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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (15 page)

Brunetti se sintió fulminado por lo incómodo de la situación, los cuatro allí de pie en la entrada. No le parecía el mejor escenario para lo que tenía que decir, pero no tenía alternativa.

—Acabamos de hablar con la señora del
dottor
Nava —comenzó. Luego, por si aún era necesario, precisó—: Somos policías.

Ella asintió, animándolo a continuar.

—El doctor ha fallecido —soltó Brunetti, sin hallar mejor manera de expresarlo.

—¿Cómo? —preguntó ella, visiblemente consternada—. ¿En un accidente?

—No,
signora.
No fue un accidente —respondió Brunetti de modo evasivo—. No llevaba identificación, por eso hemos tardado tanto en venir.

Mientras le hablaba, ella se quedó con la mirada perdida, para refugiarse en algún lugar de su interior. Se apoyó con una mano en el mostrador de recepción. Ninguno de los hombres dijo nada.

Al cabo de lo que pareció una eternidad, se enderezó y se volvió hacia Brunetti.

—¿No fue un accidente? —inquirió.

—No lo parece,
signora
—contestó Brunetti.

Como un perro al salir del agua, ella dio una sacudida a todo su cuerpo y preguntó con voz tensa:

—¿Qué fue, entonces?

—Víctima de asesinato.

Ella se mordió el labio superior.

—¿Era el hombre que encontraron en Venecia?

—Sí —confirmó Brunetti preguntándose por qué no se habría puesto en contacto con ellos si tenía alguna sospecha—. ¿Por qué lo pregunta,
signora
?

—Porque nadie ha sabido nada de él durante dos días, y ni siquiera su mujer sabe dónde está.

—¿Nos avisó usted,
signora
?

—¿A la policía? —preguntó ella con franca sorpresa.

Brunetti tuvo la tentación de preguntarle a quién, si no, pero se resistió y se limitó a responder con un simple «sí».

Como si hasta ese momento no hubiera sido consciente de la presencia de los tres hombres que estaban de pie en la recepción, dijo:

—Quizá podamos hablar en mi despacho.

Ellos la siguieron por el pasillo, donde el olor animal era aún más fuerte, hasta el cuarto de la derecha. El recepcionista estaba sentado en una silla de respaldo recto arrimada a una pared, con un conejo blanco y negro en el regazo; al conejo le faltaba una oreja, aunque por lo demás parecía lustroso y bien alimentado. Un enorme gato gris dormía al sol en el alféizar de la ventana que había detrás. Abrió un ojo cuando entraron, pero enseguida lo cerró.

Al verlos llegar, el chico se inclinó y dejó el conejo en el suelo y abandonó el despacho en silencio. El conejo se acercó a Vianello dando brincos y le olió el dobladillo de los pantalones, luego hizo lo propio con Vezzani, y también con Brunetti. No satisfecho con eso, brincó hasta la
signora
Baroni y se incorporó sobre sus patas traseras para apoyarse en la pierna de la mujer. A Brunetti le sorprendió comprobar que sus patas delanteras le llegaban por encima de la rodilla.

Ella se agachó y lo recogió del suelo, diciendo:

—Vamos, Livio. —El animal se acomodó en sus brazos. Ella fue a sentarse tras la mesa y Vianello se arrimó al alféizar, dejando las dos sillas frente a la mesa libres para los
commissari.
En cuanto la
signora
Baroni se hubo sentado, el conejo se quedó dormido en su regazo.

Como si no se hubiera producido interrupción alguna, la mujer dijo, rascándole distraídamente la barriga al conejo con los dedos de una mano:

—No los avisé porque Andrea sólo se había ausentado un día del trabajo, y hoy otra vez. Iba a llamar de nuevo a su esposa, pero entonces llegaron ustedes. —Dejó de atender al conejo y miró a los tres hombres, como para asegurarse de que todos ellos la escuchaban y habían comprendido lo que acababa de decir—. Cuando usted mencionó que había sido víctima de un asesinato, obviamente lo primero que acudió a mi mente fue ese hombre de Venecia.

—¿Por qué «obviamente»,
signora
? —inquirió Brunetti con voz agradable.

Sus dedos volvieron a prodigar atenciones al conejo, que parecía haberse transformado en un peluche despatarrado.

—Porque el periódico decía que el hombre aún no había sido identificado, Andrea seguía sin aparecer, y ustedes son de la policía y están aquí. Por eso he llegado a esa conclusión. —Cambió de rodilla al conejo, que se resistía a despertar de su coma, y preguntó—: ¿Me equivoco?

Brunetti contestó:

—Todavía no es definitivo. —Y enseguida añadió—: Apenas queda lugar a dudas, pero necesitamos una identificación segura que lo confirme. —Se dijo a sí mismo que había olvidado pedírselo a la señora de Nava, lo cual no era del todo cierto.

—¿Quién debe realizarla? —preguntó la mujer.

—Alguien que lo conociera bien.

—¿Tiene que ser de la familia?

—No necesariamente, no.

