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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (18 page)

—No —contestó el comisario con calma—. Ya hemos encontrado a alguien para eso.

De pronto ella se inclinó hacia delante, con la cabeza estirada como una serpiente a punto de atacar, y saltó:

—Es usted un tipo duro, ¿verdad? Me dice que ha sido víctima de un acto violento, pero el hecho de que hayan venido significa que está muerto, y el hecho de que me hagan todas estas preguntas quiere decir que alguien lo ha asesinado. —Se secó los ojos mientras hablaba, y parecía que le costaba terminar algunas de las palabras.

Vianello levantó la mirada de su libreta y estudió el rostro de la
signorina
Borelli.

Ella apoyó los codos sobre la mesa y enterró la cara en las palmas de las manos que tenía vueltas hacia arriba.

—Encontramos a un buen hombre y le pasa esto —murmuró.

Brunetti no tenía idea de cómo interpretar «buen», y en su voz tampoco halló pistas. ¿Consideraba a Nava un hombre competente o decente?

Al poco tiempo, aún sin poder controlar del todo su reacción, articuló:

—Si tienen más preguntas, tendrán que hacérselas al
dottor
Papetti. —Dio una palmada en la mesa con las dos manos y el ruido pareció sosegarla—. ¿Desean algo más?

—¿Sería posible echar un vistazo a sus instalaciones?

—No les va a gustar —respondió ella a bote pronto.

—¿Perdone? —dijo Brunetti.

—No les va a gustar ver lo que hacemos aquí. —Parecía completamente serena y razonable—. A nadie le gusta. Créanme.

Pocos comentarios podían apremiar tanto la intención de Brunetti de ver lo que pasaba allí dentro.

—Pues vamos a verlo —replicó Brunetti, y se puso en pie.

19

Pese a todo el cuidado que Vianello y Brunetti habían puesto en elegir el atuendo más adecuado para la ocasión, al final resultó que bien podrían haber ido en esmoquin al matadero. Lo primero que hizo la
signorina
Borelli, en vista de la firme insistencia de Brunetti por ver el lugar donde el
dottor
Nava había trabajado, fue telefonear al matarife principal, Leonardo Bianchi, y pedirle que se reuniera con ellos en el vestuario. Luego los acompañó desde su despacho por un pasillo con el suelo de cemento y dos tramos de escaleras hasta un vestuario espartano que a Brunetti le recordaba los que había visto en las típicas películas estadounidenses de instituto: paredes forradas de taquillas metálicas, una mesa en el centro desconchada y marcada con quemaduras de cigarrillos y líquido derramado ya reseco. Sobre los bancos había varios ejemplares arrugados de
La Gazzetta dello Sport,
además de algún calcetín olvidado y unos vasos de cartón vacíos.

Los condujo en silencio hasta una taquilla que había al otro lado del vestuario. Sacó un llavero del bolsillo y usó una llave pequeña para abrir el candado de la puerta. Rebuscó en el interior y extrajo un mono blanco de papel como los que llevan los agentes de la brigada de investigación criminal, lo desplegó y se lo entregó a Brunetti; después le dio otro a Vianello.

—Quítense los zapatos para ponerse esto —dijo.

Brunetti y Vianello siguieron sus instrucciones. Para cuando se hubieron calzado de nuevo, ella había encontrado dos juegos de cubrezapatos de plástico transparente, y se los entregó a Brunetti sin mediar palabra. Vianello y él se cubrieron los zapatos con ellos. A continuación llegó el turno de los gorros de plástico transparente similares a los que Paola usaba en la ducha, y también se los encasquetaron en la cabeza.

La
signorina
Borelli los inspeccionó de arriba abajo, sin decir nada. La puerta opuesta a aquella por la que habían entrado se abrió, y un hombre alto y barbudo apareció en el vestuario. Llevaba una bata blanca que parecía gris, con grandes lamparones rojos en el pecho y en los costados. Brunetti se fijó en sus pies y se alegró de que le hubieran dado los cubrezapatos de plástico.

