Read La palabra se hizo carne Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (29 page)

—¿Y si no me acuerdo? —preguntó Meucci. Brunetti oyó miedo en la pregunta, más que sarcasmo.

—Entonces esperaré y le daré tiempo para que se acuerde,
signor
Meucci.

Meucci asintió de nuevo y Brunetti volvió a dar por bueno el gesto en lugar de la afirmación verbal.

—¿Cómo se enteró de que había una plaza vacante en el
macello
?

La voz de Meucci no titubeó al decir:

—El hombre que trabajaba allí antes que yo me llamó una noche; éramos amigos en la universidad. Me comentó que iba a dejarlo y me preguntó si yo estaría interesado en ocupar su puesto.

—¿Sabía su amigo que no había terminado usted sus estudios? —inquirió Brunetti.

Vio que Meucci se disponía a mentir y alzó su dedo índice en un gesto que solía hacer su profesora de religión en la escuela.

—Probablemente —dijo al fin Meucci, y Brunetti valoró que no se hubiera prestado a vender a un amigo.

—¿Y por qué lo reemplazó usted?

—Él habló con alguien de allí, y luego fui yo un día al
macello
para una entrevista. Me explicaron lo que tenía que hacer.

—¿Se mencionó su falta de preparación?

—No.

—¿Tuvo que presentar un currículo?

Tras la más breve indecisión, Meucci respondió:

—Sí.

—¿Y en él figuraba que usted era licenciado en veterinaria?

En voz más baja, Meucci repitió:

—Sí.

—¿Le pidieron comprobantes, fotocopias del título?

—Me dijeron que no era necesario.

—Ya —observó Brunetti. Entonces preguntó—: ¿Quién se lo dijo?

Meucci, que no parecía consciente de sus actos, sacó un cigarrillo de la cajetilla y se lo llevó a la boca. Extrajo un mechero del bolsillo y lo encendió. Hacía años, Brunetti había visto a un anciano apearse de un tren que había hecho una parada en una estación para encender un cigarrillo, darle tres caladas increíblemente largas y, al oír el silbato del revisor, apagarlo y volver a guardarlo en el paquete. Exhalando por la boca el aliento de un dragón, el anciano se había subido al tren justo cuando éste empezaba a moverse. El comisario permanecía allí sentado viendo cómo Meucci apuraba el cigarrillo con la misma ciega avidez. Cuando ya sólo quedaba una ínfima colilla y la pechera de su chaqueta estaba lo bastante espolvoreada de ceniza, Meucci miró a Brunetti.

Brunetti abrió el cajón del medio, desprecintó una cajita de Fisherman’s Friend y la vació. Le acercó bruscamente a Meucci la tapa de la caja y vio cómo apagaba la colilla en su interior.

—¿Quién le dijo que el título no era necesario?

—La
signorina
Borelli —contestó Meucci, y encendió otro cigarrillo.

29

—Es la ayudante de Papetti, ¿verdad? —preguntó Brunetti, como si no la conociera.

—Sí —afirmó Meucci.

—¿Quién sacó el tema de su título?

—Fui yo —dijo Meucci, quitándose el cigarrillo de la boca—. Supongo que estaba nervioso por que pudieran descubrirlo, aunque Rub… —se interrumpió antes de pronunciar el nombre completo de su predecesor, demasiado aturdido ante lo que le estaba ocurriendo para darse cuenta de que ésa era información de dominio público—. Mi colega me aseguró que no habría ningún problema. Pero yo no las tenía todas conmigo. Así que le pregunté a ella si había revisado mi currículo y si le parecía correcto. —Lanzó a Brunetti una mirada sedienta de comprensión—. Supongo que necesitaba saber que sabían que yo no estaba colegiado, y que no importaba, que eso no volvería a perseguirme nunca más. —Meucci apartó la mirada de Brunetti y la desvió hacia la ventana.

—¿Y fue así? —inquirió Brunetti con lo que parecía auténtica preocupación.