—Su esposa es la persona indicada, ¿verdad?

—Sí.

La
signora
Baroni tomó al conejo, lo despertó a medias y lo posó delicadamente a sus pies; él se alejó brincando hasta la pared de al lado, se estiró en el suelo y enseguida se durmió. Ella se sentó derecha en la silla, miró a Brunetti a los ojos, y dijo:

—¿Podría hacerlo yo? Trabajamos juntos durante seis años.

—Sí, desde luego —respondió él—. ¿Por qué?

—Sería demasiado para Anna.

Aunque se sorprendió, Brunetti se sintió aliviado por poder ahorrarle al menos esa situación a la esposa de Nava.

La
signora
Baroni parecía saber mucho sobre la vida del veterinario, tanto personal como profesional. Sí, estaba al corriente de la separación de su esposa y sí, pensaba que no era feliz con su trabajo en el matadero. Llegados a aquel punto, ella suspiró y agregó que Nava había dejado claro que, por desagradable que pudiera resultarle el trabajo, se sentía obligado a conservarlo, entre otras razones, «para pagarme a mí el sueldo en la clínica», explicó ella. Dicho aquello, cerró los ojos un momento y se frotó la frente con los dedos.

—Él lo decía en broma, claro —añadió levantando la mirada hacia Vianello—. Pero era verdad.

Brunetti preguntó:

—¿Comentó algo más sobre su trabajo allí,
signora
?

Ella se agachó y recogió al conejo durmiente, que no abrió los ojos. Empezó a acariciarle la única oreja que tenía. Hasta que por fin dijo:

—A mí nunca me comentó nada, pero yo creo que le preocupaba algo más que el trabajo.

—¿Tiene idea de qué podría haber sido? —inquirió Brunetti.

Ella se encogió de hombros, importunando al conejo con el movimiento. El animal saltó al suelo de nuevo, pero esta vez se acercó a un radiador y se acurrucó al lado.

—Supongo que una mujer —respondió al fin—. Suele pasar, ¿verdad?

Ninguno de los hombres contestó.

—Él nunca me habló del tema, si eso es lo que quieren saber. Y yo tampoco le pregunté porque no quería saberlo. No era asunto mío.

Acto seguido, ella les explicó qué era «asunto suyo»: concertar citas; enviar muestras a los laboratorios y registrar los resultados correspondientes a cada animal; enviar facturas y llevar la contabilidad; a veces, ayudar con exámenes médicos y tratamientos. Luca y otro ayudante, que aquel día no estaba, recibían a los pacientes, daban de comer a los animales y ayudaban al doctor Nava con los trámites, y no, nunca lo había amenazado el propietario, aunque algunos llegaban a estar muy afectados por la muerte de sus mascotas. Al contrario: la gente veía que se tomaba muy en serio a sus mascotas, por eso caía bien.

Sí, él vivía arriba, había pasado allí los tres últimos meses. Cuando Brunetti le contó que tenían las llaves y querían echar un vistazo a su apartamento, ella dijo que no veía por qué no iban a poder hacerlo.

Los condujo hasta una puerta al fondo del pasillo, argumentando:

—Como antes todo esto era una sola casa, al apartamento se accede por aquí.

Brunetti le dio las gracias y abrió la puerta con una de las llaves encontradas en el bolsillo de Nava que él había sacado de la sala de pruebas. En la cima de las escaleras había otra puerta sin cerrar que daba a un gran espacio abierto desde el patio trasero hasta la fachada, como si los constructores originales no hubieran tenido tiempo de distribuirlo en piezas separadas. Decir que el piso estaba poco amueblado era quedarse corto: había un sofá de dos plazas frente a un pequeño televisor plantado en el suelo, con una pila ordenada de DVD delante. Había una mesa de madera ante la ventana que daba a la parte de atrás de la casa y que ofrecía una panorámica del vecindario. A la izquierda de la ventana, una cocina eléctrica con dos fogones asomaba sobre una estrecha mesita de madera; el fregado habitual había desgastado el esmalte. Había unas ollas limpias colgadas de unos ganchos sobre un escaso fregadero, y un cuenco de cerámica rebosante de manzanas coronaba una nevera diminuta.

Había una cama individual bajo el alero al fondo de la habitación, hecha con precisión militar. Arrimada a la pared de enfrente, había una segunda cama con una colcha de Mickey Mouse bien remetida y un montículo de animales de juguete.

Un armario de cartón piedra se apoyaba en la pared del fondo. Brunetti examinó el interior y vio unos cuantos trajes y un gabán que combaban con su peso la barra del ropero en forma de U. Debajo había varios pares de zapatillas pequeñas y, a su derecha, tres pares más grandes de zapatos, uno de los cuales, Brunetti observó, eran unos deslucidos mocasines marrones con borlas. Encima de la barra, unas camisas blancas envueltas en bolsas de plástico se apilaban sobre un anaquel, mientras que el de abajo albergaba la ropa bien plegada de un niño pequeño.