El hombre, que a Brunetti le pareció el matarife principal, saludó con la cabeza a la
signorina
Borelli y los miró a los dos con indiferencia. Ella ni siquiera hizo el amago de presentarlos. El hombre dijo:

—Vengan conmigo, caballeros.

Brunetti y Vianello siguieron a Bianchi hacia la puerta. Cuando éste la abrió, volvieron a oírse chillidos y gruñidos, y de más allá provenían también fuertes golpes y estruendos.

Él los guió por un estrecho pasillo hacia una puerta, a unos cinco metros de donde estaban. Mientras caminaba, Brunetti era sumamente consciente del molesto ruido que hacía su mono protector y de la resbaladiza sensación que le producían los cubrezapatos. Bajó la vista para comprobar de qué tipo de material era el suelo y así calcular mejor el agarre de sus pies. Por un brevísimo instante, trastabilló al ver que una huella de sangre avanzaba en su dirección, aminoró el paso, desplazó su pie derecho rápidamente a un lado para esquivar otra huella y se percató demasiado tarde de que no importaba pisarlas, si no era por superstición.

Brunetti echó una ojeada atrás y vio el rostro crispado de Vianello, pero enseguida devolvió su atención a la espalda de Bianchi. Entonces se estremeció: el ruido cada vez más intenso anulaba los demás sentidos, y hasta ahora no se había percatado del frío. Vianello emitía un canturreo apenas audible. El frío y el ruido iban en aumento a medida que se acercaban a la puerta. Bianchi se detuvo ante ella y apoyó la mano en la barra metálica que se extendía de lado a lado. Si empujaba hacia abajo, la puerta se abriría.

Se quedó mirando a Brunetti y, detrás de él, a Vianello, con una pregunta muda en los ojos. Por un momento, Brunetti dudó que todo aquello fuera acertado, pero la esposa de Nava había dicho que al veterinario le preocupaba algo que estaba pasando en aquel lugar.

Brunetti alzó la barbilla en un gesto que podía haber sido de orden o de ánimo. Bianchi se giró y empujó la barra hacia abajo para abrir la puerta. Los inundaron el ruido, el frío y la luz. Los chillidos y gruñidos, golpes y quejidos se mezclaron en una moderna cacofonía que asaltó algo más que su sentido del oído. La mayoría de los sonidos eran neutros. Aunque no lo parezca, todos los pasos suenan igual; en realidad, la amenaza viene del entorno en que se oyen. El agua corriente, también, no es más que eso; una bañera que rebosa agua, el arroyo de una montaña: el contexto lo es todo. Si deshilvanas una sinfonía, el aire se llena de ruidos extraños e inconexos que flotan sin orden ni concierto. En cambio, un alarido de dolor es siempre eso, proceda de un animal bípedo o cuadrúpedo, y una voz humana encolerizada desencadena la misma reacción independientemente de la lengua en que se exprese la ira o a quién vaya dirigida.

Los estímulos que percibían los demás sentidos no admitían bonitos juegos de retórica o dialéctica; a Brunetti se le encogió el estómago por un olor fuerte como un puñetazo, y sus ojos intentaron huir del rojo en todas sus variedades y matices. Su mente intervino obligándolo a concentrarse y a buscar en el pensamiento alguna salida que lo alejara de la realidad circundante. Pensó en William James; sí, William James, el hermano del escritor al que su esposa amaba, un vago recuerdo de algo que había escrito hacía más de un siglo: que el ojo humano siempre se ve atraído por «cosas en movimiento, cosas que además sangren».

