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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (3 page)

A Riverre le encantaban los recados y, mientras fueran sencillos y estuvieran bien explicados, podía realizarlos sin problemas. Él también saludó y se dirigió hacia la puerta, mientras Brunetti se lamentaba por no haber pensado en algo mejor que los mantuviera alejados.

—Venga conmigo, Alvise —ordenó.

Cuando Brunetti conducía a Alvise hacia la puerta, Pucetti se sentó frente a su ordenador y pulsó unas cuantas teclas; el comisario vio que la pantalla se apagaba.

3

A Brunetti le pareció perversamente adecuado subir las escaleras con Alvise, ya que se le solía hacer cuesta arriba entablar conversación con él. Procuró ascender al mismo ritmo que el lento agente para disimular la diferencia de altura.

—Quería preguntarle —se inventó Brunetti cuando llegaban a la cima— cómo está el ánimo de los agentes.

—¿«Ánimo», señor? —preguntó Alvise con impaciente curiosidad. Para mostrar su predisposición a cooperar, añadió una sonrisa nerviosa para sugerir que lo haría en cuanto hubiera comprendido lo que le acababa de decir.

—Si se sienten a gusto aquí, con su trabajo —explicó Brunetti, tan poco seguro como Alvise parecía estarlo de lo que quería decir con «ánimo».

Alvise se esforzó por conservar la sonrisa.

—Como conoce a muchos de ellos desde hace tiempo, pensé que habrían hablado con usted.

—¿Sobre qué, señor?

Brunetti se preguntó si alguien en plena posesión de sus facultades confiaría en Alvise o le pediría opinión sobre algo.

—O que habría oído algún comentario. —Tan pronto hubo dicho esto, a Brunetti se le ocurrió que Alvise podría tomárselo como una invitación a espiar a sus compañeros y que podría ofenderse por ello; aunque el hecho de que a Alvise le ofendiera lo que le decían eran tan poco probable como que captara los dobles sentidos.

Alvise se detuvo ante la puerta de Brunetti y preguntó:

—¿Se refiere a si les gusta esto, señor?

Brunetti esbozó una sonrisa fácil y dijo:

—Sí, buena manera de expresarlo, Alvise.

—Pues creo que a unos sí y a otros no, señor —contestó haciéndose el interesante—. Yo soy uno de a los que sí, señor. No lo dude.

Brunetti prolongó la sonrisa y repuso:

—¡Oh!, nunca lo he dudado. Pero tenía curiosidad por saber lo que pensaban los demás y esperaba que usted lo supiera.

Alvise se sonrojó; entonces dijo en tono vacilante:

—Supongo que no debo comentárselo a ninguno de mis compañeros, ¿verdad?

—No, mejor que no —contestó Brunetti. Alvise debía de esperar esta respuesta, porque no dio muestras de decepción. Brunetti preguntó, consciente de lo natural que le salía el tono amable—: ¿Algo más, Alvise?

El agente se metió las manos en los bolsillos del pantalón y bajó la mirada a los zapatos, como para encontrar allí escrita la pregunta que le quería formular. Luego miró a Brunetti, y dijo:

—¿Puedo contárselo a mi esposa, señor? ¿Que usted me ha preguntado eso a mí? —Sin quererlo, puso énfasis en la última palabra.

Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para no pasarle a Alvise el brazo por el hombro y darle un abrazo.

—Por supuesto, Alvise. Estoy seguro de que puedo confiar en ella tanto como en usted.

—¡Oh, mucho más, señor! —confirmó Alvise con irrefrenable veracidad—. Después soltó enérgicamente—: ¿Ese paquete es grande, señor?

Brunetti se quedó perplejo un momento y se limitó a repetir:

—¿Paquete?

—El que está a punto de llegar, señor. Si es grande, podría ayudar a Riverre a subirlo.

