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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (6 page)

—¿Lo ha identificado? —preguntó Patta antes de que Brunetti pudiera responder a su primera pregunta.

—La
signorina
Elettra está en ello, señor.

—Ya —dijo Patta, y lo dejó ahí. De pronto, el
vicequestore
se levantó y se dirigió a la ventana. Permaneció tanto tiempo mirando al exterior que Brunetti empezó a pensar si preguntarle algo para captar de nuevo su atención; sin embargo, decidió esperar. Patta abrió la ventana y dejó entrar una brisa de aire fresco en el despacho, luego cerró y regresó a su silla—. ¿Quiere el caso? —preguntó mientras se recostaba en su silla.

Las opciones que tenía Brunetti hacían que la pregunta resultara ridícula. Sus opciones eran el personal de equipaje de Pucetti, el esperado incremento de carteristas que la primavera y la Pascua traerían a la ciudad, el interminable marisqueo ilegal de almejas o un asesinato. «Pero piano piano —se advirtió a sí mismo—. Nunca permitas que Patta sepa lo que piensas y jamás le digas lo que quieres.»

—Sólo si nadie más puede llevarlo, señor. Pasaría el caso de Chioggia, mejor llamarlo así que marisqueo ilegal, a la rama uniformada. Dos de ellos son
chioggiotti
y seguramente podrían usar a sus familiares para averiguar quién roba las almejas. —«Ocho años en la universidad para perseguir a mariscadores ilegales.»

—Está bien. Pregúntele a Griffoni: tal vez quiera investigar un asesinato para variar.

Después de todos estos años, Patta aún podía sorprenderlo con algunas de las cosas que decía.

Aunque también Brunetti podía sorprenderlo a él con las cosas que no sabía.

—Está en Roma, señor: en ese curso de violencia doméstica.

—¡Ah, claro, por supuesto! —exclamó Patta con el gesto de un hombre muy ocupado del que no puede esperarse que lo recuerde todo.

—Vianello no tiene ningún caso asignado en estos momentos.

—Elija a quien quiera —dijo Patta afablemente—. No podemos tolerar que suceda algo así.

—No, señor. Claro que no.

—Una persona no puede venir a esta ciudad y ser víctima de un asesinato. —Patta logró parecer indignado, aunque no había manera de saber si sus emociones se debían a lo que le había ocurrido a aquel hombre o a los perjuicios que aquello ocasionaría al turismo. Brunetti prefirió no preguntar.

—Entonces me encargo yo, señor.

—Sí, hágalo —ordenó Patta—. Y manténgame informado.

—Faltaría más, señor —respondió Brunetti, poniéndose en pie.

Miró a Patta, pero su superior ya había empezado a leer uno de los documentos que tenía sobre la mesa. Sin mediar palabra, Brunetti se dirigió a la puerta y salió del despacho.

7

Cerró la puerta tras de sí. En respuesta a la mirada de la
signorina
Elettra, Brunetti dijo acercándose a su mesa:

—Me ha pedido que lleve el caso.

Ella sonrió.

—¿Se lo ha pedido o ha tenido usted que motivarlo?

—No, la idea ha sido suya. Incluso me ha dicho que pidiera a Griffoni que trabajara conmigo. —Si la sonrisa de Elettra hubiera estado conectada a un regulador de intensidad, las palabras del comisario la habrían rebajado. Brunetti prosiguió, como si no hubiera notado nada especial en su reacción al mencionar el nombre de la atractiva
commissaria
rubia—. Olvidó que estaba en Roma, claro. Así que yo propuse a Vianello, y él no ha puesto ninguna objeción.

Recuperada la calma, Brunetti decidió cambiar de tema y preguntó algo que se le había ocurrido mientras hablaba con Patta.

—¿No hay una ley nueva, alguna especie de estatuto, que imponga limitaciones a los universitarios? —Ni siquiera Patta merecía verse sometido, año tras año, a las consecuencias de aquella farsa.

—Se habla de cambiar las leyes para que puedan marcharse al cabo de cierto tiempo —contestó ella—, pero dudo que salga nada de ahí.

Charlar de cosas normales parecía haber devuelto el ánimo a Elettra; para mantenerlo, Brunetti preguntó:

—¿Por qué?

Elettra se volvió hacia él y apoyó la barbilla sobre la mano antes de responder.

—Imagine qué ocurriría si todo el mundo aceptara lo evidente y cientos de miles de estudiantes se quedaran en la calle. —Como él no hizo ningún comentario, ella continuó—: Tendrían que aceptar, ellos y sus padres, que son parados y que probablemente lo seguirán siendo. —Antes de que Brunetti pudiera decir nada, expuso el argumento que él mismo estaba a punto de utilizar—: Sé que nunca han trabajado, por lo que no figurarían en las estadísticas como desempleados. Pero tanto ellos como sus padres tendrían que afrontar el hecho de que son población potencialmente no activa. —Brunetti se mostró de acuerdo con un breve gesto de asentimiento—. Así que mientras estén matriculados en la universidad, las estadísticas gubernamentales podrán ignorarlos, y ellos a su vez podrán ignorar el hecho de que jamás encontrarán trabajos decentes. —Cuando Brunetti pensó que había terminado, ella añadió—: Se trata de una enorme reserva de jóvenes que viven a expensas de sus padres durante años sin aprender un oficio con el que podrían encontrar un empleo.

