—¡Vaya, vaya! —dijo Darnell—. Espero que se quede, por tu bien. ¡Menuda complicación para ti ponerte ahora a buscar otra criada!
Volvió a llenar la pipa y fumó plácidamente. Se sentía vivificado, después del vacío y del esfuerzo cotidianos. La ventana estaba abierta de par en par y por ella entró al fin un soplo de brisa destilada por la noche de los pocos árboles que todavía seguían verdes en aquel valle árido. La música que Darnell había escuchado casi en éxtasis, y ahora la brisa, que incluso en aquel barrio triste y seco portaba la palabra de los bosques, evocaron el ensueño ante sus ojos, y meditó sobre vivencias que sus labios eran incapaces de expresar.
—Desde luego, debe ser una vieja malísima —dijo por fin.
—¿La Sra. Murry? Ya lo creo que lo es. ¡Una vieja malvada! ¡Mira que pretender que la chica se vaya de una casa buena donde es feliz!
—Sí, ¡y además no gustarle Hampton Court! Ahí es donde más se le ve la maldad.
—Y es precioso, ¿verdad?
—Nunca olvidaré la primera vez que lo vi. Fue al poco de empezar a trabajar en la City, todavía no llevaba un año. Tuve las vacaciones en julio y ganaba tan poco que no podía soñar en irme a la playa ni cosa parecida. Recuerdo que uno de mis compañeros quería que me fuese con él a recorrer a pie el condado de Kent. Me habría gustado, pero no tenía dinero ni para eso. ¿Y sabes lo que hice? Entonces vivía yo en Great College Street y el primer día de vacaciones me quedé en la cama hasta después de la hora de comer y me pasé toda la tarde en una butaca fumando en pipa. Acababa de comprar una nueva clase de tabaco, que me había costado un chelín y cuatro peniques el paquete de dos onzas, mucho más de lo que podía permitirme, pero disfruté enormemente. Hacía un calor horrible, y cuando cerré la ventana y bajé la persiana el calor aumentó aún más; a las cinco la habitación parecía un horno. Pero estaba tan a gusto de no tener que ir a la City, que no me importaba, y me dediqué a hojear un viejo libro muy extraño que había pertenecido a mi pobre padre. Muchas de las cosas que decía no las entendía, pero me gustaban. De algún modo sentía que encajaban, aunque no sé con qué, y así estuve, leyendo y fumando, hasta la hora del té. Entonces salí a dar un paseo, pensando que me sentaría bien tomar un poco el aire antes de acostarme; y me lancé a vagabundear por las calles, sin saber por dónde iba, torciendo a un lado u otro según el capricho del momento. Debí andar millas y millas, y la mayor parte en círculo, como dicen que pasa en Australia cuando uno se pierde en la manigua. Y estoy seguro de que ni por todo el dinero del mundo podría recorrer otra vez el mismo itinerario. Bueno, pues el caso es que yo seguía por las calles cuando cayó la tarde y los faroleros fueron encendiendo los faroles. Fue una noche maravillosa. Me gustaría que hubieras estado allí conmigo, querida mía.
—Yo entonces era casi una niña.
