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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (14 page)

—Sí. Yo me levanté y salí de la habitación, y luego oí que él se iba de casa… oí que el coche se alejaba. Ésa fue la última vez que lo vi.

Brunetti, que tenía los ojos puestos en las manos de la mujer, se sorprendió al ver caer la primera gota. Le salpicó el dorso de la mano y desapareció en la tela de su falda, y luego cayó otra, y otra más, y entonces ella se levantó y salió corriendo del salón.

Al cabo de un rato, Vianello dijo:

—Lástima que no quisiera escucharlo.

—¿Lo dices por ella o por nosotros? —inquirió Brunetti.

Asombrado ante la pregunta, Vianello respondió:

—Por ella.

16

No podían hacer otra cosa que esperar a que ella regresara. En voz baja, comentaron lo que les había dicho y las posibilidades que se abrían ante ellos.

—Hay que encontrar a esa mujer y descubrir qué está pasando aquí —sugirió Brunetti.

La mirada de Vianello tenía fácil lectura.

—No, eso no —continuó Brunetti meneando la cabeza—. Ella tiene razón: es un cliché, uno de los más viejos. Yo quiero saber si le preocupaba algo aparte del desliz.

—¿No crees que ésa es razón más que suficiente para preocupar a un hombre casado? —preguntó Vianello.

—Claro que lo es —reconoció Brunetti—. Pero la mayoría de los hombres casados que tienen amantes no acaban flotando en un canal con tres cuchilladas en la espalda.

—Eso también es cierto —convino Vianello.

Luego, inclinando la cabeza hacia atrás para señalar la puerta por la que la
signora
Doni había desaparecido, dijo:

—Si yo tuviera que lidiar con ella, creo que un lío de faldas me pondría muy nervioso.

—¿Qué haría Nadia? —se interesó Brunetti, sin saber muy bien cuánta crítica a la
signora
Doni se ocultaba tras el comentario de Vianello.

—Probablemente me pegaría un tiro con mi propia pistola —respondió el inspector con una pequeña sonrisa no exenta de orgullo—. ¿Y Paola?

—Vivimos en una cuarta planta —contestó Brunetti—. Y tenemos terraza.

—Muy astuta, tu señora —dijo Vianello—. ¿Dejaría una nota sin firmar en tu ordenador?

—Lo dudo —replicó Brunetti—. Demasiado obvio. —Planteándose el rompecabezas, empezó a darle vueltas al asunto—. Lo más seguro es que contara a todo el mundo lo deprimido que había estado durante meses y dijera que últimamente había hablado de poner fin a mi vida.

—¿A quién convencería para que afirmara haberte oído decir eso?

—A sus padres —respondió Brunetti sin pensarlo. Luego rectificó—: No, sólo a su padre. Su madre no mentiría. —Se le ocurrió algo y lo soltó, con la satisfacción reflejada en su rostro y en su voz—: No creo que ella mintiera sobre mí. Estoy convencido de que me aprecia.

—¿Y su padre no?

—Sí, pero de manera diferente. —Brunetti sabía que era imposible explicárselo, pero se sentía muy animado por el repentino reconocimiento del aprecio de la
contessa.

Oyeron que la
signora
Doni se acercaba por el pasillo y se pusieron de pie cuando entró en el salón.

—Tenía que ir a ver cómo estaba Teo —se disculpó—. Sabe que pasa algo gordo, y está preocupado.

—¿Le ha dicho que éramos policías? —indagó Brunetti, aunque el niño ya se lo había confirmado.

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Sí. Pensaba que vendrían de uniforme, y quería que estuviera preparado —dijo enseguida, como si esperara aquella pregunta.

Quizá animada por el silencio, acabó reconociendo:

—Y me temí lo peor cuando me preguntó usted por Andrea. Él solía llamar una o dos veces por semana. Pero desde que se marchó el último día no he sabido nada de él. —Se posó las palmas de las manos sobre los muslos y se las examinó—. Supongo que intuía a qué habían venido.

Sin tener el comentario en cuenta, Brunetti observó: —Usted nos contó que el comportamiento de su marido cambió cuando empezó a trabajar en el matadero.

Brunetti sabía que debía proceder con mucho tacto, hallar la manera de abrirse paso entre el torbellino de emociones.

—Dijo que usted y él estaban muy unidos,
signora.
—Le concedió un momento para asumirlo—. ¿Recuerda cuánto tiempo transcurrió desde que empezó a trabajar allí hasta que dio las primeras muestras de preocupación?

Leyó en la rigidez de su boca que se acercaba el final de lo que la señora consentiría y respondería. Ella se dispuso a hablar, carraspeó levemente, y prosiguió:

—No llevaba mucho tiempo allí, tal vez un mes. Pero para entonces la enfermedad había empeorado. Había empezado a comer menos para perder peso, y me temo que aquello lo ponía de mal humor. —Frunció el ceño al recordar aquello—. Yo no conseguía hacerle comer otra cosa que no fuera pasta, verduras, pan y algo de fruta. Él dijo que eso funcionaría. Pero no sirvió de nada: siguió aumentando de tamaño.

