Read La palabra se hizo carne Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (2 page)

Sin quererlo, acudió a su mente una abrumadora instantánea de su madre, tirada en una silla, mirándolo con unos ojos vacíos que no lo reconocían.

—¿Guido? —oyó que alguien le decía, y se volvió para ver el rostro familiar de Rizzardi.

—¿Se encuentra bien?

Brunetti forzó una sonrisa y respondió:

—Sí. Sólo trataba de recordar dónde lo había visto.

—Deje de pensar en ello un instante y tal vez se acuerde —sugirió Rizzardi—. A mí siempre me pasa. Cuando no acierto a recordar cómo se llama alguien, me pongo a repasar el alfabeto: A, B, C; y al llegar a la inicial del nombre, me viene a la memoria.

—¿Será la edad? —preguntó Brunetti con una fingida falta de interés.

—Eso espero —contestó Rizzardi a la ligera—. Yo tenía una memoria prodigiosa en la Facultad de Medicina; es indispensable para retener todos esos huesos, nervios, músculos…

—Enfermedades —sugirió Brunetti.

—Sí, eso también. El mero hecho de recordar cada una de las partes de todo esto —dijo el patólogo extendiendo las manos al frente a la altura del cuerpo— ya es un triunfo. —Luego reflexionó—: Lo que hay dentro, eso, es un milagro.

—¿Un milagro?

—En cierto modo. Algo maravilloso. —Rizzardi miró a su compañero y debió de haber visto algo que le gustó, o que le inspiró confianza, porque continuó diciendo—: Si lo piensa bien, actos tan ordinarios como sostener un vaso, atarnos los zapatos, silbar… Todos son pequeños milagros.

—Entonces ¿por qué hace usted lo que hace? —inquirió Brunetti sorprendiéndose a sí mismo con la pregunta.

—¿El qué? No lo entiendo.

—Trabajar con personas cuando los milagros se han extinguido —explicó Brunetti a falta de una manera mejor de decirlo.

Se hizo un largo silencio, hasta que Rizzardi contestó:

—Nunca me lo había planteado así. —Bajó la mirada a las manos, las volteó y se contempló las palmas un instante—. Tal vez porque lo que hago me permite ver con mayor claridad cómo funcionan las cosas, las cosas que hacen posibles los milagros.

De pronto, como turbado por lo que acababa de decir, Rizzardi entrecruzó las manos y retomó el hilo de la conversación:

—Según me dijeron, no llevaba documentos ni identificación. Nada.

—¿Ropa?

Rizzardi se encogió de hombros.

—Los traen aquí desnudos. Sus agentes lo habrán llevado todo al laboratorio.

Brunetti emitió un sonido de conformidad o comprensión, o tal vez de agradecimiento.

—Iré a echar un vistazo. El informe que leí decía que encontraron el cuerpo hacia las seis.

Rizzardi meneó la cabeza.

—No sé nada de eso, sólo que ha sido el primero del día.

Sorpresa. Después de todo, aquello era Venecia. Brunetti preguntó:

—¿Cuántos más ha habido?

Rizzardi señaló con la cabeza las dos figuras que yacían cubiertas con sábanas al otro lado de la sala.

—Esos ancianos.

—¿Cómo de ancianos?

—El hijo dice que su padre tenía noventa y tres años, y su madre, noventa.

—¿Qué ocurrió? —inquirió Brunetti. Había leído los periódicos aquella mañana, pero no se mencionaba nada sobre sus muertes.

—Uno de ellos preparó un café anoche, la cafetera estaba en el fregadero. La llama se apagó, y el gas siguió saliendo. Era una cocina vieja, de esas que se encienden con cerillas.

Antes de que Brunetti pudiera abrir la boca, Rizzardi prosiguió:

—El vecino de arriba olió el gas y llamó a los bomberos. Cuando llegaron, se encontraron todo el piso inundado de gas y los cuerpos de los ancianos tendidos sobre la cama. Tenían los platillos y las tazas de café al lado.