Meucci se encogió de hombros, aplastó el cigarrillo y se dispuso a sacar otro, pero los ojos de Brunetti se lo impidieron.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Meucci, evitando así contestar.

—¿Alguien del
macello
intentó alguna vez usar esa información en su contra?

Brunetti observó que aquel hombre grueso contemplaba la posibilidad de mentir, lo vio sopesar alternativas: ¿cuál suponía un mayor riesgo?, ¿qué le costaría menos, la verdad o una mentira?

Como un alcohólico que vacía una botella de whisky en el fregadero de la cocina para demostrar su rehabilitación, Meucci dejó la arrugada cajetilla de tabaco sobre la mesa de Brunetti y la colocó cuidadosamente al lado de la grabadora.

—Fue en mi primera semana de trabajo —dijo—. Un ganadero de Treviso traía unas vacas; ya no recuerdo cuántas, puede que seis. Dos de ellas estaban más muertas que vivas. Una parecía que se estaba muriendo de cáncer: tenía una llaga abierta en el lomo. Ni siquiera me molesté en realizarle una revisión médica; hasta un tonto podría darse cuenta de que estaba enferma, toda piel y huesos y con la saliva chorreándole del morro. La otra tenía diarrea viral.

Meucci miró los cigarrillos y prosiguió:

—Le dije al matarife, Bianchi, que el ganadero tenía que llevarse de vuelta esas dos vacas y deshacerse de ellas. —Miró a Brunetti y levantó una de sus manos hacia él—. Después de todo, ése era mi trabajo. Inspeccionarlas. —Se interrumpió y realizó un movimiento ascendente que bien podría haber sido una elevación de hombros para liberarse del estrangulamiento de la silla.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Brunetti.

—Bianchi me dijo que esperara allí con las vacas mientras él iba a buscar a la
signorina
Borelli. Cuando ella vino y me preguntó qué pasaba, le pedí que echara un vistazo a las vacas y me dijera si consideraba que estaban sanas para sacrificarlas. —Su voz rebosaba el sarcasmo que no podía usar con Brunetti.

—¿Y ella qué dijo?

—Apenas las miró. —El comisario notó que Meucci estaba de regreso allí, en el
macello,
reviviendo aquella conversación—. Y dijo… —empezó a relatar adelantándose un poco para acercar la boca a la grabadora— dijo: «Son tan sanas como su solicitud de empleo,
signor
Meucci.» —Cerró los ojos ante el recuerdo—. Hasta entonces siempre me habían llamado
dottor
Meucci. Por eso supe que lo había descubierto.

—¿Y? —volvió a preguntar Brunetti pasado un rato.

—Supe que aquello había vuelto a hacerlo —respondió Meucci.

—¿Había vuelto a qué?

—A perseguirme.

—¿Qué hizo usted con las vacas? —indagó Brunetti.

—¿Qué cree que hice? —repuso Meucci indignado—. Las certifiqué…

—Ya —observó Brunetti, sin dejar que las palabras «aptas para consumo humano» traspasaran sus labios. Entonces recordó que la esposa de Nava había comentado que su marido comía fruta y verdura—. ¿Y después? —preguntó con serenidad.

—Después hice lo que me dijeron. ¿Qué otra cosa esperaba que hiciera?

Sin tener en cuenta aquello, Brunetti le interrogó:

—¿Quién le dijo lo que tenía que hacer?

—Bianchi fue el que me contó que la tasa media de rechazo de animales era de un tres por ciento, así que ahí me mantuve: unos meses un poco más, otros un poco menos. —Hizo una pausa un momento para enderezarse en la silla—. Al menos intenté declarar no aptas para el consumo las que llegaban en peor estado. Aunque había muchas enfermas. No sé con qué las alimentaban, o qué medicinas les inyectaban, pero algunas daban verdadero asco.