—¿Le mencionó algún problema? —inquirió Brunetti—. Aparte de la enfermedad.

Ella estaba visiblemente alterada, por lo que Brunetti se esforzó por adoptar una postura más relajada, con la esperanza de que su gesto fuera contagioso.

—No le gustaba el nuevo trabajo. Decía que le costaba compaginar ambas cosas, sobre todo porque la enfermedad había empeorado, pero que no podía dejarlo porque necesitábamos el dinero.

—Ésa es una carga importante para un hombre con problemas de salud —observó Vianello, comprensivo.

Ella lo miró y sonrió.

—Andrea era así —explicó—. Le preocupaba la gente que trabajaba para él en la clínica. Se sentía responsable y quería mantenerla abierta.

Brunetti no se pronunció al respecto. Años antes, menos familiarizado con las emociones, podría haber resaltado la discordancia entre el comportamiento hacia su marido y aquellos comentarios; pero el tiempo había borrado su deseo de hallar consistencia en todo, y ahora ya nunca la daba por hecho ni cuestionaba su ausencia. Aquella mujer era un hervidero de emociones donde Brunetti sospechaba que el remordimiento predominaba sobre la ira.

—¿Podría decirnos dónde está su clínica,
signora
? —preguntó el comisario.

Vianello sacó una libreta del bolsillo.

—Via Motta, ciento cuarenta y cinco —dijo ella—. Queda sólo a cinco minutos de aquí. —A Brunetti le pareció verla turbada—. Me llamaron ayer para comunicarme que Andrea no había ido a trabajar. Yo les dije que no… que no sabía dónde estaba. —Como cualquier persona no acostumbrada a mentir, bajó la mirada a las manos, y Brunetti sospechó que también les había dicho que no le importaba.

Ella se forzó a mirarlo a la cara y continuó.

—Vivía en un pequeño apartamento en la segunda planta del edificio. ¿Debería llamar para decirles que van ustedes? —sugirió.

—No, gracias,
signora.
Preferiría presentarme sin previo aviso.

—¿Por si alguien trata de huir al enterarse de que son policías? —preguntó medio en broma.

Brunetti sonrió.

—Algo así. Aunque, si su marido lleva dos días sin aparecer por la clínica y nos ven llegar a nosotros sin mascota, seguramente deducirán quiénes somos.

Ella tardó unos instantes en advertir que el comisario bromeaba. No sonrió.

—¿Algo más? —preguntó.

—No,
signora
—respondió Brunetti. A continuación añadió, con gran ceremonia—: Me gustaría agradecerle su generosidad por concedernos parte de su tiempo. —Y hablando como padre, dijo—: Espero que puedan encontrar la manera de explicárselo a su hijo. —Inconscientemente, había usado el plural.

—Lo es, ¿verdad? —articuló ella.

—¿Qué?

—Nuestro.

Vezzani los esperaba en el bar, mirando un programa de cocina de la tarde, con
Il
Gazzetino
abierto sobre la mesa delante de él y una taza de café al lado.

—¿Un café? —preguntó.

Ellos asintieron y Vezzani hizo señas al camarero para pedirle dos cafés y un vaso de agua.

Se acercaron y se sentaron a su mesa. Él cerró el periódico y lo arrojó a la cuarta silla, vacía.

—¿Qué os ha contado?

—Que su marido tenía una aventura con una compañera de trabajo —contestó Brunetti.

Vezzani abrió la boca con sorpresa y levantó las dos manos.

—Vaya, ¿quién no ha oído hablar de algo así? ¿Adónde vamos a llegar? —El camarero se acercó con los dos cafés y el vaso de agua para Vezzani.

Bebieron, y luego Vezzani, con voz más seria, preguntó:

—¿Qué más?

—También trabajaba en el matadero —empezó Vianello.

—¿El de Preganziol? —inquirió Vezzani.

—Sí —respondió Brunetti—. ¿Hay otros?

—Creo que hay uno en Treviso, pero pertenece a otra provincia. El de Preganziol es el más cercano.

Vezzani preguntó:

—¿Para qué necesitan a un veterinario en un matadero? No será para salvarles las vidas a los animales, ¿no?

—Para certificar que están sanos, y me imagino que también para comprobar que los sacrifican de una forma digna —dijo Brunetti—. Debe de haber alguna reglamentación europea al respecto.

—Dime una actividad sobre la que no haya reglamentación europea y te llevas el premio —propuso Vezzani, que amagó un brindis con su vaso y tomó un sorbo de agua. Después, sosteniendo aún el vaso al frente, agregó—: ¿Tenía algún problema con los pacientes de su clínica?

—Su esposa no sabía de ninguno —contestó Brunetti. Pero entonces añadió—: Dijo que algunas personas no estaban conformes con la manera en que trataba a sus mascotas. Pero no eran problemas graves.

—Yo he oído a la gente decir cosas terribles —terció Vianello—. Algunos serían capaces de usar la violencia contra todo el que pudiera hacer daño a sus animales. Están chiflados; pero nosotros no tenemos mascotas, así que tal vez no lo podamos comprender.