El cuarto de baño era tan espartano como todo lo demás, pero sorprendió a Brunetti por su pulcritud. De hecho, en aquel apartamento no había tazas vacías, ni ropa descuidada, envoltorios de comida, platos sucios o cualquiera de los desechos que Brunetti asociaba a los hogares de gente abandonada o solitaria.

Unos cuantos libros y revistas descansaban sobre la mesilla que había junto a la cama del hombre. Brunetti se acercó a echar un vistazo. Había un libro sobre vegetarianismo y, metida entre sus páginas, la fotocopia de un cuadro sinóptico con las combinaciones de cereales y verduras que más proteínas y aminoácidos aportaban. También había un artículo impreso sobre el envenenamiento por plomo y lo que parecía un libro académico sobre enfermedades bovinas. Brunetti lo hojeó, contempló dos fotos y lo dejó en su sitio.

Sus compañeros se paseaban por el apartamento sin agacharse a examinar algo interesante ni pararse a señalar un objeto o una incongruencia. En el cuarto de baño sólo había jabón, cuchillas de afeitar y toallas. Una cómoda a los pies de la cama contenía ropa interior de hombre limpia y plegada y, en el cajón inferior, toallas y sábanas limpias.

No había rastro del desorden que se suele encontrar en la residencia habitual de un niño. Sólo la ropa decía algo de las personas que usaban aquel apartamento, y lo único que decía era que se trataba de un hombre de tamaño considerable y un niño pequeño.

—¿Vosotros creéis que es así como vivía, o alguien más ha estado aquí? —terminó por preguntar Brunetti.

Vezzani se encogió de hombros, reacio a contestar. Vianello echó otra larga ojeada en derredor y luego respondió:

—Odio decir esto, pero yo creo que vivía así.

—¡Pobre diablo! —exclamó Vezzani.

Como ninguno de ellos tenía nada más que decir, al poco rato se marcharon.

17

Los tres convinieron en que sería más acertado ir al matadero a la mañana siguiente, cuando el lugar estuviera a pleno rendimiento. Mientras Vezzani los llevaba en coche de regreso a Venecia, por el puente a Piazzale Roma, Brunetti se quedó mirando el enorme complejo industrial de Marghera desde el lado derecho del coche. Sus pensamientos no estaban puestos en la ración diaria de muerte que expulsaban las chimeneas, sino en el matadero y en la idea de que la primera hora de la mañana era el mejor momento para la muerte. ¿No había la KGB exterminado a gente en la oscuridad de la noche, con los sentidos de sus víctimas embotados de sueño?

El timbre del teléfono de Vianello interrumpió aquellas reflexiones. Desde el asiento de atrás, el inspector explicó:

—Es Foa. Dice que no puede venir a recogernos. Está amarrado junto a la casa de Patta, esperando a que bajen él y su esposa. Tiene que llevarlos a Burano.

—Sin duda, un asunto de la policía —comentó Vezzani, dando así a entender que la reputación de Patta llegaba incluso a la
questura
de Mestre.

—Lo es, si la policía tiene que investigar un restaurante —repuso Vianello.

Brunetti le dijo que recordara al piloto que seguía esperando un informe sobre las mareas de la noche en que asesinaron a Nava. Vianello transmitió el mensaje y colgó.

—¿Vosotros tenéis idea de lo afortunados que sois? —preguntó Vezzani.

Brunetti se volvió hacia él para preguntar:

—¿Por trabajar para Patta?

Vezzani se echó a reír.

—No, por trabajar en Venecia. Allí apenas hay crímenes de los que valga la pena hablar. —Antes de que alguno de los dos pudiera protestar, dijo—: No me refiero a ese tal Nava, sino en general. Los peores delincuentes son los políticos, pero como no se les puede hacer nada, no cuentan. ¿Y qué nos queda? ¿Unos cuantos robos, algún turista al que le mangan la cartera? ¿El tipo que asesina a su esposa y llama a la policía para confesar el crimen? Así uno se pasa los días leyendo noticias de los idiotas de Roma, o esperando a que el siguiente ministro del Interior sea procesado para tener jefe nuevo y nuevas noticias, o bajando a la calle a tomar un café y a tomar el sol mientras hojea el periódico. —Intentó hacer que pareciera una broma, aunque Brunetti sospechaba que decía muy en serio cada una de sus palabras.

Brunetti echó una rápida mirada al espejo retrovisor, pero sólo vio reflejado el hombro izquierdo de Vianello. Con voz serena, repuso:

—La gente reza para que llueva. Tal vez nosotros deberíamos rezar para que se produzcan asesinatos.

Vezzani apartó los ojos de la carretera un instante para mirar a Brunetti, pero no había nada que leer en su rostro, como nada había escrito en su voz.

En Piazzale Roma, Brunetti y Vianello se apearon del coche y se acercaron para estrecharle la mano a Vezzani; luego Brunetti dijo que a la mañana siguiente ya se encargaría de llevarlos al matadero uno de sus propios agentes. Vezzani no se molestó en objetar, se despidió y se marchó.

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