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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (20 page)

Antes de que Brunetti pudiera continuar, Patta lo interrumpió:

—No le habrá dicho que estaba usted al corriente de su relación, ¿verdad?

—No, señor.

—¿Qué le dijo, entonces?

—Que estaba muerto.

—¿Y cómo reaccionó?

Brunetti llevaba tiempo dándole vueltas a aquello.

—Se mostró enojada por que hubiéramos tardado tanto en comunicárselo, pero no mencionó nada concreto sobre él.

—Se supone que no había razón para hacerlo —repuso Patta. Luego, en vista de la reacción de Brunetti, y manifestando una considerable sensibilidad al respecto, se apresuró a añadir—: Según ella, claro. —Volviendo a su tono habitual, preguntó—: De todas formas, ¿qué hace una mujer trabajando allí?

—No lo sé, señor —dijo Brunetti, ignorando el eco de sus propios pensamientos.

—No parece que tenga usted mucha información —observó Patta, satisfecho de poder decir aquello.

Al contrario: Brunetti tenía demasiada información, pero no era algo que quisiera discutir ni con Patta ni con nadie. Se conformó con lanzarle a su superior una mirada seria, y agregó:

—Seguramente está usted en lo cierto,
vicequestore.
No he descubierto gran cosa sobre qué hacía él allí ni sobre cómo encaja en esto esa mujer, si es que encaja.

De repente, por mucho que le costara admitirlo, se sintió demasiado cansado y demasiado hambriento para contradecir a Patta. Se permitió echar una ojeada hacia la ventana de su superior, la que daba al mismo
campo
que la de su propio despacho.

Entonces tuvo la tentación de preguntarle a Patta si alguna vez había considerado la vista desde su ventana una metáfora de la diferencia entre él y Brunetti. Aunque ambos contemplaban lo mismo, la panorámica de Brunetti era mejor por hallarse más elevada. No, más valía no preguntarle aquello a Patta.

—Pues póngase a ello —ordenó Patta con la voz que usaba cuando aspiraba a erigirse en un movilizador de hombres, responsable de dinámicas de acción.

Brunetti sabía por veteranía que aquélla era su voz más sedienta de respeto, por lo que respondió:


Si, dottore.
—Y se levantó.

Abajo, Vianello estaba en su mesa. No estaba leyendo ni hablando con sus colegas ni al teléfono. Estaba allí sentado, inmóvil y callado, al parecer observando detenidamente la superficie de su mesa. Cuando Brunetti entró, los demás agentes de la oficina lo miraron con inquietud, casi como temiendo que viniera a llevarse a Vianello por algo que hubiera podido haber hecho.

Brunetti se detuvo ante la mesa de Masiero y preguntó con voz normal si había habido suerte con los robos de los coches aparcados en el aparcamiento municipal de Piazzale Roma. El agente le dijo que, la noche anterior, unos vándalos habían destrozado tres de las videocámaras que había en el aparcamiento y habían forzado seis coches.

Aunque Brunetti no llevaba el caso ni tenía interés en él, continuó interrogando al agente al respecto, hablando más alto que de costumbre. Mientras Masiero le explicaba su teoría de que seguramente los robos eran obra de alguien que trabajaba o aparcaba su coche allí, Brunetti mantenía el filo de su atención puesto en Vianello, que continuaba inmóvil y callado.

El comisario estaba a punto de sugerir que disimularan o que camuflaran las cámaras cuando detectó movimiento por parte de Vianello, y al cabo de un instante el inspector se plantó a su lado.

—Sí, un café estaría bien.

Sin dirigir ni una palabra más a Masiero, Brunetti abandonó la oficina de los agentes y bajó con Vianello hasta la puerta principal, para avanzar por la
riva
hacia el bar cercano al puente. Ninguno de los dos tenía mucho que decir, aunque Vianello le comentó sin ánimo que quizá sería más fácil comprobar simplemente quién trabajaba en el aparcamiento las noches en que se produjeron los robos. Si eso no resultaba, prosiguió, bastaría con inspeccionar la lista informatizada de las personas que habían usado las tarjetas de acceso para aparcar o retirar sus coches cuando tuvieron lugar los hechos.

Entraron en el bar y, con hambre compartida, se quedaron de pie echando un vistazo a los
tramezzini
de la carta. Bambola les preguntó qué deseaban tomar. Brunetti optó por uno de tomate con huevo y otro de tomate con mozzarella; Vianello dijo que él tomaría lo mismo. Ambos pidieron vino blanco y se llevaron sus copas a la mesa del fondo.

Al poco rato, Bambola apareció con los emparedados. Vianello los ignoró a los dos y se bebió media copa de vino; Brunetti hizo lo propio, para después asentir con la cabeza hacia Bambola, sosteniendo la copa en alto y señalando a Vianello.

Posó su copa sobre la mesa y tomó uno de los
tramezzini
, sin molestarse en ver cuál era. El hambre requería prisa, no consideración. Menos mayonesa de la que ponía Sergio, determinó Brunetti al primer bocado, y cuánto mejor. Apuró la copa para entregársela a Bambola al ver que éste regresaba.

