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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (24 page)

—He consultado las tablas de mareas, señor.

Brunetti refrenó el impulso de decir que ya era hora, para preguntar:

—¿Y qué le dicen? ¿Qué nos dicen?

Con la facilidad de un joven que ha pasado buena parte de su vida a bordo, Foa se levantó y, sujetándose con las manos en lo alto del parabrisas, lo saltó de un brinco sin esfuerzo y aterrizó de pie en cubierta.

—Aquella noche hubo marea muerta,
commissario
—contestó mientras extraía un papel del bolsillo.

Brunetti reconoció un mapa de la zona en torno al hospital Giustinian. Foa lo desplegó ante ellos diciendo:

—La marea cambió a las tres veintisiete de la madrugada, y al hombre lo hallaron a las seis; de modo que, si el
dottor
Rizzardi está en lo cierto y llevaba unas seis horas en el agua, no habría ido muy lejos del lugar en que se sumergió. A menos que algo hubiera hecho que avanzara más despacio. —Entonces, antes de que ninguno de ellos pudiera formular ningún comentario o pregunta al respecto, añadió—: Eso en el supuesto de que retrocediera hacia el lugar del que salió, que es muy probable.

—¿Y la estoa de marea? —planteó Brunetti.

—Dura más cuando hay marea muerta —dijo Foa. El piloto dio golpecitos a un punto en el mapa—. Aquí fue donde lo encontraron. —Luego movió el dedo adelante y atrás en Rio del Malpaga—. Mi hipótesis es que avanzó y retrocedió por el canal, cerca de este punto. —Foa se encogió de hombros—. A no ser que se hubiera quedado un momento retenido por algo, como digo: un puente, un cable de amarre, un pilote. De no ser así, lo lógico es que retrocediera un centenar de metros desde donde lo encontraron.

Vianello y Brunetti intercambiaron una mirada por encima de la cabeza gacha del piloto. Un centenar de metros, pensó Brunetti. ¿Cuántas puertas habría? ¿Cuántas
calli
que dieran al agua? ¿Cuántos ángulos sin alumbrado donde una barca pudiera detenerse y deshacerse de su cargamento?

—Foa, usted tiene novia, ¿verdad?

—Prometida, señor —contestó Foa al instante.

Brunetti casi oyó el rechinar de dientes de Vianello cuando rehusó decir que lo uno no excluía lo otro.

—Bien. ¿Y tiene usted embarcación propia?

—Sí, señor, una
sandolo.

—¿De motor?

—Sí, señor —respondió Foa con creciente confusión.

—Bueno, entonces quiero que los dos recorran Rio del Malpaga cámara en mano, tomando fotos de cualquier edificio con puerta de acceso al canal. —Tiró del mapa hacia sí y señaló el mismo lugar que Foa había indicado—. Después retrocedan, pasen por delante de las casas a ambos lados del canal y anoten los números de los edificios a los que corresponden las puertas; cuando hayan terminado, entréguenle la lista a la
signorina
Elettra.

—¿Quiere que copie, de paso, los nombres que aparecen en los timbres, señor? —propuso Foa, subiendo un peldaño más en la escala de valoración de Brunetti por haber pensado en ello.

—No. Sólo los números de las casas con puertas que den al canal, ¿de acuerdo?

—¿Cuándo, señor? —preguntó Foa.

—Lo antes posible —dijo Brunetti. Entonces, mirando en derredor, añadió—: ¿Puede ser esta tarde?

Foa se esforzó en contener su alegría por verse ascendido de repente a algo más parecido a un agente de policía.

—La llamaré y le diré que salga del trabajo —contestó.

—Usted también puede irse, Foa. Dígale a Battisti que está en una misión especial.

—Sí, señor —asintió el piloto con un saludo elegante.

Brunetti y Vianello se alejaron del risueño agente y entraron en la
questura.
Cuando llegaron al pie de las escaleras, Vianello se detuvo como un caballo que ve un peligro en medio del camino. Se volvió para mirar a Brunetti, incapaz de ocultar sus emociones.

—No dejo de pensar en lo de ayer. —Le lanzó una sonrisa turbada y agregó—: Hemos visto cosas mucho peores. Cuando se trataba de gente. —Meneó la cabeza ante su propia confusión—. No sé por qué, pero tampoco quiero estar hoy aquí.

La sencillez de la confesión de Vianello azotó a Brunetti con repentina fuerza. Sintió el impulso de pasarle el brazo por el hombro a su amigo, pero se conformó con una palmadita, diciendo sólo:

—Sí.

Con esa palabra expresaba la persistente impresión que había causado en él la visita del día anterior al matadero y el esfuerzo que le había supuesto hoy ocultar su aversión visceral hacia Meucci; aunque sobre todo transmitía su deseo de regresar al nido y rodearse del consuelo animal de sus seres queridos.

Repitió:

—Sí. Mañana podemos empezar desde el principio y hablar de todo.