—Sí, claro. Bueno, pues fue una noche maravillosa. Recuerdo que estuve paseando por una callejuela de casas grises con albardillas y jambas de estuco; muchas de las casas tenían una placa de bronce en la puerta y en una de ellas ponía: «Artífice de Cajas de Conchas y Caracoles». Me gustó, porque a veces me había preguntado de dónde saldrían esas cajas y cosas que compra uno en los pueblos de la costa. En la calle había algunos chiquillos jugando y en una tabernita de la esquina cantaban varios hombres. Se me ocurrió mirar hacia arriba y me di cuenta de que el cielo se había puesto de un color maravilloso. Después lo he visto más veces, pero creo que nunca ha vuelto a estar exactamente como aquella noche. Era un azul oscuro pero luminoso, casi violeta, como dicen que se ve el cielo en el extranjero. Yo no sé si sería por el color del cielo o por qué, pero el caso es que me sentí extraño, distinto; todo parecía transformado de un modo que no lograba comprender. En aquel tiempo conocía yo a un anciano caballero que había sido amigo de mi pobre padre, y que ahora ya ha muerto, hace unos cinco años o más, y le conté lo que había sentido aquella noche. Él me miró y dijo algo sobre el país de las hadas. No sé qué quería decir y me temo que yo no me supe explicar con propiedad. Pero, ¿sabes?, durante unos instantes sentí que aquel mísero callejón era bellísimo y que las voces de los niños y los hombres de la taberna armonizaban con el cielo y formaban parte de él. ¡Ya conoces el viejo dicho de que, cuando uno es feliz, va como «andando por el aire»! Bueno, pues así me sentía yo, aunque no exactamente como si fuera caminando por el aire, sino más bien como si la calle fuera de terciopelo o tuviera una alfombra suavísima. Y entonces (supongo que serían fantasías mías) pareció como si el aire se hubiera perfumado, como si oliera a incienso, y la respiración se me volvió anhelante, como cuando está uno excitado por algo. Nunca en mi vida, ni antes ni después, he sentido sensaciones tan extrañas.
Darnell hizo una pausa y miró a su esposa. Estaba absorta en sus palabras. Tenía los labios entreabiertos y la mirada atenta y maravillada.
—Espero no estar aburriéndote, querida, con esta historia sobre nada. Has pasado un día de preocupaciones con esta estúpida criada y a lo mejor prefieres irte a la cama.
—Oh, no, Edward, por favor. No estoy nada cansada. Me encanta oírte hablar así. Sigue, por favor.
—Bueno, pues después de caminar un poco más, esa extraña sensación fue desapareciendo. He dicho «un poco más», y realmente yo creía que sólo habían pasado unos cinco minutos, pero cuando entré en aquel callejón acababa de mirar al reloj, y cuando lo volví a mirar eran las once. Debí recorrer unas ocho millas. No podía dar crédito a mis propios ojos y pensé que el reloj se había vuelto loco; pero más tarde comprobé que marchaba perfectamente. No pude comprender lo que me había sucedido, y sigo sin comprenderlo; te aseguro que pasó el tiempo que habría tardado en subir por la acera de la derecha de Edna Road y bajar por la de la izquierda. Pero allí me tenías, en pleno campo, con una brisa fresca que venía de un bosque y el aire lleno de suaves susurros y notas musicales de los pájaros en los arbustos y el murmullo cantarín de un arroyo que cruzaba por debajo de la carretera. En el puente estaba yo cuando saqué el reloj y encendí una cerilla para ver la hora y, de pronto, me di cuenta de lo extraña que había sido aquella tarde. Ya ves, todo había sido muy distinto de lo que llevaba haciendo durante mi vida, y sobre todo el año antes, y me parecía como si yo no fuese el hombre que iba a la City todas las mañanas y regresaba por la tarde después de haber escrito un montón de cartas aburridísimas. Era como si, de pronto, me hubieran metido de un empujón en otro mundo. Bueno, pues el caso es que me las arreglé para encontrar el camino de vuelta y, mientras andaba, tomé una decisión definitiva sobre las vacaciones y me dije: «Voy a hacer un viaje a pie como Ferrars, sólo que el mío será por Londres y alrededores». Cuando llegué a casa ya tenía ultimados los detalles del plan. ¡Eran las cuatro de la mañana, había salido el sol y la calle estaba tan quieta y silenciosa como un bosque a medianoche!
—Me parece que tuviste una idea magnífica. ¿E hiciste ese viaje? ¿Te compraste un plano de Londres?
—Sí que hice el viaje. Pero no me compré ningún plano; no me apetecía nada verlo todo ahí en el papel, delineado, medido y con nombres. Lo habría estropeado todo. Lo que yo quería era sentirme donde nunca nadie había estado antes. Qué tontería, ¿verdad? ¡Como si pudiera haber un sitio así en Londres, ni en toda Inglaterra!
