Un fragmento de vida (4 page)

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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

—Sayce y yo vamos muchas veces a la City en el mismo autobús —dijo Darnell—, y últimamente hemos coincidido dos o tres veces en asientos contiguos. Creo que es viajante de una casa de artículos de cuero, de Bermondsey. Me ha dado la impresión de que es un hombre agradable. ¿No son ellos los que tienen esa criada tan guapa?

—Alice me ha hablado de ella… y de los Sayce —dijo la Sra. Darnell—. Parece que no tienen muy buena fama en el vecindario. Pero me tengo que ir a ver si está el té. Alice estará deseando irse.

Darnell la vio alejarse hacia la casa. Comprendía sólo a medias; pero podía ver el encanto de su figura, la delicia de sus rizos castaños apiñados en tomo al cuello, y volvió a sentirse como un arqueólogo ante el jeroglífico enigmático. No habría podido expresar sus emociones, pero se preguntó si alguna vez llegaría a encontrar la llave y algo le dijo que, para que ella hablara, él tenía que despegar los labios primero. Mary había entrado en la casa por la puerta de la cocina, que había quedado abierta, y la oyó decir a la criada que el agua estaba «hirviendo a todo hervir». Se sintió asombrado, casi indignado consigo mismo; pero el sonido de las palabras había llegado a sus oídos como una música extraña y evocadora, con tonos como de otra esfera, distinta y maravillosa. Y, sin embargo, él era su marido y llevaban casados casi un año; pero, a pesar de todo, siempre que ella hablaba, tenía él que atender al sentido de lo que decía, esforzándose, para no creerse que era una criatura mágica, conocedora de secretos de inconmensurable felicidad.

Miró por entre las hojas de la morera. El Sr. Sayce había desaparecido de la vista, pero aún quedaba el humo azulado de su cigarro flotando lentamente por el aire ensombrecido. Se preguntó por qué su esposa habría reaccionado así cuando él mencionó el nombre de Sayce y se estrujaba el meollo intentando averiguar qué podía fallar en el hogar de un personaje tan respetable, cuando Mary apareció en la ventana del comedor y le dijo que entrara a tomar el té. Al levantar la vista, ella le sonrió y Edward se puso apresuradamente en pie y entró en la casa, diciéndose que acaso se estaba volviendo un poco raro, tan extraños eran las oscuras emociones y los impulsos, aún más oscuros, que se alzaban desde sus profundidades.

Alice era toda púrpura brillante e intenso perfume cuando entró con la tetera y la jarrita del agua caliente. Parece que la visita que acababa de efectuar a la cocina había inspirado a la Sra. Darnell un nuevo plan para dar útil empleo a las famosas diez libras. El horno siempre le había dado problemas y, a veces, cuando entraba en la cocina y se encontraba con el fuego «rugiendo —como decía ella— hasta arriba de la chimenea», era inútil reprender a la criada por malgastar carbón. Alice admitía sin ninguna dificultad que era absurdo encender un fuego tan enorme sólo para asar un trozo de vaca o de cordero y hervir patatas y coles; pero en seguida demostraba a la Sra. Darnell que la culpa era del horno, que estaba mal hecho y «no se pone caliente». Cuando lo que cocinaban no era más que un filete o una chuleta, pasaba igual; el calor parecía irse chimenea arriba o invadir toda la habitación, y Mary había hablado varias veces a su marido del espantoso despilfarro que ello suponía, habida cuenta de que el carbón más barato que encontraban nunca costaba menos de 18 chelines la tonelada. El Sr. Darnell había escrito una vez al casero, que era constructor, el cual había respondido con una carta llena de faltas gramaticales pero perfectamente ofensiva, en la que defendía las excelencias del horno y echaba todas las culpas a «su querida esposa», con lo cual además dejaba implícito que los Darnell carecían de servidumbre y que la Sra. Darnell en persona hacía todo el trabajo doméstico.