Brunetti intentó sostener aquellas palabras frente a él, como un escudo desde el que pudiera observar todo lo que allí ocurría. Cayó en la cuenta de que avanzaban sobre una pasarela enrejada protegida a ambos lados por pasamanos y elevada al menos tres metros por encima de la zona de trabajo. Calculó que, entre lo visto y no visto, lo sentido y no sentido, el espacio vacío que quedaba a sus pies, la jornada laboral tocaba a su fin. Seis o siete hombres con botas y cascos amarillos, y delantales blancos de látex se movían debajo, en los cubículos de suelo de cemento, y les hacían cosas a los cerdos y a las ovejas con cuchillos e instrumentos afilados, de ahí el ruido. Los animales se desplomaban a los pies de aquellos hombres, aunque algunos lograran huir para terminar estrellándose contra las paredes antes de resbalar y caer de nuevo. Otros, heridos y sangrantes, incapaces de tenerse en pie, seguían agitando las patas, arrastrándose por suelos y paredes, mientras los hombres los agarraban por las pezuñas para asestarles otro golpe.

Brunetti advirtió que a algunas ovejas las protegían de los cuchillos sus gruesos abrigos de lana, y entonces había que golpearlas en la cabeza en repetidas ocasiones utilizando lo que parecían varas metálicas con ganchos en la punta. A veces los ganchos se usaban para otro fin, pero Brunetti apartaba la vista antes de llegar a comprobarlo; el gemido que siempre seguía a la deserción de sus ojos no dejaba lugar a dudas de lo que ocurría.

Las ovejas emitían sonidos graves, animales —gruñidos y balidos—, mientras que los cerdos lo sorprendieron por el parecido de sus chillidos con los gritos que él o Vianello proferirían de estar ellos abajo y no arriba. Los terneros berreaban.

El olor penetraba en su nariz hasta lo más hondo: no sólo el efluvio ferruginoso de la sangre, sino también la fetidez invasiva de excrementos y desechos. Justo cuando Brunetti pensaba en aquello, oyó agua y agradeció su sonido sin quererlo y sin saberlo. Miró hacia el lugar del que procedía y vio que abajo un operario con delantal blanco rociaba un cubículo vacío con lo que parecía una manguera contra incendios. El operario permanecía con las piernas bien abiertas para apuntalar mejor su cuerpo contra la presión del chorro de agua con que limpiaba el cubículo, mientras bajaba la manguera lentamente a ras del suelo y la movía luego adelante y atrás para barrerlo todo hacia un sumidero abierto en el cemento.

Como las paredes eran de alambrada, el agua siguió su curso hasta el cubículo de al lado, arrastrando la sangre procedente del morro y la boca de un cerdo que yacía apoyado contra una pared y rascaba el suelo con las pezuñas en un intento vano de alejarse del hombre que estaba de pie sobre él. El hombre usó su gancho de metal, y cuando Brunetti volvió a mirar, el cerdo había alzado el vuelo y se elevaba sobre ellos, tal vez para dejar atrás aquel lugar y continuar… ¿quién sabe dónde? Brunetti se dio la vuelta cuando el cuerpo espasmódico del cerdo apareció a su lado, unido a una cadena metálica mediante un gancho que le atravesaba el cuello. Brunetti buscó y encontró a Vianello, pero antes de que ninguno de los dos pudiera hablar, una repentina erupción de puntos rojos salpicó el pecho del inspector. Vianello, desconcertado, bajó la mirada y alzó una mano para intentar limpiarse el rojo, aunque nunca llegó a completar el gesto: la mano cayó muerta al costado, y miró a Brunetti con rostro inexpresivo.

Un ruido mecánico devolvió su atención al cerdo espasmódico que ahora se alejaba hacia la puerta ancha con dos batientes de plástico situada al otro lado de la sala. Cuando vio que el cuerpo del cerdo abría las portezuelas y desaparecía, Brunetti abandonó su absurda idea de salvación o intercesión por el animal condenado.

El comisario se aclaró la voz y le dio a Bianchi unos golpecitos en el hombro.

—¿Adónde van? —preguntó por encima de ruidos metálicos y chillidos.