Al ver que Brunetti permanecía en silencio, Rizzardi agregó:

—Suerte que aquello no llegó a saltar por los aires.

—Extraño lugar para tomarse un café —comentó Brunetti.

Entonces Rizzardi miró a su compañero con perspicacia.

Ella padecía Alzheimer y él no tenía dinero para ingresarla en ningún sitio. El hijo vive con sus tres criaturas en Mogliano, en un apartamento de dos habitaciones.

Brunetti guardó silencio.

—Por lo que el hijo me contó —continuó Rizzardi—, su padre dijo que no podía seguir cuidando de ella, no como era necesario.

—¿Dijo?

—Dejó una nota. No quería que la gente pensara que empezaba a perder la memoria y se había dejado abierta la llave del gas. —Rizzardi se alejó de los muertos para dirigirse a la puerta—. Él tenía una pensión de quinientos doce euros, y ella, de quinientos ocho. —Luego, a modo de juicio final, sentenció—: Pagaban setecientos cincuenta euros al mes por el alquiler.

—Ya —observó Brunetti.

Rizzardi abrió la puerta y lo acompañó al pasillo del hospital.

2

Mientras avanzaban por el pasillo en un silencio cómplice, Brunetti se debatía entre sus propios miedos, el destino de su madre y el discurso de Rizzardi sobre los «milagros». Aunque, ¿quién mejor para dárselo que alguien que los tenía cada día entre las manos?

Entonces pensó en la nota que el anciano había dejado a su hijo, palabras sinceras sobre algo tan terrible para Brunetti que no soportaba mencionarlo. Quitarse la vida había sido un acto voluntario, y el anciano lo había decidido por los dos; pero antes había preparado café. Sacudiendo la cabeza, Brunetti liberó su mente de la imagen del dormitorio donde la pareja de ancianos se había tomado el café y de la inevitable decisión que los había llevado de aquel lugar a la fría sala de autopsias donde él los había visto.

Se volvió hacia Rizzardi y preguntó:

—¿Cree usted que yo podría usar esa enfermedad de Marlung, si es que el hombre estaba en tratamiento, para averiguar su identidad?

—Madelung —corrigió Rizzardi automáticamente. Y prosiguió—: Debería enviar una solicitud oficial de información a los hospitales donde se investiguen enfermedades genéticas, junto con una descripción del sujeto. —Tras un instante de reflexión, agregó—: Suponiendo que se la hubieran diagnosticado, claro.

Recordando al hombre que había visto sobre la mesa, Brunetti se extrañó:

—Pero ¿cómo no iba a estarlo? Quiero decir, diagnosticado. Usted ha visto su cuello, ha visto el tamaño que tiene.

Rizzardi se detuvo ante la puerta de su despacho, se giró hacia Brunetti, y dijo:

—Guido, hay gente ahí fuera con síntomas de enfermedad grave tan evidentes que pondrían los pelos de punta a cualquier médico que los viera.

—¿Y?

—Simplemente se dicen a sí mismos que no es nada, que se les pasará si no hacen caso. Dejarán de toser, el sangrado cesará, lo que tienen en la pierna desaparecerá.

—¿Y?

—Pues que a veces se les pasa, y a veces no.

—¿Y si no se les pasa?

—Entonces los veré yo —contestó Rizzardi con el semblante serio. Sacudió la cabeza igual que Brunetti, como queriendo librarse él también de ciertos pensamientos, y añadió—: Conozco a una persona en Padua que podría saber algo sobre Madelung. La llamaré. Ése es el lugar adonde iría alguien del Véneto.

«¿Y si no es del Véneto?», se preguntó Brunetti, sin decir nada al patólogo. Se limitó a darle las gracias y lo invitó a tomar un café en el bar de abajo.

—No, gracias. Mi vida, como la suya, está llena de documentos e informes, y había pensado perder el resto de la mañana leyendo unos y redactando otros.

