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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (19 page)

Pero no había ni rastro del entrenador Bianchi. Brunetti se agachó, se desenfundó los pies y propinó una patada a los cubrezapatos de plástico, después se levantó a trompicones y buscó a tientas la cremallera del mono. Se liberó de las mangas, luego se lo bajó todo hasta debajo de las rodillas y se sentó de nuevo para quitárselo por los pies. Sin nada más que hacer, lo recogió del suelo y realizó un torpe intento de plegarlo, para acabar arrojándolo a un montículo que había en el banco de al lado.

Cuando se volvió hacia Vianello, Brunetti advirtió que seguía allí quieto.

—Vamos, Lorenzo. El conductor nos espera fuera.

Moviéndose como un hombre adormilado o sumergido en el agua, Vianello se despojó de la otra manga y usó las dos manos para ponerse en pie. Tiró del mono hacia abajo, sin percatarse de que no había abierto la cremallera hasta el final; se le quedó atascado en la cintura y en las caderas y, por mucho que empujara, no conseguía zafarse de él.

—La cremallera, Lorenzo —dijo Brunetti, señalándola, reacio a ayudarlo.

Vianello vio lo que tenía que hacer y lo hizo. Él también se sentó, primero para quitarse los zapatos y desvestirse por los pies, luego para volver a calzarse. Sufrió un momento de ofuscación hasta que se dio cuenta de que antes debía retirar los cubrezapatos; pero en cuanto se hubo aclarado, terminó enseguida. Al igual que Brunetti, recogió el mono del suelo y lo dejó sobre el banco que tenía al lado.


Bene
—dijo Vianello—.
Andemmo.

En vista de que Bianchi y la
signorina
Borelli seguían sin aparecer, los dos desanduvieron sus pasos hacia la entrada. Cuando salieron de la nave, el sol iluminó sus cuerpos, sus cabezas, sus manos, incluso sus pies, con tal gracia y generosidad que la estampa evocó en Brunetti los grabados de Akenatón recibiendo la radiante bendición de Atón, el dios del Sol. Se quedaron allí de pie en silencio como estatuas egipcias, dejando que el sol los templara y los librara de la atmósfera miasmática de la edificación.

Enseguida, el coche se detuvo justo delante sin que ninguno de ellos lo oyera llegar, por lo acostumbrados que estaban sus oídos a los sonidos estridentes del interior.

El conductor bajó la ventanilla y les gritó:

—¿Están listos para marcharse?

20

Esta vez, ambos se subieron al asiento trasero del coche. Aunque fuera no hacía calor, tanto Brunetti como Vianello abrieron las ventanillas y se sentaron con las cabezas apoyadas en el asiento, para dejar que el aire los bañara. El conductor, que algo raro notaba, permaneció en silencio pero tuvo el detalle de llamar por teléfono a la
questura
y pedir que enviaran una lancha a recogerlos cuando llegaran a Piazzale Roma.

De regreso a la ciudad, pasaron por la apacible campiña que se preparaba para colmarse de riqueza en verano. Los árboles lucían los primeros brotes que desplegarían la magia de las hojas. Brunetti dio gracias por el verde y por su promesa. Unos pájaros que reconoció pero cuyo nombre no recordó se posaban entre los retoños de los árboles, parloteando los unos con los otros sobre su reciente vuelo al norte.

Esta vez Vianello y Brunetti no se fijaron en las
villas,
sólo en los coches con los que se cruzaban o que los adelantaban. Tampoco hablaron, ni entre ellos ni con el conductor. Dejaron pasar el tiempo, conscientes de que éste borraría algunos de sus recuerdos. Brunetti fue el primero en fijar su atención en el paisaje. Pensaba qué bella era la tierra, y qué bello, cultivarla: los árboles, las viñas que empezaban a resurgir del invierno; incluso el agua en la cuneta de la carretera pronto ayudaría a las plantas a despertar de su letargo.

Volvió la vista al tráfico que se aproximaba y cerró los ojos. Al cabo de lo que pareció sólo un instante, el coche se detuvo y el conductor dijo:

—Hemos llegado,
commissario.

Brunetti abrió los ojos y vio la taquilla de la ACTV; más allá, el agua y el
embarcadero
del número 2.

Vianello ya estaba saliendo por el otro lado del coche. Brunetti dio las gracias al conductor y cerró suavemente la portezuela, alegrándose al ver que Vianello se inclinaba para decirle algo al agente. El inspector sonrió, palmeó el capó del coche y se volvió hacia el agua.

Descendieron los peldaños bajos y se dirigieron a la izquierda, donde encontraron al ayudante de Foa charlando con un taxista, sin apartar los ojos del lugar por el que ellos aparecerían. A Brunetti le sorprendió que el joven piloto conservara el aspecto de unas horas antes. Éste se llevó una mano al ala de la gorra en lo que podría haber sido tanto un gesto de amistoso reconocimiento como un saludo policial, y Brunetti deseó que fuera lo primero.

