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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (16 page)

Brunetti miró a Vianello, que se encogió de hombros.

—Si eso es lo que piensa, qué le vamos a hacer —dijo Brunetti.

Vianello lo siguió hacia el
embarcadero
del número 1. El inspector llegaría antes a casa si tomaba el número 2, por lo que Brunetti interpretó que quería alargar la conversación.

La gente se apresuraba en su dirección. Muchos se mantenían a la izquierda, pero algunos se acercaban más al agua para adelantarlos y ahorrarse unos segundos de espera a la hora de subirse a los autobuses marítimos que los llevarían a sus casas en tierra firme.

Pasaron junto a los taxis que cabeceaban en el agua. Al fin, Vianello comentó:

—Supongo que lo entiendo. Después de todo, las
calli
aquí no están plagadas de putas, y tampoco nos llaman para que vayamos a hacer redadas a las fábricas chinas. O a sus prostíbulos, lo mismo da.

—Y no tenemos conductores borrachos —apuntó Brunetti.

—De eso se encarga la
Polizia Stradale,
Guido —soltó Vianello con un falso reproche.

Sin inmutarse, Brunetti añadió:

—O incendios. La gente no va por ahí prendiendo fuego a las fábricas.

—Eso es porque ya no tenemos fábricas. Sólo turismo —observó un Vianello pesimista, apretando el paso al oír llegar el
vaporetto.
El inspector deslumbró con su placa a la joven uniformada del embarcadero.

La barrera corrediza se cerró tras ellos, y fueron a tomar asiento en la cabina. Ninguno de los dos habló hasta pasar bajo el puente Scalzi, momento en que Vianello dijo:

—¿Crees que tiene envidia?

A la izquierda, la iglesia de San Geremia se deslizaba hacia ellos, y poco después divisaron a la derecha la columnata del Museo de Historia Natural.

—Estaría loco si no la tuviera, ¿no crees? —preguntó el comisario.

Brunetti no se percató de lo agotado que estaba hasta que llegó a la puerta de su piso. Se sentía como una bola de billar tras haberse pasado el día rodando por el tapete, de un lado a otro. Había averiguado demasiado y viajado demasiado, y ahora lo único que quería era sentarse tranquilamente a cenar mientras escuchaba hablar a su familia sobre temas que nada tenían que ver con el crimen o la muerte. Necesitaba una velada distendida y apacible.

Por mucho que aquél pudiera ser deseo de Brunetti, no era el de su señora esposa, según descubrió al verla y por el saludo que ella le dedicó cuando entró en su estudio.

—Ah, mira quién ha llegado —dijo ella con una gran sonrisa, tal vez demasiado amplia, enseñando mucho los dientes—. Quiero hacerte una pregunta legal.

Brunetti se sentó en el sofá. Sólo entonces repuso:

—A partir de las ocho de la noche, sólo ejerzo como consultor jurídico privado y espero que se me pague por mi tiempo y por la información que pueda proporcionar.

—¿En
prosecco
?

Él se despojó de los zapatos tirándolos al suelo y se tumbó a lo largo en el sofá. Sacudió un cojín hasta darle la forma deseada, y se recostó.

—A menos que se trate de una pregunta seria o no retórica, en cuyo caso cobraré la consulta en champaña.

Ella se quitó las gafas, las posó sobre las páginas abiertas del libro que estaba leyendo y salió de la habitación. Brunetti cerró los ojos y dejó que su mente deambulara por el día en busca de algo relajante en que pensar hasta que Paola regresara. Se sorprendió a sí mismo recordando el osito de peluche en la mano de Teo, con el pelo de la barriga raído o arrancado a mordiscos por devoción infantil. Brunetti vació su mente de todo lo demás y pensó en el osito, que lo llevó a los que sus hijos tanto habían adorado y luego al que él mismo recordaba haber tenido, aunque de dónde vino y adónde fue eran misterios desterrados hacía tiempo de su memoria.

El tintineo de las copas lo devolvió de la infancia a la vida adulta. El hecho de que sus ojos vieran una botella de Moët en la mano de su esposa facilitó enormemente la transición.

Ella sirvió la segunda copa y se acercó al sofá. Él apartó los pies para hacerle un hueco y tomó la copa que ella le ofreció. Se la tendió y se deleitó en el sonido de las copas al entrechocarse, antes de dar el primer sorbo.

—Bueno —dijo mientras ella se sentaba a su lado—, soy todo oídos.

Paola le lanzó una mirada a la que trató de inyectar sorpresa, pero al ver que él permanecía impasible, abandonó el intento y tomó otro trago de vino. Se recostó en el sofá, dejando caer la mano izquierda sobre la pantorrilla de Brunetti.

—Quiero saber si es delito saber que algo ilegal va a ocurrir y no dar parte de ello.

Él tomó otro sorbo de champaña, se propuso no intentar distraerla con cumplidos y pensó en su pregunta. De manera similar a cuando evocó el osito de peluche de Teo, aunque arrojando la red mucho más lejos en el pasado, repasó los temas de derecho penal que había estudiado en la universidad.