La cocina, pues, constituía una fuente continua de incomodidades y gastos. Alice decía todas las mañanas que le había costado un esfuerzo ímprobo encender el fuego y que, una vez encendido, parecía «como si se fuera todo por la chimenea arriba». Hacía unas pocas noches, la Sra. Darnell había hablado seriamente con su marido al respecto; había ordenado a Alice pesar el carbón que había necesitado para cocinar una empanada, que es lo que tenían de cena. Deduciendo lo que había sobrado después de hecha la empanada, resultaba, al parecer, que el dichoso guiso había consumido casi el doble de combustible de lo normal.

—¿Recuerdas lo que te dije de la cocina la otra noche? —dijo la Sra. Darnell mientras le servía el té. Consideró que este modo de introducir el tema era suficiente, pues, aunque su marido era hombre muy afable, sospechaba que debía estar un poco dolido por haberse opuesto ella a su proyecto de amueblar la habitación vacía.

—¿La cocina? —dijo Darnell. Estuvo unos momentos callado mientras untaba mermelada e intentaba recordar—. No, no me acuerdo. ¿Qué noche fue?

—El martes, ¿no te acuerdas? Tuviste horas extraordinarias y llegaste bastante tarde.

Mary hizo una breve pausa, ruborizándose ligeramente; y luego empezó a recapitular las fechorías de la cocina y el desaforado gasto de carbón en que había incurrido la preparación de la empanada.

—¡Ah, ya recuerdo! Fue la noche que me pareció oír un ruiseñor (se dice que hay ruiseñores en Bedford Park) y el cielo estaba azul profundo, maravilloso.

Recordó que había vuelto paseando a casa desde la parada del autobús verde en Uxbridge Road Station y que, a pesar de las humeantes chimeneas de Acton, flotaba misteriosamente en el aire un delicado aroma de bosques y campos y verano. Hasta se imaginó que olía a las rosas rojas silvestres que crecen en los setos. Al llegar a la verja de su casa, vio a Mary en la puerta con una luz en la mano, dándole la bienvenida; él la abrazó violentamente y le susurró algo al oído, besando su perfumado cabello. Al momento se había sentido avergonzado y temeroso de haberla asustado con su impensada acción. Ella pareció confusa y trémula, pero a continuación le contó que habían pesado el carbón.

—Sí, ahora recuerdo —repitió—. Qué lata, ¿verdad? Me fastidia tirar el dinero así.

—Pues a ver qué te parece lo que te voy a decir. ¿Y si compráramos una cocina nueva, buena, con el dinero de la tía? Ahorraríamos mucho y la comida sabría mucho mejor.

Darnell le pasó la mermelada y confesó que la idea era brillante.

—Mucho mejor que la mía —dijo con toda franqueza—. Me alegro de que se te haya ocurrido. Pero tenemos que estudiarla; no hay que comprar a toda prisa. Hay muchos modelos.

Ambos habían visto cocinas que parecían artificios milagrosos, él por los alrededores de la City, ella en Oxford Street y Regent Street cuando iba al dentista. Hablaron del asunto mientras tomaban el té y, luego, dando paseos y más paseos por el jardín, al frescor del atardecer.

—Dicen que en la Newcastle puedes quemar de todo, hasta carbón de cok —dijo Mary.

—Pero la Glow ganó la medalla de oro en la Exposición de París —repuso Edward.

—¿Y qué me dices de la Eutopia Kitchener? ¿La has visto funcionar en Oxford Street? —dijo Mary—. Dicen que tiene un sistema de ventilación del horno que es único.

—El otro día estuve en Fleet Street —contestó Edward— y estuve mirando las Bliss Patent Stoves. Son las que consumen menos carbón del mercado; al menos, eso dicen los fabricantes.

Le rodeó suavemente la cintura con el brazo. Ella no pareció rechazarle, pero le susurró en voz baja:

—Me parece que la Sra. Parker está asomada a la ventana —y le apartó lentamente el brazo.

—Pero ya hablaremos de ello —dijo Edward—. No hay prisa. Yo puedo entrar en las tiendas de la City y tú en las de Oxford Street, Regent Street y Piccadilly, y luego comparamos lo que hemos visto.