El piloto le ofreció
Il Gazzetino
de la mañana, que llevaba doblado y embutido detrás del timón. Pero Brunetti necesitaba contemplar distancia, color, belleza y vida, no las líneas apretujadas de la palabra escrita, así que no dio muestras de querer hojearlo, y el joven se agachó para poner en marcha el motor.

—No dé la vuelta a la estación. Vamos por el Canal.

De esta manera, aunque el trayecto fuera más largo, evitarían pasar junto al paso elevado, donde verían las chimeneas de Marghera, y también se ahorrarían tener que pasar entre el hospital y el cementerio. Ni Brunetti ni Vianello hablaron, pero ambos optaron por quedarse al sol, en cubierta. Los rayos luminosos caían directamente sobre ellos, calentándoles la cabeza y haciéndoles sudar bajo sus chaquetas. Brunetti notó la camisa mojada aferrándosele a la espalda, y hasta una gota resbalándole por la sien. Se había dejado las gafas de sol y, como un capitán de navío del siglo XVIII, se resguardó los ojos con la mano y miró a lo lejos. Y no vio un atolón tropical de prístinas playas ni las tempestuosas aguas del cabo de Buena Esperanza, sino el puente de Calatrava aún en pañales con turistas de manga corta asomándose al antepecho para fotografiar la lancha de la policía. Él les sonrió y los saludó con la mano.

Ninguno de los tres habló al pasar bajo el puente, ni bajo aquél ni bajo ningún otro, ni siquiera cuando pasaron junto a la basílica, ni cuando dejaron San Giorgio a la derecha. Brunetti trató de imaginar cómo sería ver todo aquello por primera vez. Con ojos vírgenes. Se le ocurrió que aquel asalto de belleza era el polo opuesto de lo acontecido en Preganziol, si bien ambas experiencias resultaban igual de sobrecogedoras; cada una violentaba al espectador a su manera.

El piloto deslizó la lancha por el canal hasta el embarcadero que había frente a la
questura,
se bajó de un brinco con el cabo en la mano y lo amarró al bolardo. Mientras Brunetti desembarcaba, el joven empezó a decirle algo, pero entonces el motor lanzó un estertor, y calló para subir de nuevo a cubierta. Cuando lo hubo apagado, Brunetti y Vianello ya estaban dentro del edificio.

Brunetti no sabía qué decirle a Vianello; no recordaba haberse visto nunca en esta tesitura, como si lo que acababan de vivir juntos fuera demasiado intenso para que ningún comentario, o casi ninguna conversación, sirviera de nada. Aquel desasosiego quedó truncado por el hombre de la entrada, que dijo:


Commissario,
el
vicequestore
quiere verlo.

La idea de tener que lidiar con Patta acudió a su mente como un soplo de aire fresco: Brunetti esperaba que aquella experiencia sin duda desagradable lo devolviera a la vida cotidiana. Miró a Vianello y rompió el silencio.

—Voy a hablar con él, luego paso a buscarte para ir al bar. —Primero la reintroducción a la rutina y después el placer de la ordinaria humanidad.

Como la
signorina
Elettra no se hallaba sentada a la mesa del antedespacho, Brunetti llamó a la puerta de Patta, sin conocimiento previo del nivel o la causa del disgusto de su superior. Porque no cabía duda de que el
vicequestore
estaba disgustado; sólo momentos de gran irritación con su subordinado podían inducirlo a dejar recado abajo de que Brunetti subiera a verlo nada más llegar. En los instantes previos, Brunetti, tal como un gimnasta a punto de subirse a las anillas, respiró hondo unas cuantas veces y se preparó lo mejor que pudo para realizar el ejercicio.

Llamó a la puerta con firmeza, produciendo el sonido más masculino de que fue capaz: tres golpes secos que anunciaban su llegada. Brunetti interpretó el grito de respuesta como una invitación a entrar. Se fijó en que Patta iba vestido como un hacendado pero, al instante, se percató de que su superior había ido demasiado lejos en pos de la perfección indumentaria, porque lucía una auténtica chaqueta de cazador. Era de tweed marrón claro, larga y entallada, con el obligado parche de ante marrón en el hombro derecho y un bolsillo en el izquierdo. Debajo, unos bolsillos con prácticas solapas fáciles de desabotonar permitían a quien la llevara puesta echar mano de más cartuchos de escopeta. La camisa blanca estaba confeccionada en una discreta tela de cuadros, a juego con una corbata de seda verde salpicada de diminutas ovejas amarillas que le recordaban a Brunetti las del mosaico tras el altar principal en la basílica de San Apolinar, en Classe, Rávena.