—Sí y no —dijo al fin.

—¿Cuándo sí? —preguntó ella.

—Por ejemplo, si eres funcionaria, debes ponerlo en conocimiento de las autoridades.

—¿Y éticamente? —se interesó su mujer.

—Yo no entro en la ética —contestó Brunetti, y volvió a su champaña.

—¿Está bien impedir que se cometa un delito? —preguntó ella.

—¿Quieres que te diga que sí?

—Quiero que me digas que sí.

—Sí. —Luego Brunetti añadió—: Éticamente. Sí.

Paola meditó un momento en silencio, después se levantó y fue a rellenar las dos copas. Aún en silencio, regresó y le entregó a él la suya, y volvió a sentarse. A fuerza de décadas de costumbre, su mano izquierda se acomodó de nuevo sobre la pantorrilla de Brunetti.

Ella se reclinó en el sofá, se cruzó de piernas y tomó otro sorbo de champaña. Mientras contemplaba el cuadro de la pared más alejada, el retrato de un naturalista inglés sosteniendo un urogallo que habían encontrado hacía años en Sevilla, dijo:

—¿No vas a preguntarme de qué se trata?

Él miró a su esposa, ni al naturalista ni al urogallo, y contestó:

—No, no voy a hacerlo.

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque ha sido un largo día, estoy agotado, y no queda sitio en mi cerebro o en mi sensibilidad para algo que pueda causar problemas. Y por la forma en que me lo preguntas, me temo que es muy posible que esto ocurra.

—¿Y en segundo o tercer lugar, por qué no quieres oírlo? —insistió ella.

—Porque si causa problemas, lo sabré tarde o temprano, así que no hace falta que me lo cuentes ahora. —Se inclinó hacia delante y colocó su mano sobre la de ella—. En serio, ahora no puedo, Paola.

Ella volteó la mano, le estrechó fuertemente la suya y dijo:

—Entonces voy a preparar la cena, ¿vale?

18

Brunetti se despertó unas cuantas veces por la noche, pensando en lo que Paola le había preguntado y tratando de imaginar qué podría querer decirle, qué tramaba, porque sabía que algo tramaba. Conocía los indicios por su larga convivencia con ella y su dilatada experiencia: en cuanto emprendía una de las que ella consideraba sus misiones, se apasionaba, buscaba información específica más que conceptos o ideas, y parecía perder el sentido del humor y la ironía. En todos esos años, su exceso de celo le había acarreado frecuentes problemas. Y Brunetti intuía que la historia volvía a repetirse.

Cada vez que se despertaba, le bastaba con notar la presencia del bulto inerte que tenía al lado para maravillarse de nuevo ante el don de Paola para conciliar el sueño, ajena a todo cuanto sucedía alrededor. Pensaba en las noches que había pasado en vela preocupado por su familia, por su trabajo o por su futuro y el futuro del planeta, o simplemente despierto por una mala digestión. Mientras que a su lado descansaba un monumento a la paz y a la tranquilidad, inmóvil, sin apenas respirar.

Brunetti volvió a despertarse antes de las seis y decidió que de nada servía intentar dormirse otra vez. Bajó a la cocina y se preparó un café, calentó la leche y regresó a la cama.

Como había terminado la lectura de
Agamenón
y necesitaba darse un respiro antes de continuar con la consabida saga familiar, Brunetti hizo lo que solía en tales circunstancias: tomó el libro
Meditaciones
de Marco Aurelio y, muy al estilo en que se decía que los devotos cristianos consultaban la Biblia, lo abrió al azar. Debía reconocer que aquello era como jugar a las máquinas tragaperras: a veces se topaba con una sentenciosa papilla sin sentido que no llevaba a ninguna parte y no le aportaba nada. Pero en ocasiones, las palabras se le venían encima como un torrente de monedas que desbordara el cajón de una máquina tragaperras y le salpicara los pies.

Abrió el «Libro II» y leyó: «No es fácil ver a un hombre desdichado por no haberse detenido a pensar qué ocurre en el alma de otro. Pero quienes no siguen con atención los movimientos de su propia alma, fuerza es que sean desdichados.» Levantó los ojos del libro y miró a través de la ventana, donde la cortina estaba sólo medio corrida; era consciente de que la claridad no procedía del alba inminente, sino de la luz ambiental que envolvía la ciudad.

Reflexionó sobre las palabras del sabio emperador, y entonces pensó en Patta, de quien podían afirmarse muchas cosas, entre ellas el innegable hecho de que era feliz. Sin embargo, si existía algún hombre que vivía ajeno a los movimientos de su propia alma, ése era el
vicequestore
Giuseppe Patta.

