Un fragmento de vida (11 page)

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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

Así, juntos, estaban sentados ambos el viernes por la tarde de la semana que había comenzado con aquella extraña y casi olvidada visita de la Sra. Nixon, cuando, para fastidio de Darnell, sonó un discordante timbrazo en la puerta principal y apareció Alice, un tanto confusa, para anunciar que un caballero deseaba ver al señor. Darnell entró en el saloncito, donde Alice había abierto de tal modo la espita del gas que la luz arrojaba llamaradas con un bramido de torrente, y bajo esta luz distorsionante aguardaba un caballero recio y entrado en años, cuyo semblante le resultaba enteramente desconocido. Darnell le miró desconcertado y vaciló, a punto de hablar, pero el visitante le quitó la palabra.

—Usted no me conoce, pero espero que sí conocerá mi nombre. Me llamo Nixon.

No esperó a ser interrumpido. Se sentó y lanzóse al relato. Tras sus primeras palabras, Darnell, a quien no cogían muy de sorpresa, escuchó con asombro.

—Y en pocas palabras —recapituló Nixon—, que está completamente loca la pobre y hemos tenido que internarla hoy mismo.

Se le quebró la voz durante un instante y se enjugó disimuladamente los ojos, pues, aunque robusto por naturaleza y triunfador en la vida, no dejaba de ser hombre sensible que además quería sinceramente a su mujer. Había hablado con rapidez, sin apenas entrar en detalles que habrían interesado a los especialistas en ciertas clases de manía, y Darnell se sintió apenado por el sufrimiento que el Sr. Nixon evidenciaba.

—He venido a verle —prosiguió éste tras una breve pausa— porque descubrí que ella había estado aquí el domingo pasado y me imaginé más o menos lo que les habría contado.

Darnell le enseñó la hojilla profética que se le había caído a la Sra. Nixon en el jardín.

—¿Sabe usted algo de esto? —preguntó.

—¡Oh,
ése
! —exclamó el viejo con cierta animación en la voz—. ¡Oh, sí! Anteayer le molí a palos a
ése.

—¿Pero está loco? ¿Quién es?

—No está loco: es malo. Es un sinvergüenza, un miserable galés llamado Richards. Desde hace unos pocos años dirige una especie de capilla ahí por New Barnet, y mi pobre esposa, que se conoce que la iglesia parroquial no le parecía bastante, llevaba los últimos doce meses yendo por el templo de esa maldita secta. Eso fue lo que acabó de desequilibrarla. Sí, anteayer le molí a palos a
ése,
y no me da miedo que me lleve al juzgado. A ése le conozco yo y él sabe que le conozco.

El viejo Nixon susurró en el oído de Darnell y rió entre dientes al repetir por tercera vez su fórmula:

—A palos le molí a
ése
anteayer.

Darnell sólo pudo murmurar algunas condolencias y expresar su confianza en que la Sra. Nixon se recobrase.

El viejo movió negativamente la cabeza.

—Me temo que no hay esperanzas —dijo—. He pedido consejo a los mejores médicos, pero no pueden hacer nada, y así me lo han dicho.

A continuación pidió ver a su sobrina y Darnell salió y preparó a Mary lo mejor que pudo. A ella le costó creer que su tía estuviera loca de remate, pues la Sra. Nixon, habiendo sido extremadamente estúpida durante toda su vida, había logrado pasar sin ningún esfuerzo, entre familiares y amigos, por una persona proverbialmente sensata. En la familia Reynolds, como en la gran mayoría de nosotros, la falta de imaginación se toma siempre por cordura, y aunque muchos de nosotros no han oído nunca hablar de Lombroso, somos sus conversos confeccionados a medida. Siempre hemos creído que los poetas están locos, y aunque desgraciadamente las estadísticas demuestran que pocos de ellos han sido realmente inquilinos auténticos de los asilos de lunáticos, alivia saber que casi todos han tenido tos ferina, enfermedad que sin duda constituye, como la intoxicación, una locura menor.

—¿Pero realmente es verdad? —preguntó por fin ella—. ¿Estás seguro de que no te ha engañado el tío? La tía siempre parecía tan sensata…

Al fin, fortalecida por el recuerdo de que la tía Marian solía levantarse todas las mañanas muy temprano, entró con su marido en el salón y se enfrentó al viejo. La sinceridad y delicadeza de éste, que eran evidentes, fueron ablandando a Mary aunque su creencia en las fábulas de su tía todavía tardó en desvanecerse plenamente. Cuando se despidió el visitante, ya había quedado convenido que volvería a verlos otro día.