—¿Y bien? —dijo Brunetti al fin en cuanto el camarero desapareció con las copas vacías.

—¿Qué cuenta Patta? —preguntó Vianello, y sonrió luego ante la mirada de Brunetti—. Alvise te vio entrar.

—Me dijo que me pusiera a ello, sin especificar a qué se refería con «ello». Interpreto que a esa tal Borelli.

—No parecía un lugar en el que quisiera estar una mujer —comentó Vianello, reformulando el razonamiento de Patta con un tono menos reprobable. Entonces el inspector sorprendió a Brunetti diciendo—: Mi abuelo era ganadero.

—Pensaba que era veneciano —repuso el comisario, para quien una cosa excluía la otra.

—No hasta casi cumplir los veinte. Llegó aquí justo antes de la primera guerra mundial. El padre de mi madre. Su familia pasaba hambre en una granja de Friuli, así que el chico mediano tuvo que irse a buscar trabajo en la ciudad. Pero se crió en una granja. Recuerdo que, cuando yo era niño, solía contarme historias sobre lo que era trabajar para un
padrone.
El propietario de la granja acudía cada día a caballo y contaba los huevos o, al menos, las gallinas, y si no obtenía el número que él consideraba oportuno, volvía exigiendo más huevos. —Vianello miró a la gente que subía y bajaba el puente a través de la cristalera del bar—. Piénsalo: ese tipo era dueño de la mayoría de las granjas de la región, y se pasaba el tiempo contando huevos. —Meneó la cabeza al pensarlo y añadió—: Mi abuelo me contó que lo único que a veces podían permitirse era beber un poco de leche ordeñada mientras la dejaban reposar por la noche.

Atrapado en el recuerdo, Vianello dejó la copa sobre la mesa y sus emparedados cayeron en el olvido.

—También me explicó que un tío suyo se murió de hambre. Lo hallaron en su granero una mañana de invierno.

Brunetti, que había escuchado historias similares cuando él era pequeño, no hizo preguntas.

Vianello miró a Brunetti y sonrió.

—Pero esto no ayuda, ¿verdad? Hablar de estas cosas no ayuda.

Alcanzó uno de sus emparedados, le dio un leve mordisco como para recordarse qué era comer, pareció gustarle y despachó el
tramezzino
con otros dos bocados rápidos. Después se lanzó a por el segundo.

—Esa Borelli me tiene intrigado —dijo Brunetti.

—Elettra descubrirá lo que sea —observó Vianello repitiendo uno de los siete pilares de sabiduría de la
questura.

Brunetti terminó su vino y posó la copa sobre la mesa.

—A Patta no le gustaría que hubiera sido un robo —dijo, repitiendo otro—. Volvamos al trabajo.

21

El placer de sentarse y hablar mientras comían y bebían les levantó el ánimo, y, cuando salieron del bar, parecía que aquel olor persistente había desaparecido de sus chaquetas. Caminando por la
riva,
Brunetti comentó que le pediría a la
signorina
Elettra que investigara la vida de la
signorina
Borelli. Vianello se ofreció a ver qué podía averiguar sobre Papetti, el director del matadero, tanto a través de fuentes oficiales como de «amigos en tierra firme», y a saber lo que eso significaba. Cuando entraron en la
questura,
el inspector se dirigió a la oficina de los agentes y Brunetti continuó hasta el despacho de Patta.

La
signorina
Elettra estaba detrás de su ordenador, con los brazos levantados sobre la cabeza y las manos entrelazadas.

—Espero no molestarla —dijo Brunetti al entrar.

—Para nada,
dottore
—contestó ella bajando los brazos sin dejar de mover los dedos al hacerlo—. Llevo todo el día sentada frente a esta pantalla, y supongo que ya me he cansado de ella.

Si su hijo le dijera que se había cansado de comer o Paola que se había cansado de leer, Brunetti no se habría quedado más estupefacto. Quería preguntarle si se había cansado de… pero no encontró un verbo que definiera adecuadamente lo que se pasaba el día haciendo. ¿Fisgonear? ¿Hurgar? ¿Infringir la ley?

—¿Preferiría hacer otra cosa? —preguntó.

—¿Es una pregunta de cortesía o una pregunta de verdad,
signore
?

—Creo que hablo en serio —admitió Brunetti.

Ella se pasó la mano por el cabello y pensó la respuesta.

—Supongo que si tuviera que elegir una profesión, me gustaría haber sido arqueóloga.

—¿Arqueóloga? —se limitó a repetir él. Oh, el sueño secreto de muchos conocidos suyos.

Ella puso su mejor sonrisa y tono de voz:

—Sin duda, pero sólo si pudiera realizar descubrimientos extraordinarios y hacerme muy, muy famosa.

Brunetti pensó que, aparte de Carter y Schliemann, muy pocos arqueólogos alcanzaban la fama.

Negándose a creer aquella parte de su deseo, preguntó con visible escepticismo:

—¿Sólo por fama?