—Ya sé lo que quieres decir. Querías sentirte como si estuvieras explorando una región desconocida. ¿Verdad que sí?
—Exacto. Eso es. Además, no quería comprar ningún plano. Yo me hice uno.
—¿Qué quieres decir? ¿Que hiciste un mapa de memoria?
—Ya te lo contaré después. ¿Pero te interesa verdaderamente que te cuente mi gran viaje?
—Claro que sí; debe haber sido maravilloso. Yo diría que es una idea originalísima.
—A mí me entusiasmaba, y lo de explorar una región desconocida que acabas de decir, me hace recordar lo que sentía entonces. De niño me encantaban los libros de viajes, como a todos los niños, supongo, y de marinos que perdían el rumbo y aparecían por latitudes por donde nunca antes había navegado barco alguno, y de exploradores que descubrían ciudades maravillosas en países lejanos; y durante todo mi segundo día de vacaciones me sentí exactamente igual que cuando leía esos libros. Me levanté muy tarde. Estaba cansadísimo de todas las millas que había andado; pero, después de desayunar, encendí la pipa y volví a pasar un rato maravilloso. Era una tontería, ¿verdad?, como si pudiera haber algo exótico o fantástico en Londres.
—¿Y por qué no?
—Pues… no sé; pero después he pensado muchas veces que yo entonces era tonto. De cualquier modo, me pasé un día maravilloso, urdiendo planes, jugando como un niño a que no sabía dónde iba a aparecer ni qué me podía ocurrir. Y me daba un gusto enorme pensar que nadie sabía nada de aquello, que era un secreto sólo mío, y que, viera lo que viera, no se lo contaría a nadie. Con los libros siempre había tenido la misma sensación. Disfrutaba muchísimo leyéndolos, desde luego, pero me parecía que, si yo hubiera sido explorador, habría guardado mis descubrimientos en secreto. Si yo hubiera sido Colón, y si me hubiera sido posible, habría descubierto América yo solo y nunca se lo habría contado a nadie. ¡Imagínate qué maravilla, ir por la propia ciudad, pasear, hablar con la gente, y durante todo el tiempo saber que conoces un mundo inmenso que se extiende más allá de los mares y que nadie sospecha ni que existe! ¡Cómo me habría gustado!
»Pues así exactamente me sentía con el viaje que iba a hacer. Decidí que nadie sabría una palabra de ello, y por eso no se lo he contado a nadie hasta el día de la fecha.
—¿Pero a mí sí me lo vas a contar?
—Tú eres diferente. Pero creo que ni siquiera a ti podré contártelo todo; no porque no quiera, sino porque es imposible describir muchas cosas de las que vi.
—¿De las cosas que viste? ¿Entonces viste verdaderamente en Londres cosas extrañas y fantásticas?
—Bueno, sí y no. Todo lo que vi, o casi todo, sigue allí y lo han contemplado cientos de miles de personas. Luego descubrí que mis compañeros de oficina conocían muchos de los sitios. Y también leí después un libro que se llamaba
Londres y alrededores.
Pero no sé por qué, el caso es que ni mis compañeros ni los autores del libro parecían haber
visto
lo que yo vi. Por eso no seguí leyendo el libro; parecía como si quitase vida y alma a todos los sitios, dejándolos secos y estúpidos como pájaros disecados en un museo.
»Me pasé todo el día pensando en lo que iba a hacer y me acosté temprano para estar descansado. En realidad, sabía increíblemente poco de Londres, aunque me había pasado la vida en la ciudad, salvo alguna semana aislada de tarde en tarde. Por supuesto, conocía las calles principales: el Strand, Regent Street, Oxford Street, etc., y sabía ir a la escuela donde iba de niño y a la City. Pero sólo había utilizado unas pocas sendas, como las ovejas en las montañas, según dicen; por eso me resultaba más fácil imaginarme que iba a descubrir un mundo nuevo.