El matarife señaló al fondo de la nave y se encaminó en aquella dirección. Brunetti lo siguió, procurando no perder de vista la espalda del hombre, y un Vianello aturdido se arrastró a la zaga. Al final de la pasarela, llegaron hasta una pesada puerta de metal con una manilla también metálica. Bianchi apenas aflojó el ritmo de sus pasos, de tan rápido como abrió la puerta y la traspasó. Los dos lo siguieron, y Vianello cerró tras ellos.

Al principio, Brunetti se preguntó si no habrían salido al exterior y se habrían adentrado directamente en algún bosque, aunque no recordaba haber visto ningún árbol detrás de la nave. Estaba oscuro, la luz se filtraba desde arriba como en el espesor de un bosque a primera hora de la mañana. Justo frente a ellos, vislumbró un campo de formas gruesas que parecía elevarse de la tierra. ¿Arbustos, quizá, o una joven alameda con todo su follaje? Pero no poseían el tamaño de árboles maduros, por anchos que fueran, y eso hizo retroceder su mente embotada hasta la idea de los arbustos. Los tres hombres se separaron y empezaron a caminar cada uno por su lado.

Si realmente estaban fuera, el tiempo había cambiado y el día se había vuelto terriblemente frío. Los ojos de Brunetti se fueron adaptando progresivamente a la tenue claridad, y los árboles o arbustos comenzaron a definirse mejor. Su primera impresión fue que se trataba de hojas otoñales, hasta que comprobó que el rojo era músculo, y el amarillo, vetas de grasa. Vianello y él dependían tanto del cicerone Bianchi que lo habían seguido inconscientemente hasta allí, en medio de troncos colgados de ternera, cerdo y oveja, animales decapitados que sólo se diferenciaban por su tamaño; aunque ¿quién podría distinguir una oveja grande de una ternera pequeña? Todo era rojo y amarillo, con la frecuente veta de grasa blanca.

Vianello se derrumbó el primero. Hizo a un lado a Brunetti, sin importarle ya Bianchi ni su opinión, ni la opinión de nadie, y se dirigió a la puerta tambaleándose como un borracho. La empujó inútilmente, luego la aporreó dos veces y le dio una patada. El matarife se materializó desde el matorral de cuerpos, accionó algún mecanismo que Vianello no podía distinguir en la oscuridad, y la puerta se abrió. Bajo la mayor iluminación de la otra sala, Brunetti vio que Vianello se alejaba con una mano levantada a un lado, como para dejarla allí, dispuesta a asirse a la alambrada de la pasarela en caso de no poder continuar.

Forzándose a caminar lentamente y a no quitar el ojo de la espalda de Vianello, que emprendía ya la retirada, Brunetti atravesó la puerta y no esperó a Bianchi. Avanzó hacia el otro extremo de la pasarela emitiendo el mismo canturreo que Vianello y comprendiendo ahora que así conseguía neutralizar parte del ruido que se elevaba desde abajo. Entonces algo apareció a su lado, a la altura de los hombros, como si lo acompañara. Brunetti aflojó el paso un momento, pero enseguida recuperó el control y siguió caminando con la mirada al frente, sin ceder por un instante a la tentación de ver qué era lo que flotaba junto a él.

Halló a Vianello tirado en un banco del vestuario, con un brazo fuera de su mono protector y el otro olvidado, o atrapado, dentro de la manga. A Brunetti le recordó a un héroe de la
Ilíada,
derrotado, con la armadura medio rajada colgándole del cuerpo y el enemigo a punto de darle muerte y expoliarlo. Brunetti se sentó a su lado, luego se dejó caer pesadamente hacia delante y apoyó los antebrazos en los muslos para quedarse así, mirándose los zapatos sin pestañear. El que los viera desde el umbral de la puerta vería a dos atletas veteranos de extravagante indumentaria esperando a que el entrenador viniera a contarles cómo se habían desenvuelto.

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