Brunetti aceptó su decisión con un gesto de asentimiento y se dirigió a la entrada principal del hospital. Llevar una vida sana no lograba contrarrestar los efectos de su imaginación: Brunetti solía sucumbir a los ataques de enfermedades a las que no se había expuesto y de las que no presentaba síntomas. Paola era la única persona con la que había hablado del tema, aunque su madre, cuando aún tenía uso de razón, también lo sabía, o al menos lo sospechaba. Paola consiguió ver lo absurdo de su aprensión: llamarlo miedo era excesivo, ya que una parte importante de él nunca se convencía de que estaba enfermo.

Su imaginación descartaba ridiculeces como enfermedades coronarias o gripes, y a menudo subía el listón para atribuirse el virus del Nilo Occidental o la meningitis. Una vez, incluso la malaria. La diabetes, pese a ser una gran desconocida en su familia, también era un viejo fantasma que lo acechaba. Una parte de él sabía que aquellas enfermedades servían de pararrayos mental para impedir que la menor pérdida de memoria, por momentánea que fuera, se convirtiera en el primer síntoma de lo que realmente padecía. Mejor pasar una noche en vela cavilando sobre los extraños síntomas del dengue que no alarmarse por no recordar el número de
telefonino
de Vianello.

Brunetti desvió sus pensamientos hacia el hombre del cuello: había empezado a llamarlo así. Si sus ojos eran azules, él tenía que haberlos visto en algún lugar o en alguna fotografía; ninguna otra cosa podría explicar su certeza.

Con la mente en piloto automático, Brunetti siguió su camino hacia la
questura.
Al atravesar Rio di San Giovanni, observó la superficie del agua en busca de las algas que, en los últimos años, habían ido abriéndose paso hacia el centro de Venecia. Consultó su mapa mental e imaginó que se dejarían arrastrar por Rio di Greci para llegar hasta allí. Montones de algas invadían los canales desde Riva degli Schiavoni: no necesitaban fuertes mareas para internarse en las entrañas de la ciudad.

Entonces las divisó, manchas indómitas que flotaban hacia él con la marea entrante. Recordó que, una década atrás, había en la laguna unas barcas de morro chato con palas frontales que engullían ingentes cantidades de algas marinas. ¿Dónde estaban y qué hacían ahora aquellas barquitas estrafalarias, torpes y canijas pero tan vorazmente necesarias? La semana anterior, cuando había cruzado la vía elevada en tren, había visto enormes islas de algas flotantes a ambos lados. Las lanchas las esquivaban, los pájaros las evitaban, nada sobrevivía bajo su manto. ¿Nadie más se daba cuenta, o es que todo el mundo fingía no verlas? ¿O quizá la jurisdicción de las aguas de la Laguna estaba dividida entre autoridades enfrentadas —la ciudad, la región, la provincia, la Magistratura de las Aguas—, tan parcelada e inaccesible que no daba pie a ninguna actuación?

Mientras Brunetti caminaba, se desataba en su interior un torrente de pensamientos. Ya le había pasado antes, cuando se topaba con una persona a la que había conocido en algún lugar y a veces la saludaba sin recordar quién era. Muchas veces, el reconocimiento físico venía acompañado de un aura emocional —no se le ocurría un término mejor— que esa persona había dejado en él. Sabía que le caía bien o mal, aunque el porqué había desaparecido con su identidad.

Ver al hombre del cuello —debería dejar de llamarlo así— le había turbado, porque el aura emocional que acompañaba al recuerdo del color de sus ojos era inquietante y traía consigo la sensación de que Brunetti deseaba ayudarlo. Era imposible resolver aquel misterio. El lugar en el que acababa de ver a aquel hombre dejaba claro que alguien no lo había ayudado o que ni él mismo había podido ayudarse, pero de nada servía reconstruir ahora si el deseo de ayudarlo había despertado en Brunetti al verlo o al recordarlo.