—¡Ah, ya! —exclamó Brunetti, sintiéndose como el capitán del equipo de fútbol del colegio al que un alumno de primero pregunta si quiere que le sostenga los tobillos mientras hace abdominales. Se apresuró a decir—: No, gracias, Alvise. Es un ofrecimiento muy generoso por su parte, pero se trata sólo de un sobre con algunos documentos.

—Está bien, señor. Pensé que debía preguntárselo. Por si lo fuera. Pesado, quiero decir.

—Gracias de nuevo —concluyó Brunetti abriendo la puerta de su despacho.

Ver un ordenador sobre la mesa apartó de la mente de Brunetti cualquier preocupación sobre Alvise y sus susceptibilidades. Se acercó a él con una mezcla de temor y curiosidad; nadie le había dicho nada, y había solicitado tener su propio ordenador hacía tanto tiempo que ya se había olvidado de la instancia y de la posibilidad de llegar a tener nunca uno.

En la pantalla había una sola orden: «Por favor, elija una contraseña y confírmela. Luego pulse “Enter”. Si quiere que yo guarde la contraseña, pulse “Enter” dos veces.» Brunetti tomó asiento, estudió las instrucciones y volvió a leerlas sopesando su significado. La
signorina
Elettra —no podía haber sido otra persona— había organizado aquello, había instalado los programas que le harían falta y había configurado un sistema a prueba de intrusos. Empezó a contemplar las opciones: tarde o temprano, precisaría consejo o ayuda, se metería en un callejón sin salida del que tendría que salir. Y ella, que lo había dispuesto todo, sería la única capaz de ayudarlo. Ignoraba si necesitaría su contraseña para reparar cualquier desastre que él hubiera podido ocasionar.

Tampoco le importaba. Presionó «Enter» una vez, y otra.

La pantalla parpadeó. Si esperaba que alguna señal de reconocimiento apareciera en la pantalla, aquello lo decepcionó: lo único que apareció fue la lista habitual de iconos para acceder de manera directa a los programas que tenía instalados. Abrió sus cuentas de correo electrónico, tanto la oficial de la
questura
como la privada. En la primera no había nada de interés; la segunda estaba vacía. Tecleó la dirección del trabajo de Elettra, escribió sólo la palabra
«Grazie»
y envió el mensaje sin firma, esperando en vano su respuesta.

Brunetti, orgulloso de haber pulsado aquel segundo «Enter» sin pararse a pensarlo, se admiraba ante lo mucho que la tecnología había colonizado las emociones humanas: hoy en día, darle a alguien tu contraseña era el equivalente a entregarle la llave de tu corazón. O al menos la de tu correspondencia; o la de tu cuenta bancaria. Él sabía la de Paola, pero siempre la olvidaba, y por eso la había anotado en su agenda, debajo de James, «madamemerle», todo junto y sin mayúsculas, una elección inquietante.

Se conectó a Internet y se quedó sorprendido por la velocidad de conexión. Sin duda, pronto le parecería normal, y luego incluso lenta.

Introdujo el nombre correcto de la enfermedad, Madelung, y enseguida se encontró delante de una serie de artículos en italiano y en inglés. Consultó los primeros y, durante los veinte minutos siguientes, se dedicó a leer con atención los síntomas y los tratamientos recomendados, descubriendo poco más de lo que Rizzardi le había contado. Casi siempre hombres, casi siempre alcohólicos, casi siempre sin cura, con una alta incidencia de casos en Italia.

Cerró el programa y decidió ocuparse de asuntos pendientes: llamó a la oficina de los agentes para pedirle a Pucetti que subiera. Cuando el joven llegó, Brunetti le indicó con un gesto que tomara asiento frente a él.

Antes de sentarse, Pucetti echó un vistazo al ordenador de Brunetti sin poder disimular. Sus ojos se clavaron en su superior y luego de nuevo en el ordenador, como si les costara relacionar a uno con el otro. Brunetti resistió la tentación de sonreír y decirle al joven agente que, si hacía los deberes y recogía su cuarto, le dejaría dar una vuelta. En vez de ello, soltó:

—Usted dirá.