Ella permaneció un buen rato en silencio, meditando, y luego reconoció:

—No, no exactamente. Me gustaría descubrir bonitas alhajas, por supuesto, es la única razón por la que los arqueólogos se hacen famosos, pero lo que en verdad me gustaría es saber cómo vivía la gente el día a día y en qué se parecían a nosotros. O en qué se diferenciaban. Aunque no estoy segura de que eso nos lo diga la arqueología.

Brunetti, para quien la literatura tenía mucho más que decir que la arqueología sobre cómo era y vivía la gente, asintió.

—¿Qué mira usted en los museos? —preguntó—. ¿Piezas bellas o hebillas de cinturón?

—Eso es lo más desconcertante —respondió ella—. Buena parte de los objetos cotidianos son tan bellos que nunca sé qué mirar. Hebillas de cinturón, horquillas, incluso los platos de arcilla en los que comían. —Pensó en aquello y luego agregó—: O quizá los consideramos hermosos porque están hechos a mano, y nosotros nos hemos acostumbrado tanto a ver objetos producidos en serie que sólo nos parecen bellos porque son diferentes y porque valoramos mucho la artesanía. —Soltó una risita y añadió—: Sospecho que muchos de ellos estarían dispuestos a cambiarnos sus bonitos vasos de arcilla por un tarro de cristal con tapa, o su peine de marfil tallado a mano por una docena de agujas hechas con una máquina.

Para darle a entender que estaba de acuerdo con ella, Brunetti subió el listón y sugirió:

—Probablemente le darían lo que usted quisiera a cambio de una lavadora.

Ella volvió a reír.

—Yo misma le daría a usted lo que fuera a cambio de una lavadora. —Entonces, repentinamente seria, añadió—: Sospecho que muchos renunciarían a su derecho a votar si les ofrecieran una lavadora a cambio; al menos, las mujeres. Dios sabe que yo misma lo haría.

Al principio Brunetti pensó que bromeaba, exagerando las cosas como solía, pero luego se percató de que no era así.

—¿De veras? —preguntó, incrédulo.

—¿A cambio de un voto en este país? Sin duda.

—¿Y en algún otro país? —inquirió él.

Esta vez ella se pasó los dedos de ambas manos por el pelo y bajó la cabeza. Permaneció sentada como viendo desfilar los nombres de las naciones del mundo por la superficie de su escritorio. Al final alzó la mirada y dijo, sin alegría en la voz:

—Me temo que también.

A falta de una réplica o comentario, Brunetti indicó:

—Hay algunas cosas que me gustaría que buscara,
signorina.

Ella dejó de ser una estatua representando la caída de la democracia para transformarse al instante en su habitual yo eficiente. El comisario le proporcionó el nombre de Giulia Borelli y le contó cuál era su relación con el asesinado y su trabajo en el matadero. Aunque no ponía en duda la competencia de Vianello, Brunetti recordó que la
signorina
Elettra era el maestro, y Vianello sólo el aprendiz, de manera que añadió los nombres de Papetti y Bianchi, informándola sobre cada uno de ellos.

—¿Cree que la prensa vendrá a darnos caza por esto? —preguntó él.

—Oh, ahora tienen al tío —respondió ella—. Así que nadie escribe. Nadie llama.

Su alusión al caso de asesinato que actualmente mantenía al país convulsionado era evidente: un crimen perpetrado en el círculo de una familia unida, con padres y parientes que ofrecían versiones distintas sobre la víctima y el acusado. Cada nuevo amanecer se añadían y se quitaban nombres de la lista de posibles autores materiales; la prensa y la televisión se atiborraban de gente deseosa de ser entrevistada. Cada día traía consigo también una nueva foto de algún miembro de la familia con semblante apesadumbrado, sosteniendo una imagen de la joven víctima, y al siguiente las declaraciones de algún otro familiar ya habían convertido al doliente en sospechoso.

El café en los bares ya tenía el regusto de aquella historia; uno no podía viajar en barco sin oír hablar de ella. Al principio, hacía cosa de un mes, cuando la joven desapareció, los policías y el propio Brunetti querían ponerse de pie en los embarcaderos y gritar: «¡Fue alguien de la familia!» Sin embargo, él se había propuesto mantener un silencio riguroso y profesional. Ahora, cada vez que salía el tema, fuera donde fuera, se negaba a fingir sorpresa ante los nuevos hallazgos y hacía lo posible por cambiar de tema.

Así pues, no se molestó en enzarzarse en una conversación con la
signorina
Elettra, y dijo:

—Si llama alguien de la prensa, ¿lo derivará al
vicequestore
?.

—Por supuesto,
commissario.

Se había mostrado brusco; sin duda, había estado muy cortante, pero no quería verse arrastrado a otra discusión sobre aquel crimen. Le preocupaba que tanta gente sin escrúpulos se hubiera prestado a tratar ese asesinato como una especie de broma salvaje, a la que sólo se podía responder con humor grotesco; aunque quizá aquella reacción no fuera más que pensamiento mágico, una exteriorización de la esperanza de que la risa impidiera que aquello volviera a suceder o le sucediera al que se riera.

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