—A mí me parece exagerado —convino Vezzani—, aunque ya he perdido la capacidad de entender lo que hace la gente. Si son capaces de matarte porque les has rayado el coche —dijo refiriéndose a un caso reciente—, qué no harían si le pasara algo a su perro salchicha por tu culpa.

—¿Tú sabes dónde está la clínica? —preguntó Brunetti. Depositó unas monedas sobre la mesa y se levantó—. Via Motta, ciento cuarenta y cinco. Parece ser que también vivía allí.

Vezzani se puso en pie, diciendo:

—Pues sí, conozco el lugar. Vamos a hablar con ellos.

En otros tiempos, la clínica debió de haber sido un edificio residencial burgués de dos plantas lo bastante espacioso para albergar a dos familias. Había casas similares a ambos lados, cada una rodeada por una gran extensión de césped. Cuando desaceleraron al pasar por delante, oyeron los ladridos de un perro que provenían de la parte de atrás del edificio, luego los de otro a modo de respuesta; intervino una voz humana, se cerró una puerta y después reinó el silencio.

Vezzani tuvo problemas para aparcar. Siguió conduciendo unos cien metros, pero había coches por todas partes y ningún hueco. «¿Así se vive en
terraferma
?», se preguntó Brunetti. Se volvió hacia Vianello, que ocupaba el asiento de atrás; ambos intercambiaron una mirada, pero ninguno de los dos dijo nada.

Con gesto irritado, Vezzani realizó un inesperado cambio de sentido y volvió hacia la clínica. Aparcó en el carril contrario, justo en la entrada. Arrancó una etiqueta de plástico que llevaba en el parabrisas, la dejó en el salpicadero y se apeó del coche, dando un portazo al salir. Brunetti y Vianello también se bajaron, pero sin portazos.

Los tres policías recorrieron el tramo de acera que llevaba a la puerta principal. A un lado había una placa metálica con la inscripción «Clinica Amico Mio» y el horario de apertura debajo. Como director, figuraba el Dott. Andrea Nava.

Vezzani pasó sin llamar; Brunetti y Vianello lo siguieron al interior. Brunetti pensó que nada podía eliminar el olor de los animales. Ya lo había olido antes, en las casas de amigos suyos que tenían mascotas, en los pisos de gente a la que detenía, en edificios abandonados, y una vez en una tienda de antigüedades a la que había ido a interrogar a un testigo. Penetrante, con un fuerte toque amoniacal, le daba la sensación de que quedaría impregnado en la ropa para acompañarlo horas después de haberse marchado. Y pensar que Nava había vivido un tiempo allí arriba.

El vestíbulo estaba bien iluminado, el suelo era de linóleo gris, y a un lado había un mostrador con un joven de bata blanca de laboratorio sentado detrás.


Buon dì
—saludó, sonriente—. ¿En qué puedo ayudarlos?

Vezzani se apartó y dejó que Brunetti se acercara al mostrador. Puede que el chico no hubiera cumplido aún los dieciocho, y contagiaba al ambiente que lo rodeaba de cierta sensación de salud y bienestar. Brunetti vio dos hileras de dientes perfectamente alineadas y unos ojos marrones tan grandes que su mente retrocedió a la descripción de la «Hera con ojos de buey», aunque estuviera mirando a un chico. Si las rosas tuvieran piel, sería como la suya.

—Buscamos al encargado —dijo Brunetti, correspondiendo a su sonrisa, como no podía ser de otra manera.

—¿Se trata de su mascota? —preguntó el chico, que no parecía esperar una respuesta afirmativa. Se inclinó hacia un lado para mirar en torno a ellos.

—No —contestó Brunetti, dejando que la sonrisa se desvaneciera de su rostro—. Es sobre el
dottor
Nava.

Al oír aquellas palabras, la sonrisa del muchacho se fue con la de Brunetti, y los examinó uno a uno más detenidamente, como si rastreara un nuevo olor que hubieran traído ellos a la recepción.

—¿Lo han visto? —se decidió a preguntar por fin.

—Tal vez podríamos hablar con el encargado —insistió Brunetti.

El chico se levantó con repentina prisa.

—La
signora
Baroni —dijo—. Voy a buscarla.

Se giró abruptamente para abrir una puerta que tenía justo detrás. La dejó abierta, recorrió un corto pasillo y desapareció a la derecha. A través de la puerta abierta llegaban sonidos de animales: ladridos y un golpe que podría haber sido cualquier cosa.

En menos de un minuto, una mujer salió y se les acercó. Dejando la puerta abierta tras de sí, abordó a Brunetti, que estaba más cerca. Aunque su cara revelaba que era una generación mayor que el recepcionista, la soltura y la fluidez de sus movimientos no lo reflejaban.

—Clara Baroni —se presentó estrechándole la mano a Brunetti y saludando a los otros con la cabeza—. Soy la ayudante del
dottor
Nava. Luca me ha dicho que han venido a hablar conmigo. ¿Saben dónde está?

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