Pucetti no se molestó en fingir que no sabía de qué le hablaba.

—El tipo al que detuvimos en tres ocasiones, Buffaldi, se ha ido dos veces de crucero de lujo en los dos últimos años. Tiene un flamante coche aparcado en el garaje de Piazzale Roma. Y su esposa se compró un piso nuevo el año pasado: lo declaró por doscientos cincuenta mil euros, cuando el precio real era de trescientos cincuenta mil. —Pucetti levantó un dedo con cada dato, luego juntó las manos y las posó sobre el regazo para insinuar que no tenía nada más que decir.

—¿Cómo consiguió esta información? —preguntó Brunetti.

El joven agente bajó la mirada a las manos que tenía entrelazadas en el regazo.

—Eché un vistazo a sus registros de contabilidad.

—Eso ya me lo imagino, Pucetti —dijo Brunetti con voz pausada—. ¿Cómo accedió a los datos?

—Lo hice yo solo, señor —respondió Pucetti con firmeza—. Ella no me ayudó, en absoluto.

Brunetti suspiró. Si un ladrón de cajas fuertes lima las yemas de los dedos a su aprendiz para aguzarle el sentido del tacto o le enseña a volar una cerradura, ¿quién de los dos es responsable del robo? Cada vez que el comisario usaba una ganzúa para abrir una puerta, ¿qué grado de responsabilidad recaía sobre el delincuente que le había explicado cómo usarla? Y, dado que Brunetti había transmitido la técnica a Vianello, ¿quién era culpable de todas las puertas que el inspector había podido abrir?

—Su defensa de la
signorina
Elettra es admirable, Pucetti, y honra las aptitudes pedagógicas de su mentora. —Reprimió una sonrisa—. Sin embargo, yo tenía algo más práctico en mente con mi pregunta: ¿qué consultó usted y qué información robó?

Brunetti vio que Pucetti domeñaba su orgullo y su angustia ante la aparente desaprobación de su superior.

—Los registros de su tarjeta de crédito, señor.

—¿Y el piso? —inquirió Brunetti, absteniéndose de comentar que la mayoría de la gente no compraba pisos con tarjeta de crédito.

—Averigüé quién fue el notario que llevó la venta.

Brunetti esperó, dejando la ironía a un lado por prudencia.

—Y conozco a alguien que trabaja en su oficina —añadió Pucetti.

—¿A quién?

—Preferiría no decirlo, señor —respondió Pucetti, con los ojos puestos en el regazo.

—Admirable sentimiento —observó Brunetti—. ¿Confirmó esa persona la diferencia de precio?

Pucetti levantó la mirada al oír aquello.

—Ella no estaba segura, señor, pero dijo que cuando habló de la venta con el notario, quedó claro que la diferencia de precio era de al menos cien mil euros.

—Ya. —Brunetti dejó que transcurrieran unos instantes, y mientras tanto Pucetti miró en dos ocasiones el ordenador, como para memorizar el modelo y las dimensiones—. ¿Y adónde nos lleva esto?

Pucetti volvió a levantar la mirada con impaciencia.

—¿No basta para reabrir el caso? Ese tipo gana unos mil quinientos euros al mes por su trabajo. ¿De dónde sale el dinero? Las cámaras lo han grabado abriendo maletas y sacando objetos de su interior: joyas, cámaras, ordenadores. —Se detuvo ahí, como si no le correspondiera a él dar respuesta a las preguntas.

—Ya sabe usted que la grabación fue desestimada como prueba en el último juicio, Pucetti, y no estamos en un país donde la mera posesión de grandes cantidades de dinero indique que haya sido robado. —Brunetti mantuvo la calma, con una voz similar a la del abogado defensor la última vez que el personal de equipajes había sido acusado de robo—. Puede que le haya tocado la lotería, o tal vez le haya tocado a su mujer. También puede ser que haya pedido prestado el dinero a alguien de la familia. ¿Y si se lo ha encontrado en la calle?

