empezó a cantar un pájaro, y era una melodía hechicera que transportaba el corazón a otro mundo, que traía al alma del niño una vibración del bendito reino de las hadas que se extiende allende los bosques de la tierra, allí donde las heridas del hombre sanan. Y así por fin, tras muchas vueltas y revueltas llegaron a una alta meseta desnuda donde el angosto callejón desembocaba en una especie de amplio prado comunal en cuyos linderos había desperdigadas tres o cuatro casitas rústicas, y una de ellas era un pequeño mesón. Aquí pararon, y salió un hombre que ató el fatigado caballo a un poste y le dio de beber; y el viejo Sr. Darnell cogió al niño de la mano y se lo llevó por un sendero que atravesaba los campos. El muchacho ya podía ver el paisaje, pero era un lugar extraño y desconocido; se hallaban en el corazón de un silvestre laberinto de montes y valles que no había visto en su vida, y bajaban una ladera escarpada y agreste por un estrecho sendero que se retorcía entre aulagas y gigantescos helechos. Brillando el sol por un instante, allá abajo le respondió un destello de aguas claras desde el fondo de un angosto valle donde saltaba un arroyuelo de piedra en piedra. Llegaron al pie de la montaña y atravesaron un campo de helechos, y de pronto se toparon, oculta entre huertos verdes y oscuros, con una casa encalada, baja y larga, con tejado de piedras extrañamente decoradas por musgos y líquenes. El Sr. Darnell llamó a la pesada puerta de roble, y entraron en una sombría estancia donde apenas penetraba luz por los gruesos cristales de la profunda ventana. En el techo había recias vigas y la gran chimenea exhalaba un aroma a leña quemada que Darnell nunca olvidó, y la habitación parecía llena de mujeres hablando a la vez en tonos asustados. El Sr. Darnell hizo seña a un viejo alto y canoso que llevaba calzón corto de pana, y el muchacho, sentado en una silla de alto respaldo recto, vio por los vidrios de la ventana emplomada las idas y venidas del viejo y su tío paseando juntos por la vereda del jardín. Las mujeres dejaron de hablar por un momento y una de ellas le trajo un vaso de leche y una manzana desde alguna fría habitación interior; y entonces, de repente, en el piso de arriba resonó un alarido agudo y terrible, seguido al poco por una voz de niña cantando una canción más terrible aún. No se parecía a nada que el muchacho hubiera oído antes, pero el adulto, al recordarla, sí sabía a qué podía comparar esa canción, a cierto cántico que convoca a ángeles y arcángeles para asistir al gran Sacrificio. Pero así como este cántico glorifica a las fuerzas celestiales, así parecía convocar aquél a toda la jerarquía del mal, a las huestes de Lilith y Samael; y las palabras que resonaban con tan espantosas modulaciones —
neumata inferorum
— pertenecían a algún idioma desconocido que pocos han oído en la tierra.