A Mary le agradó mucho el buen talante de su marido. Había sido muy amable por su parte no sacar faltas al plan que le acababa de exponer. «¡Qué bien se porta conmigo!», pensó, y así mismo solía decírselo a su hermano, que no sentía demasiada simpatía por Darnell. Se sentaron muy juntos bajo la morera y Mary le permitió que le cogiera la mano, y, al sentir sus dedos tímidos y vacilantes tocándola en las sombras, los oprimió suavemente, y, mientras él le acariciaba las manos, sintió el aliento de Edward en el cuello y oyó su voz apasionada y trémula susurrando «Vida mía, vida mía», mientras sus labios le rozaban la mejilla. Mary se estremeció levemente y esperó. Edward la besó dulcemente en la mejilla y retiró la mano, y cuando habló estaba sin aliento:

—Más vale que nos metamos en casa —dijo—. Hay mucha humedad y puedes coger un resfriado.

Les llegó una ráfaga de viento cálido y aromático. Él hubiera deseado pedirle a Mary que se quedara con él toda la noche en el jardín, bajo el árbol, para poder hablar en voz bajita e íntima, para que el perfume de sus cabellos lo embriagara y para sentir el roce de su vestido en los tobillos. Pero no supo encontrar las palabras y además era absurdo, y ella era tan dulce que habría hecho lo que él le hubiera pedido, por muy disparatado que fuera, sólo porque se lo había pedido él. No era merecedor de besarla en la boca, pero se inclinó y besó su corpiño de seda, y volvió a darse cuenta de que ella se estremecía, y se sintió avergonzado, temiendo haberla asustado.

Entraron, juntos y despacito, en la casa y Darnell encendió la luz de gas de la salita donde siempre pasaban la tarde del domingo. La Sra. Darnell se sentía un poco fatigada y se tumbó en el sofá, y Darnell se sentó en una butaca que había enfrente. Durante un rato permanecieron en silencio, pero de pronto Darnell dijo:

—¿Qué es lo que pasa con los Sayce? Me ha dado la impresión de que ves algo raro en ellos. Su criada parece muy tranquila.

—Oh, que yo sepa no hay que prestar oídos a los comadreos de la servidumbre. No siempre dicen la verdad.

—Te lo contó Alice, ¿verdad?

—Sí. Me estuvo hablando el otro día después de comer, que estuve en la cocina.

—¿Y qué te contó?

—Oh, prefiero no decírtelo, Edward. No es agradable. Regañé a Alice por habérmelo contado.

Darnell se levantó, cogió una silla pequeña y frágil y se sentó junto al sofá.

—Cuéntamelo —repitió con extraña perversidad. No es que le importara lo que había sucedido en casa de los vecinos, pero recordaba el rubor que había cubierto las mejillas de su esposa hacía un rato, y ahora la miró a los ojos.

—Oh, en realidad no puedo contártelo, querido. Me daría mucha vergüenza.

—Pero eres mi mujer.

—Sí, pero da igual. A las mujeres no nos gusta hablar de esas cosas.

Darnell agachó la cabeza. El corazón le latía fuertemente; puso la oreja junto a la boca de Mary y dijo:

—Cuéntamelo al oído.

Dulcemente Mary atrajo aún más su cabeza hacia sí. Las mejillas le ardían cuando susurró:

—Dice Alice que… en el piso de arriba… sólo tienen… una habitación amueblada. Se lo dijo la propia criada.

Con un gesto inconsciente, oprimió la cabeza de Edward contra su seno, y él, a su vez, inclinaba la cabeza de ella para aproximar sus rojos labios a los suyos, cuando un sonido violento rompió el silencio de la casa. Se irguieron ambos y la Sra. Darnell acudió presurosa a abrir la puerta.

—Es Alice —dijo—. Siempre tan puntual. Acaban de dar las diez.