Brunetti resistió la tentación de comentar que aquello no parecía haber impedido que Meucci aprobara su entrada en la cadena alimentaria, y dijo:

—Bianchi se lo contó a usted, pero alguien debió de habérselo contado antes a él. —Como Meucci guardaba silencio, Brunetti lo espoleó—: ¿No cree?

—Por supuesto —respondió Meucci recuperando la cajetilla de cigarrillos y encendiendo uno—. Borelli era quien le daba las órdenes, no me cabe la menor duda. Y yo las acataba. Tres por ciento. A veces un poco más, a veces un poco menos. Pero siempre me mantenía en torno a ese porcentaje. —Y en esa ocasión, aquello sonó como una especie de ensalmo.

—¿Nunca se preguntó quién podría dar las órdenes a la
signorina
Borelli? —inquirió Brunetti.

Meucci negó rápidamente con la cabeza; luego recapacitó y contestó:

—No. Eso no era asunto mío.

El comisario dejó pasar la cantidad de tiempo adecuada y preguntó:

—¿Cuánto tiempo trabajó usted allí?

—Dos años —soltó Meucci con brusquedad, y Brunetti se preguntó cuántos kilos representaba eso en carne enferma y cancerosa.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que ingresé en el hospital y tuvieron que contratar a otro —dijo Meucci.

Sin que le importara la causa, pero consciente de lo útil que resultaría mostrar interés, Brunetti preguntó:

—¿Por qué ingresó usted en el hospital,
signor
Meucci?

—Diabetes. Me caí redondo en casa, y cuando desperté estaba en Cuidados Intensivos. Tardaron una semana en descubrir qué me pasaba, y otras dos en estabilizarme; a lo que hay que sumar una semana de convalecencia domiciliaria.

—Ya —observó Brunetti, incapaz de manifestar que lo lamentaba.

—A finales de la primera semana contrataron a Nava. Por eso nunca llegué a conocerlo. —Miró a Brunetti y dijo—: Usted no me creyó, ¿verdad? Cuando dije que no lo conocía. Pues no. No sé cómo lo encontraron ni quién lo recomendó. —Meucci disfrutó diciendo aquello.

—Pero mintió al decir que no sabía que yo había ido al
macello,
lo cual significa que mentía cuando dijo que no tuvo nada más que ver con nadie de allí.

Quería que Meucci reaccionara, y en vista de que no lo hacía, Brunetti hizo restallar el látigo:

—¿Verdad?

—Ella me llamó —adujo Meucci.

Brunetti creyó innecesario preguntarle a quién se refería.

—Dijo que quería que fuera a trabajar a Verona —continuó Meucci con la mirada gacha—. Entonces yo le expliqué lo de la diabetes y le conté que mi médico me había prohibido trabajar hasta haberme estabilizado.

—¿Es eso cierto? —inquirió Brunetti.

—No, pero me libró de tener que ir a Verona —contestó, como pagándose de ello.

—¿A hacer lo mismo? —preguntó Brunetti—. ¿En Verona?

—Sí —respondió Meucci.

Brunetti se fijó en que abría la boca para pregonar a los cuatro vientos lo virtuoso que había demostrado ser por haberse negado, pero al ver el semblante del comisario, optó por el silencio.

—¿Sigue ella en contacto con usted? —lo interrogó Brunetti, guardándose para sí que Meucci la había llamado a ella.

Meucci asintió y Brunetti señaló la grabadora.

—Sí.

—¿Para qué?

—Me llamó hace unas semanas para decirme que Nava se había ido y que lo sustituyera yo hasta que pudieran encontrar a la persona adecuada.

—¿A qué cree que se refería con eso? —preguntó Brunetti con calma.

—¿Usted qué cree? —replicó Meucci, usando por fin el sarcasmo con el comisario.

—Me temo que aquí soy yo quien hace las preguntas,
signor
Meucci —dijo Brunetti fríamente.

Meucci se mostró malhumorado por un momento, pero luego respondió:

—A alguien que mantuviera el tres por ciento.

