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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (7 page)

Pucetti se puso en pie de un brinco, aunque no reaccionó con un saludo al ver a su superior.

—He localizado al hombre que apareció esta mañana en el canal. ¿Ha leído el informe?

—Sí, señor —contestó Pucetti.

—Hay una serie de vídeos de aquel incidente con los ganaderos el año pasado en la
autostrada.
Ese hombre estaba allí.

—¿Quiere decir que lo detuvimos? —preguntó Pucetti con asombro mal disimulado—. ¿Y nadie lo recordaba? —Su tono de voz insinuaba que él lo habría recordado, pero Brunetti pasó ese detalle por alto.

—No. Estaba allí sólo como espectador. No hay ficha policial —dijo Brunetti—. Un vídeo lo muestra de pie al lado de la carretera, mirando.

Pucetti no podía ocultar su interés.

—Hay algo en lo que me gustaría que me ayudara —indicó Brunetti con una sonrisa, y el joven agente, muy al estilo de un perro sabueso que acaba de oír un silbido familiar, no pudo evitar ponerse en posición de alerta.

Entonces Vianello se les acercó y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—Un vídeo del hombre que Rizzardi se ha estado trabajando esta mañana —respondió Brunetti, lamentando inmediatamente haber usado aquella expresión—. Se quedó bloqueado en la
autostrada
en aquella manifestación de ganaderos del año pasado.

Le habló a Pucetti del correo electrónico que le acababa de enviar y después dijo:

—Me gustaría saber si puede imprimir copias de fotogramas concretos.

—Nada más fácil, señor —replicó Pucetti, en el tono entusiasta al que Brunetti estaba acostumbrado—. ¿En cuál aparece?

—En el cuarto vídeo. Un hombre con barba oscura, y los hombros y el cuello muy anchos. Me gustaría que intentara congelar la imagen y obtener una fotografía que nos sirva para identificarlo. —Antes de que Pucetti pudiera preguntar nada, Brunetti dijo sin más—: No podemos enseñar una foto de su estado actual.

Pucetti echó un vistazo al ordenador de los agentes, un trasto que llevaba años allí.

—Sería mucho más fácil si pudiera trabajar en este asunto con mi propio equipo, desde casa, señor —observó, sin llegar a jadear pero visiblemente ansioso por soltarse de la correa.

—Pues vaya y hágalo. Si alguien le pregunta, dígale que forma parte de la investigación de asesinato —advirtió, consciente de que la única persona que podía preguntarle algo era el teniente Scarpa, el justiciero siempre al acecho de la rama uniformada, la mano derecha de Patta, sus ojos y sus oídos. Luego, con la reacción automática de ocultar información al teniente Scarpa, Brunetti se corrigió—: No, si alguien le pregunta, mejor dígale que yo lo envío a buscar unos documentos a la comisaría de San Marco.

—Seré todo lo evasivo que pueda, señor —dijo Pucetti con seriedad, y Brunetti captó la fugaz sonrisa de Vianello.

—Bien. —Después se volvió hacia Vianello y dijo—: Hay más novedades. —Miró el reloj para sugerir a Vianello que era la hora de ir a tomar un café.

Para cuando el inspector había vuelto a su mesa a recoger la chaqueta, Pucetti ya había desaparecido. De camino al bar en Ponte dei Greci, Brunetti le habló a Vianello sobre la autopsia, la extraña enfermedad del hombre y su propia certeza de haberlo visto antes, confirmada por el vídeo que Pucetti se había llevado a casa para mirar y copiar.

Sin dejar de hablar, Brunetti entró el primero en el local. Bambola, el ayudante del propietario, los saludó con la cabeza cuando pasaron a su lado para tomar asiento al fondo. En cuestión de minutos, allí estaba él con dos cafés, dos vasos de agua y cuatro bollos en un plato. Lo dejó todo sobre la mesa y regresó al mostrador.

Brunetti tomó un brioche. Pronto sería la hora de comer, pero en lo que iba de día había visto el cadáver de un hombre; le había echado una dura reprimenda a Pucetti, su preferido en la rama uniformada; la
signorina
Elettra había mantenido una conversación personal con él; y el hombre que acababa de servirle el café era un negro africano con una larga chilaba blanca.

—Para cuando nos jubilemos, la
signorina
Elettra vendrá a trabajar con vestido de gala y tiara, y Bambola sacrificará pollos en la trastienda —le comentó a Vianello, y dio un mordisco a su brioche.

Vianello bebió a sorbos su café, tomó un bollo con forma de caracol relleno de pasas, y observó:

—Para cuando nos jubilemos, seremos una colonia china y los hijos de Bambola darán clase en la universidad.

—Me gusta la segunda parte —dijo Brunetti. Luego preguntó—: ¿Has estado leyendo esos libros de catástrofes otra vez, Lorenzo?