Aquello no era excusa suficiente para marcharse a casa a aquellas horas, sin embargo a Brunetti le traía sin cuidado, porque Vianello le había contagiado su instintiva necesidad de regresar al hogar. Se decía a sí mismo que el olor persistente era sólo un fantasma de su imaginación, pero seguía sin estar del todo convencido; que lo que había visto en Preganziol era la forma en que se hacían algunas cosas, pero nada cambiaba con eso.

Una hora después, un Brunetti de piel rosada permanecía en pie, con una toalla envuelta alrededor de la cintura tras su segunda ducha del día, frente a un espejo en el que no aparecía reflejado o aparecía como un espectro húmedo apenas visible por la condensación. De vez en cuando unas gotitas de agua se agrupaban y corrían juntas hacia la base del espejo, abriendo un surco brillante en la superficie. Pasó la mano por el espejo, pero el vaho volvió a cubrir al instante el lugar que él había dejado limpio.

A sus espaldas, oyó que alguien llamaba a la puerta.

—¿Estás bien? —preguntó Paola.

—Sí —respondió él en voz alta, y se volvió para abrir la puerta, dejando entrar en el cuarto de baño una repentina ráfaga de aire frío y cortante—.
Oddio!
—exclamó, y alcanzó la bata de franela que había detrás de la puerta. No dejó caer la toalla al suelo hasta que no estuvo bien arrebujado. Y cuando se disponía a recogerla, Paola dijo desde el pasillo:

—Quería comprobar si había empezado a caérsete la piel.

Entonces, quizá al ver la mirada que él le lanzaba, dio un paso al frente alegando:

—Era broma, Guido. —Le quitó la toalla de las manos y la colgó del radiador añadiendo—: Te conozco lo suficiente para saber que algo no va bien cuando te pasas media hora en la ducha. —Se levantó poco a poco y le apartó el pelo aún mojado de la frente, le pasó la mano por la cabeza, bajándola luego hasta el hombro—. Ven —dijo ella abriendo el armario de la ropa blanca y sacando una toalla más pequeña—, inclínate hacia mí.

Así lo hizo Brunetti; ella extendió la toalla en sus manos y se la colocó a él sobre la cabeza. Él alzó las manos para posarlas sobre las suyas y empezó a frotar adelante y atrás. Con el rostro tapado, dijo:

—¿Podrías meter la ropa que llevaba ayer en una bolsa de plástico? La camisa también.

—Ya lo he hecho —respondió ella con su voz más amable.

Por un momento, él se vio tentado de quedar bien y decirle que lo llevara todo a Cáritas, pero luego recordó cuánto le gustaba aquella chaqueta y se descubrió la cara para sugerir:

—Habría que llevarlo todo a la tintorería.

Aunque el día anterior por la mañana Brunetti le había explicado adónde iban Vianello y él, ella no le había preguntado nada al respecto ni entonces ni ahora. Simplemente dijo:

—¿Quieres ese jersey que te compraste el año pasado en Ferrara?

—¿El naranja?

—Sí. Abriga; he pensado que te gustaría ponértelo. —¿Después de haberme dado un hervor, quieres decir? —preguntó él—. ¿Y de abrir todos mis poros?

—Eso debilitará todo tu sistema inmunológico frente al ataque de los gérmenes —continuó ella pronunciando la última frase con las calladas letras mayúsculas con que la madre de Brunetti había mantenido durante décadas su creencia en los peligros de exponer el cuerpo a temperaturas extremas de cualquier tipo, especialmente si se trataba de agua caliente.

—Al menos, de los gérmenes que no estuvieron de guardia permanente en las ventanas abiertas de los trenes para poder lanzar su ataque desde
un corrente d’aria
—prosiguió él sonriendo al recordar cómo su madre predicaba estos dos evangelios y el buen humor con el que ella había aguantado las bromas de su hijo, y la evidente negativa de Paola a creérselos.

Retrocediendo hasta el pasillo, ella le dijo:

—Cuando te hayas vestido, ven y cuéntamelo.

25

Brunetti se despertó a la mañana siguiente con un olor o, mejor dicho, con dos. El primero era la fragancia de la primavera, un suave dulzor que se filtraba a través de la ventana que habían dejado abierta por primera vez la noche anterior; y el segundo, que rápidamente dominaba y reemplazaba al primero, era el aroma del café que Paola le traía. Iba arreglada para salir, aunque aún no llevaba el cabello completamente seco.

Se quedó de pie junto a la cama, esperando a que él se incorporara y se recostara sobre la almohada para poder ofrecerle la taza en el platillo.

—He pensado que alguien debería regalarte un detalle después de los días que has tenido —explicó.

—Gracias. —Embotado por el sueño, fue todo cuanto se le ocurrió decir a él. Tomó un sorbo de café, recreándose en aquella mezcla dulce y amarga—. Me has salvado la vida.

—Me marcho —dijo Paola, impasible ante su cumplido, si es que lo era—. Tengo clase a las diez, y luego una reunión con el comité de nombramientos.

