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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (26 page)

—Quizá —dijo Brunetti.

—¿En cuyo caso? —preguntó Vianello.

—En cuyo caso intentaba decirle algo.

—Sin tener que decírselo directamente.

Brunetti suspiró.

—¿Cuántas veces lo habremos hecho todos?

—¿Y qué intentaba decirle?

—Que se encontraba en una situación en que lo obligaban a hacer daño a la gente, y él no quería porque pensaba que estaba mal.

—¿A la gente, no a los animales? —se extrañó Vianello.

—Eso dijo. Si hubiera querido hablar de animales, habría contado una historia sobre un animal que tenía que hacer daño a otros animales. Los niños interpretan las cosas literalmente.

—¿Tú crees que se lo toman en serio cuando alguien les dice que no hagan daño a la gente? —preguntó Vianello, sin parecer muy convencido de la posibilidad.

—Si confían en quien se lo dice, creo que sí —dijo Brunetti.

—¿Y cómo va un veterinario a hacer daño a la gente si no es a través de sus mascotas?

—Era el trabajo en el
macello
lo que le preocupaba —insistió Brunetti.

—Pero ya viste a los matarifes. No sería fácil hacerles daño.

Dicho esto, los dos dejaron de hablar. El trayecto continuaba por desniveles que iban de Mestre al puente; luego discurría por delante de hileras de fábricas a la derecha, pasadas las chimeneas que escupían Dios sabe qué para consumo humano.

A Brunetti se le ocurrió una posibilidad, que pronunció en voz alta:

—Para consumo humano.

—¿Qué? —preguntó Vianello desviando la atención del gigantesco termómetro digital del edificio de
Il
Gazzetino.

—Para consumo humano —repitió Brunetti—. Eso es lo que hacía en el
macello.
Inspeccionaba los animales que traían y la carne en que se convertían. Él decidía lo que era aceptable vender como alimento; él lo declaraba apto para consumo humano. —Con la mente puesta en la historia que Nava le había contado a su hijo, Brunetti reiteró—: Su trabajo consistía en asegurarse de que nada malo le ocurriera a la gente.

Entonces, como Vianello no decía nada, Brunetti añadió:

—Para evitar que comieran carne en mal estado. —Vianello no lo honró con una réplica, y Brunetti inquirió—: ¿Cuánto pesa una vaca?

Vianello siguió sin contestar.

Desde el asiento de delante, el conductor dijo:

—Mi cuñado es ganadero,
commissario:
una buena vaca puede pesar hasta setecientos kilos.

—¿Y cuántos pueden convertirse en carne?

—No lo recuerdo,
commissario,
pero calculo que más de la mitad.

—Piénsalo, Lorenzo —dijo Brunetti—. Si él las rechazara o las declarara no aptas para el consumo o hiciera lo que se supone que debe hacer un veterinario, el ganadero lo perdería todo.

Ante el silencio de Vianello, Brunetti preguntó al conductor:

—¿A cuánto está el kilo?

—No estoy muy seguro,
commissario.
Mi cuñado siempre parte de que una vaca cuesta mil quinientos euros. Tal vez algo más, pero ésa es la cifra que maneja.

Volviéndose hacia Vianello y, a pesar de lo contrariado que parecía ante la obstinada apatía del inspector, Brunetti dijo:

—Es lo primero que tenemos que podría ser el motivo para asesinarlo.

Hasta que no llegaron a la carretera elevada desde la que se divisaba la ciudad, Vianello no se permitió decir:

—Aunque a Patta no le guste como hipótesis, creo que prefiero un robo.

Brunetti devolvió su atención al agua que quedaba a la derecha del coche.

 

En cuanto el barco atracó frente a la
questura,
Brunetti y Vianello se apearon en el muelle y entraron en el edificio. Pasaron juntos al antedespacho de la
signorina
Elettra, una llegada que pareció registrarse en su rostro como un doble placer.

—¿Han venido por Papetti? —preguntó ella insinuando que, de ser así, habían llegado al lugar correcto.

—Sí —respondió Brunetti, incapaz de pedirle que averiguara lo que pudiera sobre los procedimientos del matadero, con Vianello de pie a su lado y en silencio—. Usted dirá.

—El
dottor
Papetti está casado con la hija de Maurizio de Rivera —dijo ella, y Vianello recibió la información con un quedo silbido; Brunetti, con un «¡Ah!» susurrado.

—Interpreto sus ruidos como un indicio de que son ustedes conscientes de la posición y el poder del padre —repuso ella.

Y quién no lo era en el noreste, se preguntó Brunetti. De Rivera era para la construcción lo que Thyssen para el acero: el nombre de la familia bastaba para conjurar el producto, casi sinónimo de él. La hija, su única descendiente —a no ser que algún otro se hubiera colado en la familia mientras los cronistas de sociedad estaban profundamente sedados—, había pasado buena parte de su juventud bajo la influencia de sustancias tan ilegales como nocivas.