Darnell hizo un gesto de fastidio. Sabía que había estado a punto de despegar los labios. El bonito pañuelo de Mary, delicadamente perfumado con un frasquito que le había regalado una compañera de colegio, yacía en el suelo y él lo recogió, lo besó y se lo guardó.

El asunto de la cocina les mantuvo ocupados durante el mes de junio y gran parte de julio. La Sra. Darnell aprovechó todas las oportunidades de ir al West End e investigar las características de las últimas marcas de cocinas, sopesando gravemente sus ventajas y escuchando todas las explicaciones que le daban los vendedores. Por su parte, Darnell, como decía él, mantenía «los ojos bien abiertos» en la City. Acumularon una amplia información sobre el tema, pues trajeron infinidad de folletos ilustrados, y por las noches era divertido mirar los grabados. Así contemplaron, con reverencia e interés, dibujos de enormes cocinas diseñadas para hoteles e instituciones públicas, poderosas máquinas provistas de numerosos hornos, cada uno de los cuales estaba destinado a un uso distinto, y de maravillosas parrillas y baterías de accesorios que parecían investir al cocinero con casi toda la dignidad de un jefe de máquinas. Pero cuando, en uno de los folletos, se encontraron con imágenes de unas cocinas como de juguete, para casitas de campo, que costaban cuatro libras o incluso tres libras diez, se mostraron despectivos, desde la superioridad de los artefactos de ocho o diez libras que habían decidido comprar, una vez realizada una concienzuda criba de las diversas marcas.

Durante mucho tiempo, la Raven fue la favorita de Mary. Prometía el máximo ahorro con la máxima eficacia, y muchas veces habían estado a punto de encargarla. Pero la Glow parecía igualmente seductora y sólo costaba ocho libras con cinco chelines frente a las nueve libras siete chelines y seis peniques de la Raven. Y, aunque esta última casa era proveedora de las Cocinas Reales, la Glow se ufanaba de poseer más testimonios favorables de potentados continentales.

El debate parecía interminable y había durado un día tras otro hasta aquella mañana en que Darnell soñara con el bosque antiguo y los manantiales de los que se alzaba una neblina vaporosa bajo el calor del sol. Mientras se vestía, tuvo una idea y se la comunicó a Mary, mientras desayunaba a toda prisa, inquieto por el recuerdo de que el autobús de la City pasaba por la esquina de su calle a las 9.15.

—Aquí tengo una idea que mejora tu plan —dijo triunfalmente—. Mira esto —y arrojó un folleto sobre la mesa.

Se rió.

—Esta idea derrota a la tuya. En definitiva, el gasto principal es el carbón. La cocina, no; por lo menos, no es la verdadera causante del perjuicio. Es el carbón, que es muy caro. Y ahora mira esas cocinas. Son de petróleo. No son de carbón, sino del combustible más barato del mundo: de petróleo. Y por dos libras diez puedes tener una cocina que te sirva para todo lo que necesites.

—Dame el folleto —dijo Mary— y ya hablaremos esta noche, cuando vuelvas. ¿Te vas ya?

Darnell lanzó una mirada angustiada al reloj.

—Adiós —y ambos se besaron seria y respetuosamente. Pero los ojos de Mary le hicieron recordar aquellos solitarios manantiales ocultos en la espesura de los bosques ancestrales.

Así, día tras día, seguía viviendo en ese mundo gris y fantasmal, análogo a la muerte, que de algún modo ha conseguido que le llamemos vida la mayoría de nosotros. A Darnell la verdadera vida le habría parecido locura y cuando, alguna vez, vagas imágenes y sombras de su esplendor cruzaban por su camino, él se asustaba y se refugiaba, como él mismo habría dicho, en la sensata «realidad» de los incidentes e intereses comunes y usuales. El absurdo resultaba tal vez más llamativo, porque, en su caso, la «realidad» era cosa de cocinas y de ahorrar unos pocos chelines; pero la verdad es que el disparate habría sido mayor si hubiera tenido que ver con cuadras de carreras, yates de vapor y muchos miles de libras.

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