Vianello, como siempre, tuvo la cortesía de sonreír. Él y la
signorina
Elettra eran los ecologistas declarados de la
questura,
aunque últimamente a Brunetti le constaba que había cada vez más adeptos; además, hacía ya algún tiempo que no oía el epíteto «
talibano del’ecología»
aplicado al uno y a la otra. Foa había solicitado que se tuviera en cuenta el rendimiento del combustible para futuras adquisiciones de lanchas de policía; el miedo a desatar la ira de la
signorina
Elettra garantizaba que la basura se tirara a los correspondientes contenedores de recogida selectiva colocados en cada planta, e incluso alguna que otra vez convencían al
vicequestore
Patta para que usara el transporte público.


A proposito
—continuó—, esta mañana la
signorina
Elettra ha estado a punto de presentar una denuncia contra las vacas; o mejor dicho, yo se lo he impedido. ¿Tienes idea de qué va todo eso?

Vianello tomó un segundo bollo, una masa de aspecto reseco cubierta de frutos secos troceados.

—Los días de Heidi han pasado, Guido —sentenció, y le pegó un mordisco al dulce.

—Lo cual significa… —preguntó Brunetti, con su segundo brioche suspendido en el aire.

—Lo cual significa que hay demasiadas vacas, y que nosotros ya no podemos permitirnos el lujo ni de mantenerlas ni de criarlas ni de consumirlas.

—«Nosotros», ¿quiénes? —inquirió Brunetti, y también dio un bocado.

—«Nosotros», la gente de los países desarrollados, un eufemismo para referirse a los países ricos, que consumimos demasiada ternera y demasiados productos lácteos.

—¿Te preocupa la salud? —interrumpió Brunetti pensando en niveles de colesterol, algo a lo que antes nunca había prestado la menor atención, y curioso por saber cuándo y dónde celebraban Vianello y la
signorina
Elettra las reuniones de su célula.

—No, no mucho —contestó un Vianello repentinamente serio—. Yo estoy pensando en esos pobres diablos de los países a los que ya no podemos llamar atrasados, cuyos bosques son arrasados para que las grandes empresas puedan criar carne y venderla a gente rica que no debería consumirla. —Vio que su taza de café estaba vacía y bebió un trago de agua. Entonces sorprendió a Brunetti cuando dijo—: Creo que no quiero seguir hablando de este tema. Cuéntame más cosas sobre ese hombre.

Brunetti sacó una estilográfica del bolsillo de su chaqueta y garabateó en una servilleta de papel una copia burda del esbozo que Bocchese había realizado del arma homicida, con cuidado de curvar el filo en la punta.

—Éste es el tipo de cuchillo que lo mató. Muy estrecho, de unos veinte centímetros de largo. Bocchese dijo que se lo clavaron tres veces. Región lumbar, lado derecho. El informe, que aún no he leído, determinará qué daños sufrió exactamente, pero según Rizzardi se desangró hasta morir.

—¿En el agua? —preguntó Vianello, dejando el bollo en el plato.

—Permaneció con vida el tiempo suficiente para tragar agua, pero no el suficiente para morir ahogado. Bocchese y yo estuvimos hablando sobre dónde y cómo pudo ocurrir el asesinato. O bien fue a bordo de una embarcación, aunque yo no lo creo, pues quien lo hizo habría corrido el riesgo de ser visto, y además Bocchese dijo que en su ropa no había restos de la clase de residuos que cabría encontrar en una barca; o bien se perpetró en una casa y se deshicieron del cuerpo deslizándolo desde la puerta que da al canal, o quizá los hechos se produjeron al final de una
calle
y simplemente arrojaron el cadáver al agua.

—En cualquier caso, el asesino se arriesgaba a que lo vieran —observó Vianello—. O a que lo oyeran.

—Sería menos arriesgado en una casa, creo yo, y también menos probable que alguien lo oyera.

Vianello miró a través de la cristalera del bar, con los ojos puestos en los transeúntes, y la mente, en las posibilidades del asesinato. Al cabo de unos instantes, devolvió la atención a Brunetti y dijo:

—Sí, una casa parece lo más indicado. ¿Alguna idea de dónde?

—Aún no he visto a Foa —observó Brunetti recordándose a sí mismo que debía hacerlo cuanto antes—. Lo encontraron alrededor de las seis en la parte de atrás del Giustinian, en Rio del Malpaga. Foa debería ser capaz de calcular… —Brunetti se abstuvo de decir «el recorrido», por lo terrible que le parecía la expresión, y lo sustituyó por—: de dónde podría haber salido.

Esta vez Vianello cerró los ojos, y Brunetti le vio hacer exactamente lo mismo que él: desplegar aquel mapa de varias décadas de antigüedad que el inspector tenía en la cabeza y recorrer mentalmente todo el vecindario, comprobando los canales y, en la medida de lo posible, la dirección que seguía el agua por cada canal. Abrió los ojos y miró a Brunetti.

—No sabemos la dirección de la marea.

—Por eso tengo que hablar con él.

—Bien. Él lo sabrá —confirmó Vianello, y se levantó. Se acercó a la barra y pagó, esperó a Brunetti y juntos regresaron a la
questura,
los dos mirando al canal que discurría a su derecha en busca de movimiento y preguntándose en qué dirección circularía la marea cuando la víctima se sumergió en el agua.