Sin rendirse por que no le hubiera tocado la combinación ganadora, Brunetti abrió las
Meditaciones
en el «Libro XI»: «No hay ladrón del libre albedrío.» Esta vez cerró el libro y lo dejó a un lado. Volvió a centrarse en la claridad de la ventana y en la sentencia que acababa de leer: ninguna de las dos cosas lo iluminó. Los ministros del Gobierno eran detenidos con aterradora frecuencia; el mismísimo presidente del Gobierno presumía, en medio de una profunda crisis financiera, de tener diecinueve casas en propiedad y ninguna preocupación económica; el Parlamento había quedado reducido a una cloaca abierta. ¿Y acaso las masas indignadas habían tomado las
piazzas
? ¿Quién se alzaba en el Parlamento para denunciar el infame saqueo del país? Pero si una joven virginal muere asesinada, el país se convulsiona; si le cortan el cuello a una persona, ya tienes a la prensa movilizada durante días. ¿Qué poder le quedaba a la gente que no hubiera sido destruido por la televisión y la penetrante vulgaridad de la administración actual? «Oh, sí, un ladrón puede robarte tu voluntad. Y ya lo ha hecho», se oyó decir a sí mismo.

Brunetti, atrapado en aquella mezcla de rabia y desesperación que era el único sentimiento sincero que le quedaba a la ciudadanía, retiró las mantas y se levantó. Permaneció un buen rato bajo la ducha, y se permitió el lujo de afeitarse allí sin reparar en el consumo de agua, en la energía invertida para calentarla, ni siquiera en el hecho de que utilizaba una cuchilla desechable. Estaba harto de cuidar del planeta: que se cuidara él solo por una vez.

Regresó al dormitorio para vestirse con traje y corbata, pero entonces recordó adónde iban a ir Vianello y él esa mañana y volvió a dejar el traje en el armario para ponerse unos pantalones de pana marrón y una gruesa chaqueta de lana. Buscó en el suelo del armario hasta que encontró un par de náuticos con robustas suelas de goma de color paja. No tenía mucha idea de cuál era el atuendo más indicado para un matadero, pero sabía que el traje quedaba descartado.

Eran las siete y media cuando salió de casa, al frío de una mañana que prometía aire límpido y creciente calidez. Éstos eran sin duda los mejores días del año, en que a veces las montañas se divisaban desde la ventana de la cocina y las noches eran lo bastante frescas para sacar una segunda manta del armario.

Caminó, se detuvo a comprar la prensa —
La Repubblica
y no uno de los periódicos locales— y luego en Ballarin a tomar un café y un brioche. La
pasticceria
estaba llena, pero aún no abarrotada, por lo que la mayoría de la gente todavía podía encontrar sitio de pie en la barra. Brunetti se llevó su café a una mesita redonda, colocó el periódico a la derecha de su taza y examinó los titulares. Una mujer de su edad, con el pelo del color de la caléndula, posó la taza cerca de la suya, analizó los titulares mientras se bebía a sorbos su café, lo miró y dijo en
veneziano
:

—Esto pone enfermo a cualquiera, ¿verdad?

Brunetti tomó su brioche y lo inclinó con un gesto que equivalía a un encogimiento de hombros.

Un «¿qué le vamos a hacer?» había salido de sus labios para recordarle las palabras de Marco Aurelio. Al parecer, el ladrón le había robado su voluntad en el corto espacio de tiempo transcurrido desde que había salido de casa. Luego, como si hubiera querido emplear su primer comentario a modo de floritura retórica, la miró directamente y dijo:

—Aparte de votar,
signora.

Ella lo observó como si se hubiera topado en plena calle con uno de los pacientes del Palazzo Boldù, un lunático delirante que ahora iba a revelarle el Secreto de las Edades. Indignado ante su propia cobardía moral, Brunetti se obligó a añadir:

—Y arrojarles moneditas si los vemos en la calle.

Ella pensó en aquellas palabras y, como agradecida por que aquel hombre volviera tan rápido a sus cabales, depositó la taza sobre el platillo y lo dejó todo en el mostrador. Le sonrió, le deseó un buen día, pagó y se marchó.

En la
questura,
Brunetti fue directo a la oficina de los agentes, pero aún no había llegado ninguno del turno de día. En su propio despacho, miró a ver si había nuevos documentos, pero su mesa estaba como él la había dejado el día anterior. Usó su flamante ordenador para revisar los periódicos, pero no habían publicado más información sobre el asesinado ni sobre la evolución del caso, y tampoco se habían molestado en imprimir la foto que ellos les habían enviado. El interés en el fallecido se había desviado a otra noticia: el cuerpo en descomposición descubierto en una tumba poco profunda próxima a Verona dos días antes había resultado ser el de una mujer que llevaba tres semanas desaparecida. Era joven y su foto la mostraba como una chica atractiva, por eso su muerte había eclipsado la de Nava.

La entrada de Vianello interrumpió sus pensamientos.

—El ayudante de Foa está esperando —dijo. Y agregó a modo de explicación—: Él no regresará hasta la tarde. Hay un coche en Piazzale Roma.

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