La Sra. Darnell dijo que se sentía agotada, y se acostó; y Darnell volvió al jardín y empezó a pasear de arriba abajo, poniendo en orden sus ideas. El inmenso alivio experimentado al enterarse de que finalmente la Sra. Nixon no vendría a vivir con ellos le obligó a reconocer que, pese a su sometimiento, había sentido verdadero pánico ante tal eventualidad. Ahora se le había quitado ese peso de encima y tenía libertad para volver a considerar su propia vida sin referencia a la grotesca intrusión que la había amenazado. Lanzó un suspiro de alegría y, paseando de un extremo a otro del jardín, saboreó el aroma de la noche que, aunque llegaba débilmente en aquel barrio aprisionado entre ladrillos, le trajo, de años remotos, el recuerdo de cómo huele de noche el mundo, según él había sabido durante aquellas breves vacaciones campestres de su infancia: olor que emanaba de la tierra cuando la llama del sol se ha hundido tras la montaña y el resplandor del crepúsculo palidece en el cielo y en los campos. Y al recuperar estos sueños perdidos de un país encantado, le vinieron otras imágenes de su infancia, olvidadas y sin embargo no olvidadas, que residían inadvertidas en zonas oscuras de la memoria, pero prestas a ser evocadas. Recordó una fantasía que le había perseguido durante largo tiempo. Tumbado medio dormido en el bosque, durante una siesta calurosa de aquella memorable estancia en el campo, había «jugado» a que de las nieblas azules y de la luz verde tamizada por las hojas surgía una diminuta compañera que se le acercaba: una chiquilla de color blanco y largos cabellos negros, que estuvo jugando con él y le susurró secretos al oído, mientras el Sr. Darnell, su padre, dormía bajo un árbol; y desde aquella tarde de verano la figurilla blanca había permanecido a su lado día tras día; lo había visitado en el erial de Londres, e incluso en años recientes le había venido alguna vez la sensación de su presencia en medio del acaloramiento y bullicio de la City. Recordaba bien su última visita; ocurrió pocas semanas antes de casarse, y de las profundidades de alguna tarea trivial levantó la mirada atónita y se preguntó por qué de pronto el aire olía a hojas verdes, por qué llegaban a su oído el murmullo de los árboles y el rumor del río entre los juncos; y entonces ese súbito embeleso al que había dado nombre e individualidad le poseyó por completo. Supo entonces cómo la embotada carne de un hombre puede convertirse en fuego; y ahora, mirando desde un nuevo punto de vista hacia el recuerdo de ésta y otras vivencias, comprendió hasta qué punto todo lo que era real en su vida había sido mal acogido, no deseado por él, y le había acontecido, tal vez, en virtud de cualidades puramente negativas por su parte. Y sin embargo, al reflexionar, vio que a todo lo largo de su vida se extendía una cadena de testigos: una y otra vez habían susurrado en su oído voces que hablaban un lenguaje extraño que él ahora reconocía como lengua materna; la calle vulgar nunca le había negado visiones de su verdadera tierra natal; y en todas las vueltas y revueltas del mundo vio que había habido emisarios prestos a guiar sus pasos por el camino del gran viaje.

Una o dos semanas después de la visita del Sr. Nixon, Darnell se tomó sus vacaciones anuales.

Desde luego había quedado descartado todo veraneo en Walton-on-the-Naze o sitios parecidos, pues él había aceptado con gusto la propuesta de su mujer, que quería guardar una suma importante por si venían malos días. Pero todavía hacía muy buen tiempo y él dedicó sus vacaciones a holgar en el jardín, a la sombra del árbol, o a callejear sin prisa ni rumbo por los barrios periféricos del oeste de Londres, sintiendo a veces la vieja sensación de que tras los velos sucios y empañados de interminables calles grises se esconde una belleza inefable. En cierta ocasión, un día que llovía intensamente, se metió en el cuarto trastero y empezó a revolver entre los papeles del viejo baúl de crin: anotaciones, recortes y otros retales de la historia familiar, algunos del puño y letra de su padre, otros escritos en tinta ya descolorida, y también había unos pocos dietarios de bolsillo cubiertos de una escritura aún más antigua, y en éstos la tinta estaba más negra y brillante que cualquiera de las que venden hoy día en las papelerías. Darnell había colgado en esta habitación el retrato del antepasado, y había comprado una sólida mesa de cocina y una silla; de modo que a la Sra. Darnell, al verle allí consultando sus viejos documentos, se le había pasado por el magín la posibilidad de llamar a esa habitación «el estudio del Sr. Darnell». Hacía muchos años que éste no ponía la vista encima de aquellas reliquias familiares, pero desde el día en que una lluviosa mañana le enviara a ellas, siguió investigándolas con asiduidad hasta el final de las vacaciones. Era un nuevo tema de interés para él, y empezó a hacerse una vaga imagen de sus antecesores y de la vida que habían vivido en aquel antiguo caserón gris, en aquel valle con un río, en aquella tierra occidental de manantiales y arroyos y bosques antiguos y sombríos. Y en aquellos descabalados legajos de viejos papeles olvidados había cosas más extrañas que meras notas sobre la historia de la familia, y cuando volvió a su trabajo en la City algunos de sus compañeros le notaron vagamente cambiado, sin saber en qué; pero cuando le preguntaron que dónde había estado y qué había hecho, se limitó a reír. Por su parte, Mary observó que su marido se pasaba todas las tardes una hora por lo menos en el trastero, y lamentaba la pérdida de tiempo que suponía leer antiguos papelotes sobre personas que ya no vivían. Y una tarde que habían salido juntos a dar un paseo (más bien lúgubre) hacia Acton, Darnell se paró ante una cochambrosa librería de lance, y tras escrutar las hileras de tomos raídos que había en el escaparate, entró y compró dos volúmenes. Resultaron ser un diccionario y una gramática de latín, y la asombrada esposa oyó a su marido declararle la intención de aprender dicho idioma.