9

Cuando Brunetti entró en la
questura,
miró el reloj y vio que era más de la una; si se marchaba en ese momento, llegaría a casa a tiempo para comer cualquier cosa. Los acontecimientos del día volvían a arremolinársele en la mente, esta vez aderezados con demasiada cafeína y azúcar: ¿por qué se había zampado dos bollos cuando se suponía que debía ir a comer a casa? ¿Acaso era él un joven inmaduro, incapaz de resistir la tentación de los dulces?

Volviéndose hacia Vianello, dijo:

—Regresaré después de comer. Ya hablaré entonces con Foa.

—De todas formas, no entra hasta las cuatro. Hay tiempo.

Brunetti, aún con los dos brioches revolviéndole las tripas, decidió ir a casa caminando, pero enseguida cambió de idea y optó por caminar sólo hasta Riva degli Schiavoni y completar el trayecto en
vaporetto.

A los cinco minutos, había empezado a lamentar su decisión. En lugar de darse una caminata tranquila y solitaria por Campo Santa Maria Formosa y Campo Santa Marina hasta llegar al inevitable atolladero de Rialto, se había zambullido de cabeza en la vorágine de turistas que ya andaban por allí. Cuando torció a la derecha en la
riva,
divisó una incontenible oleada de gente, aunque avanzaba mucho más despacio que ninguna de las olas con las que él se había topado jamás.

Como hubiera hecho cualquier hombre con sentido común, corrió hasta la parada del
vaporetto,
tomó el número 1, y a la izquierda encontró un asiento vacío. Aquél era un lugar mucho más seguro desde el que contemplar la belleza de la ciudad. El sol se elevaba sobre la superficie inmóvil del
bacino,
obligándolo a entrecerrar los ojos al pasar ante la Dogana recién rehabilitada y la iglesia de la Salute. Hacía poco que había estado en la primera, admirado ante el trabajo de restauración y horrorizado por lo que se exponía en su interior.

Se preguntaba cuándo habían cambiado las reglas. ¿Cuándo lo estrafalario se había vuelto artístico, y quién tenía la autoridad de afirmarlo? ¿Por qué lo banal interesaba al espectador? ¿Adónde había ido a parar la belleza simple? «Eres un viejo cascarrabias, Guido», susurró para sí, haciendo que el hombre de delante se girara y lo mirara fijamente. Brunetti lo ignoró y volvió a centrar su atención en los edificios de la izquierda.

Pasaron ante un
palazzo
donde seis años atrás un amigo suyo le había ofrecido un piso en venta, asegurándole que haría una fortuna con aquel trato: «Quédatelo durante tres años y luego véndeselo a un extranjero. Ganarás un millón.»

Brunetti, cuyo sistema ético era monosilábico de tan sencillo, había rechazado la oferta porque sacar provecho de la especulación de fincas lo incomodaba tanto como la idea de estar en deuda con alguien por haber ganado fácilmente un millón de euros, o incluso aunque fueran diez euros.

Luego pasaron ante la universidad, que Brunetti contempló con afecto doble: su esposa trabajaba en aquel lugar, y ahora su hijo también estudiaba allí. Para satisfacción de Brunetti, Raffi había decidido estudiar historia; no la historia clásica de los antiguos que a él tanto le fascinaba, sino la historia de la Italia moderna, que también le fascinaba pero de manera casi desesperante.

Llegar a la parada de San Silvestro alejó su mente de la continua búsqueda de parecidos razonables entre la Italia de hacía dos mil años y la de hoy. En cuestión de minutos, abrió la puerta principal del edificio y empezó a subir el primer tramo de escaleras. En cada rellano, Brunetti sentía que el peso de los brioches se le bajaba a los pies, y para cuando llegó a su piso, tenía la certeza de haber quemado todas las calorías ingeridas durante la mañana y se sentía preparado para rendir justicia a las sobras de comida.

Cuando entró en la cocina, vio a sus hijos sentados a la mesa con la comida intacta delante. Paola acababa de poner en su sitio un plato de lo que parecían
tagliatelle
con vieiras y, volviendo a los fogones, dijo:

—Hoy he llegado tarde; tenía que hablar con un alumno. Así que hemos decidido esperarte. —Luego, como para evitar que él creyera que su mujer tenía poderes ocultos, añadió—: Te oí entrar.

Él se inclinó para besar a sus dos hijos en la cabeza, y cuando se disponía a ocupar su lugar a la mesa, Raffi preguntó:

—¿Tú sabes algo de la guerra en Alto Adige? —Al ver la sorpresa en el rostro de Brunetti ante aquella pregunta, agregó—: La primera guerra mundial.

—Lo dices como si fuera algo tan remoto como una guerra contra Cartago —adujo Brunetti con una sonrisa mientras desplegaba su servilleta y la extendía sobre el regazo—. Tu bisabuelo luchó en la Gran Guerra, no lo olvides.

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