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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (11 page)

Vianello alcanzó un paquete de palitos de pan.

El dueño volvió con las alcachofas, las dejó sobre la mesa y se fue corriendo. Era la una en punto y el restaurante estaba abarrotado. Los dos policías se alegraron al ver que parecía lleno de gente del lugar: tres de las mesas estaban ocupadas por obreros polvorientos de ropa gruesa y pesadas botas.

—¿Crees que hay lugares en los que todo el mundo coopera? —preguntó Vianello.

Brunetti terminó su primera alcachofa y dejó el tenedor sobre el plato.

—¿Es una pregunta retórica, Lorenzo? —inquirió, y bebió un sorbo de vino.

El inspector arrancó un trozo de pan y lo untó en el aceite de oliva que le quedaba en el plato.

—Están buenas. Me gustan sin ajo. —Al parecer, había sido una pregunta retórica.

—Iremos en coche, pronto estaremos de regreso.

El propietario les retiró los platos vacíos y los sustituyó por la ensalada: finas rodajas de alcachofa y un montón de camarones pequeñitos, todo ello aderezado con trocitos de jengibre.

—Si nadie en la tienda lo reconoce, les pediremos a los agentes de allí que nos echen una mano —dijo Brunetti.

Vianello asintió y pinchó unos cuantos camarones.

—Llamaré a Vezzani y le diré que nos pasaremos después de ir a la tienda —resolvió Brunetti, y sacó el móvil.

Si Mestre no hubiera tenido aquel centro urbano, pequeño pero atractivo, cualquier veneciano que se hubiera visto obligado a trasladarse allí habría considerado su destino una tragedia, o eso había pensado siempre Brunetti. «Caer en desgracia», había escrito Aristóteles, estableciendo las reglas del juego. Los reyes se derrumbaban para convertirse en mendigos ciegos; las reinas asesinaban a sus hijos; los poderosos fallecían por enfermedades incurables o acababan viviendo en la más abyecta pobreza. Si Mestre hubiera sido un barrio marginal, si hubiera albergado sólo rascacielos separados por explanadas de inhóspita desolación; si se hubiera parecido más a Milán y menos a Venecia, entonces elegir o verse obligado a elegir trasladarse allí desde Venecia habría desatado la desgracia. Sin embargo, el centro de la ciudad impedía que el cambio resultara enteramente trágico, por doloroso y triste que fuera.

La zapatería era tan exquisita como su filial veneciana, y el calzado del escaparate parecía el mismo; igual que las dos mujeres que trabajaban allí: una mayor que era la encargada y otra más joven que los recibió con una sonrisa. Brunetti, experto en el cumplimiento de las normas de prioridad, abordó a la mujer con aspecto de encargada y se presentó. Ella no se mostró nada sorprendida ante su llegada, ya que por lo visto había recibido una llamada de Venecia.

—Me gustaría pedirles, a usted y a su compañera, que echaran un vistazo a la foto de un hombre y me dijeran si lo reconocen.

—¿Ustedes son los agentes que fueron a la otra tienda? —preguntó la más joven mientras se les acercaba desde el otro lado del establecimiento, un comentario que le valió la mirada cortante de su superior.

—Sí —respondió Brunetti—. La mujer con la que hablamos allí dijo que el hombre había intentado comprar aquí unos zapatos, pero que ustedes no tenían su número.

Él sabía que ellas sabían que se trataba del hombre muerto hallado en el canal, y ellas sabían que él lo sabía, así que nadie dijo nada.

La mujer mayor, delgada en extremo y con un pecho que tal vez la naturaleza no le hubiera dado, quiso echar un vistazo a la foto. Brunetti se la entregó para indicar que sabía que ella era la encargada.

—Sí —afirmó al ver la foto del fallecido. Se la pasó a la dependienta más joven y cruzó los brazos bajo aquel pecho.

La joven también reconoció al hombre y dijo:

—Sí, ha estado aquí unas cuantas veces. La última, hará cosa de dos meses.

—¿Lo atendió usted,
signorina
? —preguntó Brunetti. —Sí, fui yo. Pero no teníamos su número, y no deseaba ninguna otra cosa.

Volviéndose hacia la otra mujer, Brunetti inquirió: —¿Lo recuerda usted,
signora
?

—No, no lo recuerdo. Por aquí pasan muchos clientes —dijo, y de hecho, en ese preciso momento, dos mujeres entraron en la tienda cargadas con bolsas. Sin molestarse en excusarse, la encargada se acercó y les preguntó si podía ayudarlas.

Brunetti preguntó a la joven, que en realidad era poco más que una niña:

—¿Recuerda algo sobre él,
signorina
? ¿Ha dicho que había estado aquí antes?

Las esperanzas de Brunetti seguían puestas en una compra con tarjeta de crédito. La joven lo pensó un momento y luego respondió:

—Unas cuantas veces. De hecho, un día se compró los mismos zapatos que llevaba puestos.

Brunetti echó una mirada a Vianello, cuyo estilo solía ser mejor para sonsacar información.