—¿Como cuál? —inquirió Brunetti.

Ella levantó la mano y se la pasó por el pelo.

—¡Oh!, pues no sé… Fontanería, carpintería, algo útil.

—¿En vez de?

El hijo de una amiga mía lleva siete años estudiando gestión cultural. Cada año el gobierno recorta el presupuesto destinado a museos y arte, pero él va a sacarse el título.

—¿Y después?

—Después, si tiene la suerte de conseguir un trabajo como vigilante de museo, lo despreciará porque él es gestor de arte —dijo. Luego, con voz más amable, agregó—: Es un chico brillante, le apasiona lo que estudia, y por lo poco que sé sería perfecto para trabajar en un museo. Si no fuera porque no va a haber trabajo.

Brunetti pensó en su hijo, que estaba en primero de carrera, y en su hija, a punto de entrar en la universidad.

—¿Significa eso que a mis hijos los aguarda el mismo futuro?

Ella abrió la boca para contestar, pero se contuvo.

—Adelante —la instó Brunetti—. Dígalo.

En ese momento, vio que ella se había decidido a hacerlo:

—La familia de su esposa velará por ellos; los amigos de su suegro procurarán que no les falte trabajo.

Brunetti se percató de que ella jamás habría dicho algo así años atrás, y probablemente nunca lo habría dicho si él no la hubiera provocado mencionándole a Griffoni.

—¿Igual que con los hijos de cualquier familia bien relacionada? —preguntó él.

Ella asintió.

Súbitamente consciente de su postura, Brunetti preguntó:

—¿No lo desaprueba?

Ella se encogió de hombros.

—Que lo apruebe o lo desapruebe no cambia las cosas.

—¿La ayudaron a usted a conseguir su trabajo en el banco? —se interesó Brunetti refiriéndose al trabajo que ella había dejado, hacía más de una década, para entrar a trabajar en la
questura
; una elección que ninguno de sus compañeros llegó a entender jamás.

Ella levantó la barbilla, que tenía apoyada en la mano, y dijo:

—No, mi padre no me ayudó. De hecho, él no quería verme trabajar en un banco y trató de convencerme para que no lo hiciera.

—¿Aunque él estuviera al frente de uno? —preguntó Brunetti.

—Exacto. Decía que eso le había mostrado lo alienante que era trabajar con dinero y pensar en dinero todo el tiempo.

—Pero usted lo hizo de todas formas —inquirió Brunetti, aún sorprendido de estar manteniendo aquel tipo de conversación con ella: sus intercambios de información personal solían producirse amortiguados por la ironía o enmascarados por las indirectas.

—Durante unos años, sí.

—Hasta que… —indagó Brunetti, preguntándose si estaría a punto de desvelar el «secreto» que durante años había circulado a voces por la
questura,
y consciente de que, si ella se lo contaba, él jamás lo desvelaría.

La sonrisa de Elettra cambió y empezó a recordarle otra famosa, vista por última vez perdiéndose entre las ramas de un árbol.

—Hasta que empezó a resultarme alienante.

—¡Ah! —exclamó Brunetti, seguro de que aquélla era la única respuesta que iba a obtener y probablemente la única que necesitaba.

¿Desea algo más,
signore
? —Y antes de que él pudiera responder, dijo—: Ya han enviado las fotos y los vídeos de la manifestación.

Brunetti no pudo ocultar su asombro.

—¿Tan rápido?

La sonrisa que ella le dedicó era tan piadosa como la de una madona renacentista.

—Por Internet, señor. Las tiene usted en su correo electrónico. —Miró por encima del hombro del comisario y escrutó durante unos segundos la pared que había detrás de él. Luego agregó—: Un amigo mío trabaja en la oficina central de Sanidad del Véneto. Puedo pedirle que eche un vistazo para comprobar si existe algún registro general de casos de esa enfermedad…

—Madelung —precisó Brunetti. Por la mirada que Elettra le lanzó, quedó claro que no hacía falta repetir el nombre.

—Gracias —repuso ella con ligereza. Y añadió—: Podría haber datos del Véneto, si los pacientes están siendo tratados.

—Rizzardi me dijo que él llamaría a alguien que conoce en Padua —le comunicó Brunetti, esperando ahorrarle el esfuerzo.

Ella emitió un sonido displicente.

—Puede que soliciten una petición oficial. Los médicos suelen pedirla —dijo, como si fuera una bióloga hablando sobre un insignificante insecto—. Podría llevar días, incluso semanas. —Brunetti apreció su discreción por no molestarse en señalar lo rápido que podría hacerlo su amigo.