Dándole aún vueltas al asunto, entró en la
questura
y se dirigió hacia su despacho. Cuando se disponía a subir el tramo final de escaleras, dio media vuelta y accedió al espacio que compartían los miembros de la rama uniformada. Pucetti estaba sentado ante su ordenador, con la atención puesta en la pantalla, y parecía que sus manos volaran sobre el teclado. Brunetti se detuvo justo en el umbral de la puerta. Pucetti bien podría haber estado en algún otro planeta, por lo poco consciente que parecía de la oficina en la que se encontraba.

Mientras Brunetti observaba, el cuerpo de Pucetti se tensaba cada vez más, la respiración se le entrecortaba. El joven agente empezó a murmurar para sus adentros, o tal vez para el ordenador. Sin previo aviso, el rostro de Pucetti se relajó, luego su cuerpo. Apartó las manos del teclado, se quedó mirando la pantalla un momento y a continuación alzó la mano derecha con el índice extendido, para pulsar una sola tecla como un pianista de jazz que toca la última nota sabiendo que pondrá al público a sus pies.

La mano de Pucetti rebotó en el teclado y se detuvo olvidada a la altura de la oreja; sus ojos seguían clavados en la pantalla. Lo que vio lo puso en pie, con los brazos alzados por encima de la cabeza en ese gesto de atleta triunfal que Brunetti siempre había visto en las páginas de deportes.

¡Ya te tengo, cabrón! —gritó el joven agente, agitando salvajemente los puños sobre la cabeza y balanceándose sobre los pies. Aquello no era una danza guerrera, pero se le parecía. Alvise y Riverre, que estaban juntos al otro lado de la oficina, se giraron hacia el ruido y el movimiento con evidente sorpresa.

Brunetti cruzó el umbral y entró en la oficina.

—¿Se puede saber qué ha hecho, Pucetti? ¿A quién tiene?

Pucetti, radiante, con una mezcla de triunfo y alegría que le quitó diez años de encima, se volvió hacia su superior.

—A esos cabrones del aeropuerto —contestó, subrayando aquellas palabras con dos rápidos ganchos lanzados al aire.

—¿Al personal de equipajes? —preguntó Brunetti, aunque no era necesario. Llevaba casi una década investigándolos y arrestándolos.

—Sí. —Pucetti no pudo reprimir un grito de victoria, y sus pies danzarines dieron otros dos pasos triunfales.

Alvise y Riverre se acercaron movidos por la curiosidad.

—Pero ¿qué ha hecho? —insistió Brunetti.

Conteniéndose, Pucetti juntó los pies y bajó las manos.

—He conseguido… —empezó, y luego, al ver a sus compañeros, continuó, bajando la voz— cierta información sobre uno de ellos, señor.

El entusiasmo desapareció de la mirada del joven agente. Brunetti captó la indirecta y reaccionó con fingida indiferencia.

—Pues bien por usted. Ya me lo explicará algún día. —Y entonces se dirigió a Alvise—: ¿Podría subir a mi despacho un momento? —No tenía ni idea de qué decirle, dada la poca capacidad de comprensión del agente; pero Brunetti sabía que debía mantener a los dos agentes lo bastante ocupados para impedir que prestaran atención o atribuyeran alguna importancia a lo que Pucetti había descubierto.

Alvise saludó y le echó a Riverre una mirada no exenta de presunción.

—Riverre —dijo Brunetti—, ¿podría bajar y preguntarle al hombre que hay en la puerta si ha llegado algún paquete para mí? —En previsión de lo inevitable, añadió—: Si no ha llegado, no se moleste en venir a decírmelo. Ya llegará mañana.

Other books

Razing Beijing: A Thriller by Elston III, Sidney
(Never) Again by Theresa Paolo
Hannah Howell by Highland Hearts
The Velvet Glove by Mary Williams
Painless by S. A. Harazin
Six White Horses by Janet Dailey