—¿Recuerda algo especial sobre él,
signorina
? ¿O le llamó la atención por algo en concreto? —la interrogó el inspector.

—¿Se refiere a que estaba enorme y muy triste?

—¿Lo estaba? —preguntó Vianello mostrándose muy interesado.

Ella hizo una pausa antes de contestar, como si hiciera memoria de aquel hombre en la tienda.

—Bueno, había ganado peso: se le notaba, aunque llevara puesta su chaqueta de invierno, y que yo recuerde no dijo nada que me hiciera pensar que estaba solo o triste. Pero lo parecía; estaba muy callado y no prestaba mucha atención a las cosas. —Entonces, para que ambos comprendieran a qué se refería, añadió—: Se probó unos ocho pares de zapatos, tenía todas las cajas desperdigadas por el suelo y en la silla de al lado. Cuando terminó y vio que seguía sin encontrar los que buscaba, supongo que se sintió culpable por haberme hecho sacar tantos. Tal vez por eso lo recuerde: se ofreció a ayudarme a guardarlos de nuevo en las cajas. Pero metió uno negro con uno marrón, y como al final quedaba un zapato suelto de color negro y una caja con uno marrón dentro, tuvimos que abrirlas todas de nuevo y poner los zapatos donde correspondía.

»Estaba muy avergonzado y se disculpó. —Pensó un momento y agregó—: Nadie se preocupa de estas cosas, ¿sabe? Se prueban diez, quince pares de zapatos, y luego se marchan sin dar las gracias siquiera. Que un cliente me tratara como a una persona fue algo muy bonito.

—¿Le dijo cómo se llamaba?

—No.

—¿O comentó algo sobre sí mismo que usted recuerde?

Ella sonrió ante la pregunta.

—Dijo que le gustaban los animales.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Brunetti.

—Sí, eso dijo. Cuando yo estaba ayudándolo, entró una señora, una de nuestras clientas habituales. Es muy rica: cualquiera lo adivinaría con sólo mirarla, por su manera de vestir, por su manera de hablar, por todo. Sin embargo, lleva ese adorable perro viejo que recogió de la protectora. Le pregunté una vez por él, y me contó que siempre adopta perros de la protectora, a ser posible, viejos. Lo normal sería que una mujer así tuviera una… oh, no sé… una de esas cositas repelentes que se te sientan en el regazo, un caniche o similar. Sin embargo, va por ahí con ese chucho torpe; puede que sea medio beagle, pero vaya usted a saber de qué raza es la otra mitad. El caso es que lo adora, y el perro a ella. Supongo que se merece tener tanto dinero —concluyó, haciendo que Brunetti se preguntara si la revolución no estaría más cerca de lo que él creía.

—¿Y por qué dijo que le gustaban los animales? —inquirió Vianello.

—Porque en cuanto vio al perro preguntó cuántos años tenía, y cuando la señora le contestó que once, él le preguntó si le habían hecho alguna prueba de artritis. Ella dijo que no; y entonces él le comentó que, por la manera en que caminaba el perro, la padecía. Artritis.

—¿Cómo reaccionó la señora? —la interrogó el inspector.

—Oh, le dio las gracias. Ya se lo he dicho: es una mujer muy agradable. Luego, cuando ella se marchó, él me confesó que le gustaban los animales, en especial los perros, y que sabía algunas cosas sobre ellos.

—¿Algo más? —preguntó Brunetti, en vista de que aquello era muy poco para seguir adelante con la investigación.

—No, sólo que era un hombre agradable. Las personas a las que les gustan los animales suelen serlo, ¿no le parece?

—Ya lo creo —respondió Vianello, y Brunetti se limitó a asentir.

La encargada seguía ocupada con las dos mujeres, las tres rodeadas por incontables cajas y zapatos esparcidos por el suelo.

—¿Su compañera habló con él? —preguntó Brunetti.

—Oh, no. Ella estaba atendiendo a la
signora
Persilli. —Al ver que ni el uno ni el otro reaccionaban, precisó—: La señora del perro.

Brunetti sacó la cartera y le dio su tarjeta.

—Si recuerda algo más,
signorina,
le ruego que me llame.

Cuando Vianello y el comisario iban hacia la puerta, ella les preguntó:

—¿Es realmente el hombre asesinado? ¿En Venecia?

Brunetti se giró y, sorprendiéndose a sí mismo por su franqueza, dijo:

—Eso creo.

La joven apretó los labios en una pequeña mueca y meneó la cabeza al oír aquello.

—Así que, si se acuerda de algo, no dude en llamarnos; podría ayudar —insistió, sin especificar cómo sería eso posible.

—Me gustaría ayudar —dijo ella.

Brunetti volvió a darle las gracias y salió de la tienda con Vianello.

14

—Un hombre con Madelung al que le gustan los animales y que sabe algunas cosas sobre perros —reflexionó Vianello mientras se dirigían hacia el coche que los llevaría a Mestre.