—¿Tienes que ir? —preguntó él, planteándose cómo repercutiría eso en su comida.

—Eres tan transparente, Guido —dijo ella, riendo.

Él analizó el líquido de su taza y vio que ella se había tomado su tiempo para espumar la leche antes de añadirla al café.

—Es una reunión que no quiero perderme, así que te las tendrás que apañar tú solo para comer.

Sorprendido, Brunetti soltó:

—¿No quieres perderte una reunión del departamento?

Paola miró el reloj y se sentó al borde de la cama.

—¿Recuerdas que te pregunté qué harías tú si supieras que algo ilegal estaba a punto de suceder?

—Sí.

—Pues por eso mismo tengo que ir.

Él apuró el café y dejó la taza vacía sobre la mesilla de noche.

—Cuéntamelo —dijo, repentinamente despejado.

—Tengo que ir para votar en contra de alguien a quien van a nombrar profesor titular.

Tras intentar comprenderlo por un momento, Brunetti confesó:

—No entiendo qué tiene tu voto de delictivo.

—No es que mi voto sea un delito, sino que votamos a un delincuente.

—¿Y eso? —la instó.

—Aunque no ha delinquido en este país, que se sepa. Lo han sorprendido en Francia y Alemania robando libros, y mapas, de bibliotecas universitarias. Como tiene tan buenos contactos políticos, decidieron no presentar ningún cargo, pero su plaza de profesor en Berlín quedó cancelada.

—¿Y ha solicitado aquí una?

—Ya está dando clases, aunque sólo como adjunto, y el contrato vence este año. Ha solicitado una plaza fija, y hoy el comité de nombramientos se reúne para decidir si concedérsela o renovarle el contrato temporal.

—¿Se supone que imparte literatura? —preguntó él.

—Bueno, algo llamado «semiótica de la ética».

—¿El temario incluye robo? —inquirió Brunetti.

—Sin duda.

—¿Y tú vas a votar en su contra?

—Sí. He convencido a otros dos miembros de la junta para que respalden mi voto. Con eso bastaría.

—Dijiste que tiene buenos contactos políticos —comentó Brunetti—. ¿No te da miedo eso?

Ella le dedicó la sonrisa de tiburón que esbozaba cuando más peligrosa se ponía.

—Para nada. Mi padre tiene contactos mucho mejores que los suyos, así que no puede tocarme.

—¿Y los que votan contigo? —preguntó él, preocupado por que su cruzada pudiera poner a otras personas en peligro.

—Una de ellas es la amante de su padre, que lo aborrece, y él no puede hacerle nada a ella.

—¿Y el otro?

—Cuatro de sus antepasados eran dogos y él es propietario de dos
palazzi
en el Gran Canal, además de regentar una cadena de supermercados.

Brunetti reconoció enseguida al hombre del que hablaba.

—Pero si siempre has dicho que es un imbécil.

—He dicho que es un mal profesor, no confundamos.

—¿Seguro que votará contigo?

—Le hablé de libros robados en una biblioteca, y no creo que a día de hoy se haya recuperado aún de la impresión.

—¿Sigue robando libros? —inquirió Brunetti.

—Los robó durante un tiempo, pero yo conseguí que le pararan los pies.

—¿Cómo?

—La biblioteca ha cambiado su política. Para acceder a las estanterías, cualquiera que ocupe un cargo inferior al de profesor titular debe disponer de una tarjeta. Como su contrato no es fijo, ni tiene tarjeta ni se la expedirán. De modo que, si quiere consultar un libro, debe pedirlo en el mostrador principal, y después de realizada la consulta, los bibliotecarios lo retienen allí mientras comprueban el estado del libro.

—¿Estado?

—En la biblioteca de Munich arrancó varias páginas de uno.

—¿Y ese hombre da clases en la universidad? ¿De ética?

—No por mucho tiempo, cariño —dijo ella, y se puso en pie.

Brunetti entró amblando —no existe mejor término para definirlo— en la
questura
a las once y puso rumbo directo al antedespacho de la
signorina
Elettra.

—Ah,
commissario
—dijo ella—, esta mañana le he llamado dos veces.

—Me han surgido unos asuntos oficiales —se excusó él con una sonrisa.

—Tengo información para usted, señor —continuó ella deslizándole unas hojas de papel por encima de la mesa. Pero antes de que Brunetti pudiera alcanzarlas, añadió—: Primero tal vez quiera ver esto. —Y pulsó unas teclas en el ordenador.

Él dejó los papeles donde estaban y se acercó a su mesa para echar un vistazo a la pantalla. Vio una foto de carné de una mujer: morena, sensual, con una cabellera negra tan exuberante que le caía por debajo de los hombros y se salía del encuadre. Su expresión era de leve insatisfacción, la clase de mirada que, en una mujer hermosa como ella, desencadenaba el impulso masculino de borrarla. En una mujer menos atractiva, parecería la señal de advertencia que era. Brunetti reconoció a Giulia Borelli al instante: con el pelo más largo, más joven, pero inconfundiblemente ella.

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