—Pero usted sabe que eso no es cierto, señor —protestó Pucetti—. Usted sabe lo que está haciendo, lo que todos ellos hacen.

—Lo que yo sepa y lo que un fiscal pueda demostrar ante un tribunal son dos cosas completamente distintas, Pucetti —dijo Brunetti, con un tono de reprimenda—. Y le recomiendo encarecidamente que lo tenga en cuenta. —Vio que el joven agente abría la boca para protestar de nuevo, y alzó la voz para impedírselo—. También quiero que vuelva sobre sus pasos y borre muy cuidadosamente cualquier huella que pueda haber dejado durante su pesquisa sobre las finanzas del
signor
Buffaldi. —Antes de que Pucetti pusiera alguna objeción, agregó—: Si usted los ha consultado, alguien más podrá descubrir que ha estado fisgoneando, y esa información protegerá al
signor
Buffaldi durante el resto de su vida.

—Ya es bastante intocable ahora, ¿no le parece? —replicó Pucetti rozando el enfado.

Eso fue suficiente para irritar a Brunetti. Qué iluso, creer que podía cambiar las cosas: como él décadas atrás, recién jurado el cargo en el cuerpo de policía y ansioso por trabajar en pro de la justicia. Aquel recuerdo aplacó al comisario, que dijo:

—Pucetti, el sistema que tenemos es el que debemos usar. Criticarlo sirve tan poco como elogiarlo. Usted sabe y yo sé lo acotados que están nuestros poderes.

Como dando rienda suelta a una fuerza que no podía reprimir, Pucetti soltó:

—Pero ¿y qué pasa con ella? Ella encuentra cosas y usted las utiliza. —Brunetti volvía a ser consciente del fervor de Pucetti.

—Pucetti, vi la cara que usted puso cuando le dije que borrara sus huellas: sabe que ha dejado alguna. Si no puede eliminarlas solo, pida ayuda a la
signorina
Elettra. No quiero que este caso se ponga aún más difícil.

—Pero, si usted no usa esto… —insistió Pucetti en voz alta.

El comisario lo hizo callar con una mirada y continuó en tono crispado:

—Tengo esa información, Pucetti. La he tenido desde que reservaron los billetes para irse de crucero y compraron el coche, y el piso. Así que vuelva sobre sus pasos y borre sus huellas, y que nunca más se le ocurra hacer algo así sin ponerlo en mi conocimiento, sin mi permiso.

—¿Y dónde está la diferencia? —preguntó Pucetti buscando una explicación más que una sarcástica venganza—. ¿En cómo la consiguió?

¿Cuánto podía confiar en él? ¿Cómo impedir que Pucetti los arrastrara a un pantano legal sin dejar de animarlo a asumir riesgos?

—Ella no deja huellas; usted, sí.

Entonces, Brunetti cogió el teléfono y marcó el número de la
signorina
Elettra. Cuando ella atendió la llamada, el comisario dijo:


Signorina.
Me voy a tomar un café. ¿Cree que podrá subir a mi despacho mientras yo estoy fuera? Pucetti tiene algunos cambios que introducir en la investigación que ha estado llevando a cabo, y me pregunto si usted podría ayudarlo. —Guardó silencio mientras ella hablaba, y luego contestó—: Por supuesto, aquí la espero. —Colgó y se quedó de pie junto a la ventana aguardando su llegada.

4

Brunetti, que ya se había tomado tres cafés en lo que iba de mañana y no quería otro más, bajó al laboratorio en busca de Bocchese y de cualquier dato que éste pudiera tener sobre el cadáver que habían descubierto. Al entrar, vio a dos técnicos al fondo trabajando sobre una mesa larga: uno sacaba objetos de una caja de cartón con las manos enfundadas en guantes de plástico, mientras que el otro parecía marcar algo en una lista cada vez que extraían un nuevo objeto. El de los guantes dio un paso a la izquierda cuando Brunetti entró, impidiéndole ver de qué se trataba.

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