Para ser más práctico, Brunetti sugirió:

—Vamos a hablar con Vezzani. Seguramente ya habrá regresado de Treviso.

Había ido a la zapatería con la gran esperanza, incluso con la expectativa, de descubrir la identidad de aquel hombre. Sin embargo, no le producía el menor bochorno pensar lo mucho que había deseado poder entrar en el despacho de Vezzani con el nombre de la víctima. Ahora que esa posibilidad se había esfumado, aceptó el hecho de que no había nada que hacer salvo lo que ambos sabían que deberían haber hecho antes: ir a la
questura
de Mestre y solicitar su cooperación.

Se sentó en el asiento de copiloto y pidió al conductor que los llevara a la
questura.
El conductor le recordó que se pusiera el cinturón de seguridad, y Brunetti, que lo consideraba ridículo para un trayecto tan corto, aun así so lo puso. Pasadas las cuatro, parecía que había mucho tráfico, aunque él tampoco era un experto en el tema.

Ya en el interior del edificio, mostró su placa y dijo que había quedado con el
commissario
Vezzani. Habían trabajado en el mismo equipo de investigación sobre el personal de equipajes del aeropuerto años atrás —el caso del que Pucetti seguía ocupándose—, habían pasado juntos por aquel infierno y luego habían resurgido de las cenizas, los dos más sabios y también más pesimistas, pero con una idea mucho más clara de los extremos a los que un astuto letrado podía llevar los derechos de los acusados.

El agente de servicio señaló el ascensor y dijo que el despacho del
commissario
estaba en la tercera planta. Vezzani era de Livorno, pero había vivido tanto tiempo en el Véneto que su acento había adoptado la cadencia cantarina de la región, y una vez, en una pausa durante el interminable interrogatorio de dos acusados de robo a mano armada, le había contado a Brunetti que sus hijos hablaban con sus amigos en
veneziano
de Mestre.

Vezzani se puso en pie al verlos entrar: era un hombre alto y delgado de pelo prematuramente cano cortado a ras del cráneo, tal vez en un vano intento por disimular el color. Le estrechó la mano a Brunetti, palmeándole el brazo a modo de saludo, y tendió la mano a Vianello, con quien también había trabajado anteriormente.

—¿Habéis averiguado de quién se trata? —preguntó cuando los tres se hubieron sentado.

—No. Hemos hablado con las dependientas de la zapatería, pero ellas no han podido decirnos de quién se trata. Todo cuanto dijo una de ellas fue que le gustaban los perros y que entendía algo de animales.

Si a Vezzani le pareció curioso que hablara de animales mientras compraba un par de zapatos, no hizo ningún comentario al respecto y se limitó a preguntar:

—¿Y qué enfermedad habéis dicho que tenía?

—Madelung. Afecta a alcohólicos o drogadictos, pero Rizzardi dijo que no había indicios de que ese tipo bebiera en exceso o consumiera drogas.

—Entonces ¿la contrajo porque sí?

Brunetti asintió, recordando el cuello ancho y el torso arqueado del fallecido.

—¿Podría ver la foto? —preguntó Vezzani.

Brunetti se la entregó.

—¿Y dices que Pucetti hizo esto? —inquirió Vezzani, tomando la foto entre sus manos para mirarla con detenimiento.

—Sí.

—He oído hablar de él. —Luego Vezzani cambió de tono—: Dios santo, ojalá tuviera yo aquí a unos cuantos como él.

—¿Tan mal está la cosa?

Vezzani se encogió de hombros.

—¿O es que no me lo quieres contar? —insistió Brunetti.

Vezzani soltó una carcajada que sonó seria.

—Si hubiera una oferta como agente de patrulla en Caltanissetta, me sentiría tentado, créeme.

—¿Por qué?

Vezzani se frotó la mejilla derecha con la palma de la mano: tenía tanto pelo que Brunetti pudo percibir el sonido rasposo de la incipiente barba incluso a esa hora del día.

—Porque aquí no pasa gran cosa, y cuando pasa, hay muy poco que nosotros podamos hacer.

Entonces, como si el tema fuera demasiado espinoso, Vezzani se levantó rápidamente y cogió la foto.

—Dejadme que me lleve esto abajo y que se lo enseñe a los agentes. A ver si alguien lo reconoce.

Cuando Brunetti asintió, salió de su despacho.

Brunetti se puso en pie y se acercó a un tablón de anuncios en el que había colgadas circulares con el sello del Ministerio de Interior. Leyó algunas y reparó en que eran los mismos informes y las mismas notificaciones que entraban y salían de su propio despacho. Quizá podría meter los suyos en maletas, llevarlas a la estación de tren y dejarlas desatendidas unos minutos o hasta que alguien las robara. No parecía haber otra manera de ocuparse de una vez por todas de aquellos papeles. ¿Debería proponérselo a Patta?, se preguntaba. Permaneció allí de pie mirando al tablón, imaginando el diálogo con su superior.

Vezzani entró a toda prisa en el despacho.

—Es veterinario —afirmó.

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