Muy en la línea de Santo Tomás, incapaz de creer en la Resurrección de Cristo hasta haber metido el dedo en una de las llagas de su Maestro, Brunetti sintió el impulso de acercarse y posar la mejilla sobre el parche de ante marrón en el hombro de Patta, pues el parche era la prueba, por extravagante que pareciera, de toda existencia. En aquel momento, aún afectado por los acontecimientos del día, el espíritu de Brunetti necesitaba comprobar que lo ordinario, es decir, la esencia de la vida, seguía ahí, ¿y qué mejor prueba que aquella absurda demostración? Ahí estaba Patta hablando por teléfono, ahí estaba la coherencia, la Prueba. El
vicequestore
levantó la mirada y, en cuanto vio quién acababa de entrar, dijo algo y colgó.

Brunetti resistió la tentación de agacharse y mirar por debajo para saber si el
vicequestore
llevaba puestos los robustos zapatos que sus lecturas de novela inglesa le habían enseñado a denominar
«brogues».
Ante la mesa tuvo que hacer un esfuerzo para no agradecer a su superior que lo devolviera a la vida. En vez de eso, Brunetti dijo:

—Di Oliva me ha dicho que quería usted hablar conmigo, señor.

Patta tomó un ejemplar de
Il
Gazzetino,
el periódico que Brunetti había rehusado hojear en la lancha.

—¿Lo ha leído? —preguntó Patta.

—No, señor —respondió Brunetti—. Esta semana mi esposa me está obligando a leer
L’Osservatore Romano.

Se disponía a añadir que era el único rotativo que ofrecía un seguimiento diario de los compromisos oficiales del Santo Padre, como el
Times
con su calendario de actividades de la familia real; aunque hacía siglos que no leía aquel periódico y no estaba seguro de si ése era el caso, ni de si su gratitud le permitía seguir aguijoneando a Patta. De modo que se contuvo encogiéndose de hombros como un auténtico pelele y tomó el periódico.

Patta lo sorprendió entregándoselo con amabilidad y diciendo:

—Siéntese y léalo. Está en la página cinco. Luego explíqueme de dónde ha salido el móvil.

Apresurándose a acatar la orden, Brunetti se sentó y abrió el periódico, y enseguida encontró el titular: «Identificado el misterioso hombre del canal como un veterinario de la zona.» El artículo proporcionaba el nombre y la edad de Nava; decía que vivía en Mestre, donde regentaba una clínica veterinaria privada, y también que se había separado de su esposa y tenía un hijo. La policía que investigaba el caso contemplaba la posibilidad de una «vendetta personal».

—¿Una
«vendetta privata
»? —Brunetti alzó la vista.

—Eso es precisamente lo que yo quería preguntarle,
commissario
—dijo Patta con un sarcasmo rayano en la lascivia—. ¿De dónde salió esa idea?

—De su esposa, de sus parientes, de cualquiera con el que hablara el periodista, o quizá al redactor le gustara cómo quedaba. Quién sabe.

Brunetti sopesó por un momento el acierto de insinuar que el responsable también podría haber sido alguien de la
questura,
pero la prudencia y la sabiduría de que la vida es larga lo silenciaron.

—¿Niega usted haberlo sugerido? —preguntó Patta con voz serena.


Vicequestore
—dijo Brunetti en su tono más pausado y razonable—, no importa de dónde saliera la idea.

Conociendo las luces y las sombras de la mente de Patta como él las conocía, Brunetti prosiguió:

—Bien pensado, una «vendetta personal» es mucho mejor que un ataque fortuito.

Tuvo la cautela de no apartar los ojos del periódico y no prestar atención a Patta al decir aquello, hablando como absorto en sus propias reflexiones. Seguramente a Patta le importaba bien poco que un hombre hubiera sido apuñalado y arrojado a un canal, mientras el hombre fuera de la zona. En cambio, si se hubiera tratado de un turista, el crimen lo habría desconcertado, y si la víctima hubiera sido un turista de un rico país europeo, huelga decir lo desmesurada que habría sido la reacción del
vicequestore.

—Puede —observó Patta de mala gana, y Brunetti enseguida tradujo aquello como un tácito: «Puede que tenga razón.»

Plegó el periódico y lo dejó ante su superior, poniendo cara de entusiasta y servicial.

—¿Y qué ha hecho usted? —preguntó Patta al fin.

—Hablé con su esposa. Su viuda.

—¿Y? —dijo Patta, aunque Brunetti dedujo por el tono de voz que aquél no era el mejor día para jugar con el
vicequestore.

—Me contó que estaban separados; sin lugar a dudas, ella quería el divorcio. Él estaba liado con una compañera de trabajo. No de su clínica, sino de un
macello
donde trabajaba dos días por semana, a las afueras de Preganziol. —Hizo una pausa para concederle a Patta el beneficio de la pregunta, pero su superior simplemente asintió—. Parece ser que algo le preocupaba.

—¿Algo más que esa mujer? —inquirió Patta.

—Eso parece, a juzgar por lo que su esposa dijo, o por la manera en que lo dijo. Yo quería hacerme una idea del lugar. —Brunetti no alcanzó a decir más.

—¿Y?

—No es un lugar agradable: matan animales y los descuartizan —contestó Brunetti sin rodeos—. Hablé con la presunta amante.

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