Darnell detuvo el flujo de sus palabras. Miró incisivamente a su esposa, por si la estaba aburriendo, pero vio en su rostro una mirada atenta y viva que denotaba su permanente interés. Casi parecía la mirada de quien anhelaba y medio esperaba ser iniciada en los misterios, de quien no sabía a ciencia cierta qué gran maravilla le iba a ser revelada. Estaba sentada de espaldas a la ventana abierta, recortándose sobre la dulce oscuridad de la noche, como si un pintor la hubiera retratado con una cortina de pesado terciopelo al fondo. En el suelo, caída, yacía la labor que había estado haciendo. Tenía la cabeza apoyada en las manos, una a cada lado de la cara, y sus ojos eran como los manantiales del bosque con que Darnell soñaba noche y día.
—Aquella mañana tenía en la mente todos los cuentos fantásticos que me habían contado en mi vida —prosiguió, como siguiendo el hilo de los pensamientos que habían cruzado su mente mientras mantenía los labios en silencio—. Me había acostado temprano, como te he dicho, para estar bien descansado, y puse el despertador a las tres, con objeto de iniciar la jomada a esa hora más bien insólita. Cuando me desperté, antes de que sonara el despertador, el mundo estaba en silencio y luego empezó a gorjear y a cantar un pájaro en un olmo del jardín de al lado, y me asomé a la ventana y todo estaba inmóvil y callado, y el aire de la madrugada era fino y puro, como nunca lo había sentido antes. Mi habitación daba a la parte trasera de la casa y casi todos los jardines tenían árboles, y por entre los árboles se veían las fachadas posteriores de las casas de la calle inmediata, como si fueran la muralla de una ciudad antigua; y mientras las estaba mirando salió el sol y la gran luz llegó a mi ventana y empezó el día.
»Y en cuanto salí de las pocas calles conocidas, volvió a asaltarme la misma extraña sensación que me había venido un par de días antes. No la sentí con tanta fuerza (ni tampoco olían esta vez las calles a incienso), pero sí con suficiente intensidad para hacerme ver por qué extraño mundo caminaba. Había cosas corrientes que pueden verse en cualquier calle de Londres: una enredadera o un árbol creciendo en un muro, una alondra cantando en su jaula, un curioso arbusto florido en un jardín, un tejado de forma rara o un balcón con un enrejado de hierro de dibujo singular. Seguramente no hay calle que no posea alguna de estas cosas; pero aquella mañana yo las veía como iluminadas por una luz nueva, como si llevara puestas las gafas mágicas del cuento. Y, justo como el personaje del cuento, yo seguí avanzando y adentrándome en esa nueva luz. Recuerdo que atravesé zonas de campo abierto hasta llegar a un lugar elevado, donde había charcas que rebrillaban al sol y grandes casas blancas entre pinos oscuros que se balanceaban al viento; y al iniciar el descenso por el otro lado, tomé una vereda que se apartaba del camino principal y conducía a un bosque, y junto a la vereda había una casita pequeña y sombreada que tenía una torreta en el tejado con una campanita y un porche cuyo maderamen descolorido había adquirido las tonalidades de la mar; y en el jardín crecían azucenas altísimas, como las que vimos cuando fuimos al museo de pintura; brillaban como la plata y perfumaban el aire con su dulce aroma. Desde cerca de esta casa contemplé todo el valle y las lomas lejanas que se extendían al sol. Así seguí, como te digo, andando, andando, por bosques y prados, hasta que llegué a un pueblecito que había en lo alto de un cerro, a un pueblecito lleno de casas viejas torcidas bajo el peso de los años, y el aire de la mañana estaba tan inmóvil que el humo azul de los tejados se alzaba en línea recta al cielo, y era tal el silencio que desde el fondo del valle oí una canción antigua que iba cantando un niño por las calles, a lo lejos, camino de la escuela, y cuando llegué al pueblecito, que se estaba despertando, y caminé bajo casas viejas y sombrías, empezaron a doblar las campanas de la iglesia.