—¿Cuándo fue el incendio? —preguntó Vianello.

—Hace diez, once años —contestó Brunetti, refiriéndose al incendio en su piso de Roma del que la hija cuyo nombre ya no recordaba se había salvado a costa de las vidas de tres bomberos. El frenesí de la comidilla pública había durado meses, y en todo ese tiempo ella había desaparecido de las noticias para reaparecer un año después como voluntaria de algún albergue o comedor de beneficencia, por lo visto tras haber pasado por una experiencia transformadora a raíz de haber salvado la vida gracias a tres muertes. Pero volvió a desaparecer de los periódicos y, por lo tanto, de la conciencia pública.

En cambio, ninguna experiencia transformadora había afectado a su padre, ni a su nombre. La especulación seguía tejiéndose en torno a la repetida adjudicación de contratos para proyectos municipales y provinciales, sobre todo en el sur. Y precisamente ésta era la región del país donde la apuesta por su empresa solía ser la única opción posible.

Corrían otros rumores sobre él, pero eran sólo rumores.

Tras haberles dado tiempo para asimilar aquella información, la
signorina
Elettra prosiguió:

—También he encontrado un comunicado interno en el que Papetti solicita la contratación de la
signorina
Borelli, y con el sueldo que tiene ahora. —Parecía casi incapaz de contener su alegría por el hallazgo.

—Si pasa lo que creo que está pasando aquí, considerando lo que se cuenta sobre su suegro, el
signor
Papetti es un hombre muy atrevido —dijo Vianello.

—O muy estúpido —rebatió Brunetti.

—O ambas cosas —sugirió la
signorina
Elettra.

—De Rivera no tiene antecedentes —comentó Vianello con voz neutra.

—Como muchos de nuestros políticos y ministros —agregó Elettra.

Brunetti se vio tentado de añadir que tampoco ninguno de ellos tres los tenía, pero ¿qué demostraba con eso? En su lugar, dijo:

—¿Estamos de acuerdo en que Papetti podría no querer que su suegro lo relacionara con la
signorina
Borelli?

Vianello asintió; la
signorina
Elettra sonrió.

—¿Qué más ha averiguado sobre él? —continuó Brunetti.

—Viven muy bien, él y su esposa e hijos.

—¿Cómo se llama ella? Lo he olvidado —atajó Vianello.

—Natasha —contestó la
signorina
Elettra sin inmutarse.

—Por supuesto —repuso el inspector—. Sabía que era falso.

Como si Vianello no hubiera dicho nada, ella prosiguió:

—Él tiene colocados casi dos millones de euros en varias inversiones, que es lo que vale su casa como poco, conduce uno de sus dos Mercedes todoterreno y suele irse con su familia de vacaciones.

—El dinero podría pertenecer a De Rivera —sugirió Brunetti.

Entonces la
signorina
Elettra dijo remilgadamente, como previniendo a un estudiante demasiado ansioso:

—Las cuentas sólo figuran a nombre de Papetti. Y no están en este país.

—Retiro lo dicho —aceptó Brunetti. Luego preguntó—: ¿Y la
signorina
Borelli? ¿Se sabe algo más sobre ella?

—Aunque ganaba menos de veinticinco mil euros al año en Tekknomed, durante el tiempo que trabajó allí consiguió adquirir no se sabe cómo dos pisos en Venecia y uno en Mestre. Ella vive en el de Mestre y alquila los de Venecia a turistas.

—Y Tekknomed decidió no presentar cargos contra ella cuando se marchó —dijo un Brunetti reflexivo—. Debía de saber mucho sobre sus cuentas. —Después se volvió hacia la
signorina
Elettra—. ¿Sus cuentas bancarias?

—Sigo con mis indagaciones,
signore
—contestó ella con recato.

—¿Hay algún indicio de que su relación con Papetti sea sexual?

Ella se permitió lanzarle una fría mirada.

—Es imposible encontrar esas cosas en los registros, señor.

—Sí, claro —respondió Brunetti—. Entonces siga adelante con sus indagaciones. —Luego le dijo a Vianello—: Quiero hablar con Papetti.

—¿Te queda entereza para volver a tierra firme? —preguntó Vianello con una sonrisa.

—Me gustaría hablar con él antes de que pase más tiempo.

—Si vas, hazlo solo —le recomendó Vianello—. Es menos peligroso. —Dio un paso hacia la
signorina
Elettra y le propuso—: ¿Cree usted que podríamos echar un vistazo a los registros del
macello
de Preganziol mientras el
commissario
está fuera?

La respuesta de ella fue un ejercicio de modestia.

—Podría intentarlo.

Brunetti los dejó a los dos ocupados, bajó las escaleras y se dirigió al embarcadero.