Pero, verdaderamente, en toda la conducta de él percibía Mary cierta alteración imprecisable; y empezó a alarmarse un poco, aunque casi no habría podido formular sus temores en palabras. Pero sabía que, de un modo indefinido y fuera del alcance de sus pensamientos, sus vidas habían cambiado desde el verano y ni una sola cosa parecía exactamente como antes. Si echaba una mirada a la lúgubre vía pública de escasos paseantes, veía que era la misma de siempre, pero, sin embargo, que estaba cambiada, y si abría la ventana por la mañana temprano, el aire que entraba en la habitación traía un hálito distinto y le transmitía un mensaje que no podía descifrar. Y los días siguieron su curso, y ni siquiera las cuatro paredes le resultaban plenamente familiares, y las voces de la gente sonaban extrañas, como con ecos de una música venida a través de montañas desconocidas. Y día tras día, mientras cumplía con sus obligaciones caseras e iba de tienda en tienda por aquella red de calles tristes, por aquel laberinto fatal de gris desolación, le venían imágenes de algún otro mundo, como si fuera caminando por un sueño y en cualquier momento pudieran producirse la luz y el despertar, y entonces se desvanecería aquel mundo gris y aparecerían gloriosas regiones largo tiempo anheladas. Una y otra vez le parecía como si lo que estaba oculto fuera a revelarse incluso al lento testimonio de los sentidos; y mientras se afanaba por las calles de aquel suburbio lúgubre y cansado, y contemplaba aquellos grises muros materiales, le parecía como si tras de ellos resplandeciera una luz, y una y otra vez le venía la mística fragancia del incienso, como en una brisa llegada de allende las fronteras de ese mundo que no es tanto impenetrable como inefable, y su oído percibía como el fantasma de un cántico que le hablaba de coros ocultos en todos los caminos de su vida. Ella luchaba contra estas sensaciones, negándose a aceptar su testimonio, pues durante trescientos años todo el peso de la opinión acreditada se ha dirigido a infamar y destruir el conocimiento real, y tan bien lo ha logrado que sólo podemos recuperar la verdad a través de mucho sufrimiento. Y así pasaba Mary los días, en extraña turbación, aferrándose a cosas corrientes y a pensamientos comunes, como si temiera despertarse una mañana en un mundo desconocido y a una vida cambiada. Y Edward Darnell siguió yendo día tras día a su trabajo y regresando por la tarde, siempre con aquel resplandor en la mirada y en el rostro, con aquella expresión de maravillado asombro que aumentaba cada día, como si el velo se estuviera volviendo para él más transparente y pronto fuera a desaparecer.

De estas grandes cuestiones que se les planteaban tanto a ella como a su marido, Mary prefirió no darse por enterada, temerosa, tal vez, de que si empezaba a formularse la pregunta, la respuesta resultara demasiado fantástica. Lo que hizo fue aplicarse a estar siempre atareada o preocupada por pequeñas cosas; se preguntaba qué atractivo podían tener los antiguos documentos que Edward, suponía ella, investigaba meticulosamente noche tras noche en la fría habitación del piso de arriba. Una vez, a invitación de Darnell, les había echado un vistazo, pero no descubrió en ellos nada de interés; había un par de toscos bocetos a plumilla que representaban el viejo caserón del oeste: parecía una construcción disforme y fantástica, provista de extraños pilares y ornamentos aún más extraños en el saliente pórtico; por una de sus vertientes el tejado llegaba casi hasta el suelo, y en el centro, sobre el resto del edificio, se elevaba lo que casi podía considerarse una torre. También había documentos que aparentemente sólo contenían nombres y fechas y algún que otro escudo de armas dibujado al margen, y se topó con una interminable letanía de salvajes nombres galeses unidos entre sí por la palabra «ap». Había un papel cubierto de signos y figuras que nada significaban para ella, y también estaban los dietarios de bolsillo, cuyas páginas cubiertas de caligrafía antigua contenían textos escritos muchos de ellos en latín (según decía su marido): en suma, se trataba de una colección de documentos tan desprovistos para ella de significado como un tratado de secciones cónicas. Pero noche tras noche Darnell se encerraba con aquellos enmohecidos legajos, y cuando volvía junto a ella, su rostro resplandecía más que nunca con la luz de estar viviendo una gran aventura. Y una noche ella le preguntó qué es lo que tanto le interesaba de aquellos papeles que le había enseñado.

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