—¿Cuándo fue eso?

Meucci lo pensó un instante y contestó:

—Me llamó el primer día del mes, recuerdo la fecha porque era el cumpleaños de mi madre.

—¿Y usted qué dijo?

—No tenía muchas opciones, ¿no le parece? —preguntó Meucci con la petulancia de un chico de dieciséis años. Y con la misma claridad moral.

—Si la
signorina
Borelli quería que usted fuera a Verona —especuló Brunetti tratando de aclarar aquel misterio—, ¿significa eso que ella trabaja para otros
macelli
?

—Por supuesto —afirmó Meucci, lanzándole a Brunetti una mirada que insinuaba que él era el chico de dieciséis años—. Hay cinco o seis: dos cerca de aquí, y creo que cuatro más en los alrededores de Verona; o al menos, en la provincia. Pertenecen al suegro de Papetti. —Luego, incapaz de resistir la tentación de espolear a Brunetti demostrándole que sabía algo de lo que nadie más estaba enterado, preguntó—: ¿Cómo cree usted, si no, que Papetti iba a conseguir un trabajo así?

Haciendo caso omiso de la provocación de Meucci, Brunetti indagó:

—¿Ha ido usted a alguno de esos mataderos?

—No, pero sé que Bianchi ha trabajado en dos.

—¿Cómo lo sabe?

Un Meucci sorprendido contestó:

—Nos llevábamos bien, trabajábamos en equipo. Él me lo contó, y dijo que estaba mejor en Preganziol porque conocía a la plantilla.

—Entiendo —dijo Brunetti en tono neutro. Y añadió—: ¿Sabe usted si ella y Papetti tienen algo que ver con los otros mataderos?

—A veces van de visita.

—¿Juntos? —inquirió Brunetti.

Meucci se carcajeó.

—Ya puede sacarse esa idea de la cabeza,
commissario.

Se rió tanto que empezó a toser. Le entró el pánico e intentó incorporarse, pero se quedó atrapado en la silla, que consiguió levantar del suelo. Brunetti se puso en pie para rodear la mesa y tratar de hacer algo; sin embargo, Meucci se obligó a volver a sentarse. La tos crepitó. Alargó la mano y extrajo otro cigarrillo de la cajetilla, lo encendió y le dio una honda calada para insuflar humo salvavidas a sus pulmones.

Brunetti preguntó:

—¿Por qué no debería pensarlo,
signor
Meucci?

Meucci entrecerró los ojos y Brunetti advirtió en su gesto el placer que sentía por ser dueño de una información que podría resultarle útil al comisario. A Brunetti o a ambos. Meucci sería cobarde, pero no era tonto.

Tampoco parecía dispuesto a perder el tiempo.

—¿Qué obtengo yo a cambio? —preguntó Meucci, apagando el cigarrillo.

Brunetti se esperaba algo así, porque dijo:

—Le permito ejercer en su consulta privada, y no tendrá que volver a trabajar para ningún matadero.

Vio que Meucci sopesaba la oferta y la aceptaba.

—No hay nada entre ellos dos —dijo.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Ella se lo dijo a Bianchi.

—¿Cómo? —inquirió Brunetti.

—Sí, a Bianchi. Son amigos. Bianchi es gay. Simplemente se caen bien, y cotillean como adolescentes: a quién se han tirado, a quién les gustaría tirarse, qué hacen. Ella le habló de Nava y de lo fácil que era. Creo que ella se lo tomaba como un juego. O eso me pareció cuando Bianchi me lo contó.

Brunetti no apartó los ojos de Meucci y se aseguró de fingir mucho interés en lo que el otro decía.

Other books

Dreams and Desires by Paul Blades
Raising Rain by Debbie Fuller Thomas
9 Hell on Wheels by Sue Ann Jaffarian
My Son Marshall, My Son Eminem by Witheridge, Annette, Debbie Nelson
Like a Cat in Heat by Lilith T. Bell