27

A Brunetti volvió a asombrarle cómo las personas podían vivir así: desplazándose en coche, quedándose atrapadas entre largas columnas de vehículos, eternas víctimas de los caprichos del tráfico. Y el aire, y el ruido, y la fealdad de los lugares por los que pasaban. No era de extrañar que los conductores fueran propensos a la violencia: ¿cómo no iban a serlo?

La
signorina
Elettra había llamado para concertar cita con el
dottor
Papetti, alegando que el
commissario
Brunetti estaba aquel día en tierra firme y podía pasarse por allí para hablar sobre el
dottor
Nava; afortunadamente, el
dottor
Papetti no tenía compromisos aquella tarde y estaría en su despacho. Ella se despidió diciendo que el
dottor
Brunetti ya conocía el camino al matadero.

Aunque el conductor llevó a Brunetti por el mismo camino que la otra vez, él reconoció muy pocos de los lugares por los que habían pasado, pues la memoria espacial o de orientación en carretera no era precisamente uno de sus dones adquiridos. Creyó reconocer una de las
villas,
pero desde cierta distancia muchas eran iguales. En cambio, reconoció la carretera que llevaba al matadero y la verja de acceso; y, aunque ahora era menos intenso, Brunetti también identificó el olor que provenía de la parte trasera de la nave.

Esta vez fue el
dottor
Papetti quien salió a recibirlo a la puerta. Era un hombre alto, con unas entradas que exageraban la estrechez de su rostro y su cabeza. Los ojos redondos y oscuros pertenecían a una cara más gruesa, mientras que los labios eran finos y estaban retraídos en una protocolaria sonrisa. Por anticuadas que parecieran, las hombreras de su traje lograban disimular tanta delgadez. Brunetti bajó la mirada y vio que llevaba unos zapatos hechos a mano; probablemente así lo requería la estrechez de sus pies.

Tras sorprender a Brunetti con la fuerza de su apretón de manos, Papetti sugirió pasar a su despacho. Caminaba al lado de Brunetti con el gesto desgarbado de una garza en el agua; su cabeza, apoyada sobre un cuello largo en exceso, se balanceaba a cada paso. Ninguno de los dos articuló palabra; de la parte trasera de la nave seguían llegando ruidos intermitentes.

Papetti abrió la puerta de su despacho, retrocedió y dijo:

—Por favor,
commissario,
siéntese y dígame en qué puedo ayudarlo. Siento no haber podido estar aquí durante su visita.

Brunetti entró delante, respondiendo:

—Me alegra que hoy pueda dedicarme un momento de su tiempo,
dottor
Papetti. —Una vez sentados, Brunetti añadió con una voz que demostraba su agradecimiento—: Un hombre de su posición tendrá muchas responsabilidades.

Por toda respuesta, Papetti sonrió con modestia; su sonrisa le recordó a Brunetti una línea que había leído en Kafka, según parece, sobre un hombre que había visto reír a la gente «y pensaba que él también sabía hacerlo».

—Afortunadamente —empezó a decir Papetti—, bueno, afortunadamente para usted, dos personas cancelaron sus citas esta tarde, así que me encontré con un hueco en mi agenda. —Probó a esbozar otra sonrisa—. No suele ocurrir.

Al principio, el sonido de sus palabras apenas generó una descabellada conjetura, que después la memoria del comisario confirmó: aquel hombre tenía la voz de Patta. Pero ¿era la del Patta más cordial o la del más artero?

—Como mi secretaria le habrá contado, me gustaría hablar con usted sobre el
dottor
Nava —dijo Brunetti, como un burócrata desbordado de trabajo dirigiéndose a otro.

Papetti asintió, y Brunetti continuó:

—Como trabajaba para usted, pensé que podría decirme algo sobre su persona. —Entonces Brunetti, mostrándose abierto y sincero, explicó—: He mantenido una conversación con su esposa, aunque no pudo decirme gran cosa. No sé si usted lo sabía, pero llevan unos meses legalmente separados. —Hizo una pausa para ver qué decía Papetti al respecto.

Después de un titubeo tan breve que apenas si existió, Papetti dijo:

—No, me temo que no lo sabía. —Se frotó el dorso de la mano derecha con los dedos de la izquierda y, como Brunetti no pareció darse por enterado de su comentario, prosiguió—: Sólo lo conocía por su trabajo en el
macello,
así que no estaba al corriente de su vida privada.

—Pero usted sabía que estaba casado, ¿verdad,
dottore
? —preguntó Brunetti con su voz más apacible.

—¡Oh! —exclamó Papetti con lo que aparentó ser un gesto displicente de la mano—. Supongo que debería haberlo sabido, o al menos haberlo imaginado; después de todo, muchos hombres de su edad lo están. O tal vez mencionara a sus hijos. Lo siento, pero no lo recuerdo. —Tras una pausa más breve, con lo que pretendía ser una mirada de preocupación, agregó—: Me gustaría que transmitiera usted mi pésame a la viuda,
commissario.

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