—Estaba en el carril que venía del sur cuando lo vi —recordó de repente.

—Lo cual significa…

—Que tal vez viniera de Friuli. ¿Podría preguntarle a su amigo si también disponen de esa clase de datos en sus registros?

—Desde luego —respondió ella con amabilidad—. Los ganaderos que bloquearon la carretera protestaban contra las nuevas cuotas lácteas, ¿verdad? —preguntó—. ¿Por el descenso de producción?

—Sí.

—¡Qué avariciosos! —exclamó ella con un énfasis que lo sorprendió.

—Parece muy segura de eso,
signorina
—comentó él.

—Pues claro que lo estoy. Hay demasiada leche, demasiado queso, demasiada mantequilla, y también demasiadas vacas.

—¿Comparado con qué?

—Comparado con el sentido común —contestó ella acaloradamente, y Brunetti se preguntó qué mosca le habría picado.

Paola cocinaba con aceite, no con mantequilla; él vomitaría si tuviera que beberse un vaso de leche, tampoco consumían mucho queso, y los principios de Chiara habían apartado la ternera de su mesa hacía tiempo, así que Brunetti estaba —en cuanto a su comportamiento— del lado de la
signorina
Elettra respecto a lo que allí se cuestionaba. Sin embargo, lo que él no comprendía era la vehemencia de sus palabras, y tampoco tenía ganas de ponerse a discutirlo.

—Si recibe noticias de su amigo, ¿me lo hará saber?

—Por supuesto,
commissario
—dijo ella con su habitual calidez, y se volvió hacia el ordenador.

Brunetti decidió ir a echar un vistazo a las grabaciones que habían enviado del incidente del pasado otoño. Brunetti subió las escaleras hasta su despacho, recordándose a sí mismo que ahora podría acceder a cualquier archivo de vídeo introducido en el nuevo sistema.

Entró en su cuenta de correo electrónico y halló el enlace. En cuestión de segundos, la pantalla le mostró, primero, el informe original y las notas de los agentes que habían estado allí. Tras habérselos leído, no tuvo problemas para abrir el fichero con los vídeos de la policía y los de la cadena de televisión. Cuando miró el primer vídeo y vio que las llamas consumían el monovolumen con el logotipo de Televeneto, comprendió el afán de la cadena por cooperar.

Miró los dos primeros vídeos, ambos de apenas unos segundos de duración, pero allí no había rastro del hombre; y luego un tercero, también sin éxito. En el cuarto, el hombre apareció. Estaba de pie, como Brunetti lo recordaba ahora, al borde de la isleta que dividía las direcciones norte y sur de la
autostrada.
Permaneció en pantalla durante sólo unos segundos, con su cabeza, cuello y torso peculiares, delante de un coche rojo parado en medio de la carretera. A su lado había unas cuantas personas, tres hombres y una mujer, mirando al frente. De repente, la cámara giró y mostró una única hilera de hombres con casco que avanzaban hombro con hombro, con los escudos transparentes unidos. El vídeo terminó.

Brunetti abrió el siguiente. Esta vez la cámara filmaba desde la retaguardia de la tropa de
carabinieri
cuando las líneas de vanguardia se acercaban a las desharrapadas filas de ganaderos y se desplegaban para sortear un coche en llamas. La siguiente grabación parecía haberse realizado desde un
telefonino,
aunque no se identificaba la fuente: podría deberse tanto a un agente de policía como a un transeúnte cuyo teléfono hubiera sido confiscado. Mostraba a un hombre arrojando un cubo de líquido marrón a un
carabiniere
y golpeándolo con él en el pecho. El
carabiniere
respondió con un porrazo que alcanzó al manifestante en el antebrazo y mandó el cubo por los aires, con el líquido salpicando mientras desaparecía a la derecha de la imagen. El hombre se inclinó hacia delante, agarrándose el brazo con la otra mano, y fue reducido en el suelo por dos
carabinieri.
El vídeo finalizó.

Tecleó la dirección de Pucetti, le reenvió el correo electrónico con los vídeos adjuntos, apagó el ordenador y bajó las escaleras en su busca.

8

Brunetti se detuvo ante la puerta de la oficina de los agentes y echó una ojeada en derredor. Vianello, que hablaba con el nuevo fichaje, Dondini, estaba de espaldas a la puerta. Pucetti, en cuyo rostro cariacontecido Brunetti no pudo evitar leer los resultados de su última conversación, parecía tan ajeno a su entorno como a los papeles que tenía desperdigados sobre la mesa. La peor parte de Brunetti se alegró de ver al joven agente tan atribulado: les ahorraría a todos muchos problemas en el futuro que aprendiera a ser más discreto a la hora de quebrantar las normas y tal vez incluso la ley.

—Pucetti —llamó al entrar—. Tengo que pedirle un favor. —Caminó hacia la mesa del joven agente, haciendo gestos a Vianello para que se uniera a ellos en cuanto pudiera.

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